miércoles, 29 de febrero de 2012

Delirios y revelaciones del capitán Haddock




    The land is thirst. The land is thirst. The land is thirst…
    Will you stop saying that?
    Don’t you understand? I’ve run out! I’ve run out! You don’t know what that means.
    Captain, we have to keep going. One step at a time. Come on! On your feet! Lean your weight on me.
    How long can someone long out? So long without its vitals…
    Captain, calm down! There are worse things than sobering up.
    Look, can you see it?... Water! Water!
    Stop! Captain! It’s just a mirage!
    It was here.. I saw it.
    It was just your mind playing tricks. It’s the heat!
    I have to go home.
    What?
    I have to go back to the sea.
    Captain, your hallucinating.
    Look! Did you ever see a most beautiful sight? She’s tallying into the wind. All sails sent. Triple mastered. Double decks. Fifty guns.
    A unicorn?
    Isn’t she a beauty?
    Yes! Yes, she is! Tell me, captain, what else can you see?


De toda la vida, se han considerado los sueños y delirios como contactos del espíritu con un más allá del mundo material, con un todo místico y universal que revela la verdad del mundo. No hay más que pensar en el Oráculo de Delfos y sus oscuras profecías, o en los simbolistas franceses, que buscaban esos delirios en los brazos del dragón y otras sustancias prohibidas. En el Barroco, el sueño y la locura eran las dos puertas a ese mundo verdadero y existencial, pues el espíritu del loco y del soñador deja de estar regido por la lógica de la consciencia y de la vida cotidiana, física y real, limitada por la materia, para liberarse en una especie de dimensión paralela de posibilidad y caos, de cambio y superposición, en el que la realidad y la veracidad del mundo que conocemos son puestas en duda bajo esta nueva dinámica incomprensible e incontrolable; de ahí nuestra Vida es sueño y nuestro Quijote. En el Romanticismo, de nuevo es a través del sueño que el ser humano puede tocar ese saber abstracto, esa verdad absoluta que escapa a toda posibilidad de orden y organización tan necesaria a la consciencia, y por ello vetada a ella.

La consciencia, pues, se ha postulado a lo largo de la historia como un límite, como una prisión enraizada en la parte física de nuestra identidad y que sirve tan sólo para la vida real, para la puesta en común de una serie de principios necesarios para que la sociedad funcione; una prisión del alma —que platónico, ¿no?— encargada de controlar la fina línea que separa el mundo de lo que es y el mundo de lo que podría ser. Este último es lo que nos distingue de entre todos los animales: el podría ser es el deseo, la imaginación, la idea; es un espacio de libertad que la vida diaria no puede permitirse, pues no puede ser sometido a ninguna norma. Por eso —seguramente Freud lo explicará mucho mejor que yo—, necesitamos una especie de autocensura, una frontera que divida ambos espacios de forma clara, asegurando la estabilidad del la vida comunitaria del ser humano: si todos los integrantes de la comunidad se dejaran llevar por la carencia de reglas de la mera posibilidad, la comunidad misma se desintegraría, y reinaría ese caos tan temido en todas las épocas. No en vano, el loco —aquel en el que los límites aparecen más desdibujados, pues aún en la vigilia ve el mundo bajo el prisma de la imaginación—, ha sido siempre temido y apartado de la sociedad por ser considerado peligroso para el orden público: tanto en cuanto tiene una visión diferente del mundo que sigue una lógica ilógica propia, es incapaz de ceñirse a lo establecido por la comunidad, pudiendo crear un foco de infección liberal que debe ser absolutamente aniquilado —por eso se nos enseña a reirnos de Don Quijote en lugar de a verlo como un auténtico héroe en rebelión contra el mundo de lo establecido.

Pero volvamos al sueño. Tenemos dos tipos de sueños: el propio del sueño y el de la vigilia. El, digamos, original, no presenta ningún problema, puesto que sólo aparece en momentos controlados, esto es, cuando voluntariamente paramos nuestra vida para abrir esa caja de Pandora en un entorno seguro y controlado —nuestro propio cine de las sábanas blancas—; el de la vigilia, en cambio, es lo que llamamos ensoñaciones, asociado comunmente a mundos como el de Yupy o Babia, y al que vamos también de una forma controlada, pues es un alejamiento de la realidad física —mi cuerpo está en clase, mi cabeza, vete a saber dónde—, pero, digamos, quedándonos sólo en la antesala del gran meollo. Y luego ya viene el delirio, es decir, el brote momentáneo de locura: aquel en el que las barreras de la consciencia fallan, pero se restablecen. El delirio es un poco como aquello de las vallas eléctricas en Jurassic Park.

Sin embargo, recordemos que, pese al peligro que este acceso a lo transcendental supone, hay ciertos individuos que basan su trabajo, precisamente, en ese mundo de posibilidades más allá de los derroteros por los que nos movemos el común de los mortales; es decir, el artista. De ahí que, muchos de ellos —antes nombrábamos a los simbolistas, pero que me cuenten cómo se lo montaba De Quincey un siglo antes— se busquen ciertos trucos extras para difuminar o borrar la frontera entre consciente e inconsciente, accediendo a este último para luego poder contárselo a los demás. Eso es lo que yo llamo un uso positivo de las drogas, que no todo el mundo conoce ni controla pero que sirve muy bien al propósito de acceso a ese espacio trascendental de revelación de una verdad oculta por el tiránico filtro de la consciencia. Por supuesto, si los artistas utilizan esta ganzúa alucinógena para su trabajo, otras personas las utilizan con fines más pragmáticos o, simplemente, por diversión, lo que personalmente veo estupendo siempre que mantengamos un equilibrio sano.

Vayamos ahora a nuestro protagonista de hoy. Tenemos a un capitán Haddock, perdido en medio del desierto y sin una gota de whisky en la botella. La sobriedad le amenaza y entonces algo pasa: las dunas se convierten en olas y, sobre ellas, el más hermoso navío que jamás cruzó los mares; el barco de Sir Francis Haddock.

Dejaremos a un lado la habilidad con la que se introduce esta historia de piratas en la trama de la película y lo maravillosamente narrada que está. Lo que nos interesa es, más bien, la pequeña ironía que supone la carencia de alcohol en la aparición de un delirium tremens en toda regla; es decir, la aparición de una consecuencia asociada al consumo de una droga, precisamente por la falta de ella. Porque esto es una inversión de la ley de causa y efecto que todo el mundo conocemos, ¿no? Normalmente, el delirio viene por exceso y no por carencia, creo yo. Y no me negarán ustedes que lo que Haddock está experimentando en ese momento es un delirio como la copa de un pino, ¿sí? Pero claro, el estado habitual de nuestro protagonista es el de la borrachera, es decir, su relación habitual con el mundo —su visión y comprensión de éste—, es bajo el efecto del alcohol, con lo que tampoco debería extrañarnos que, una vez desaparecida la melopea, al hombre se le caigan los esquemas y empiece a desvariar. Creo no nos equivocaríamos demasiado si decimos que se trata de una reacción opuesta a la de los que se colocan para alejarse de la realidad: si el estado natural es el de sobriedad, el alcohol —y otras sustancias— servirán como posible llave al subconsciente, pero si el estado habitual es bajo este efecto, el choque con la realidad empírica al volver a la sobriedad puede provocar tal rebote que te mande directamente al campo contrario. No sé si me explico bien, pero es lo que creo que le pasa a nuestro capitán.

En cualquier caso, lo que sí queda claro —y se repite varias veces en el diálogo— es que Haddock empieza a flipar como si se hubiera metido unas setas. Y, ¿qué ve? Pues nada más y nada menos que la clave de todo el misterio de la película; esa clave por la que el malo le encierra y que él jura y perjura —lo de perjurar se le da estupendamente— que no recuerda o que no sabe. Digámoslo de otra manera: Haddock tiene una alucinación en la que descubre el secreto del unicornio; es decir, una visión reveladora. Su alma, en un estado de tensión extrema, accede a ese espacio inconsciente —en este caso, el Departamento de Memoria y Recuerdos— en el que se encuentra la verdad trascendental que tanto busca todo el mundo. La catarsis alcohólica le lleva a un estado de locura pasajera en el que por fin se desata de las cadenas de la consciencia, liberando una fiera inconsciente que, felizmente dirigida por el deseo y la búsqueda que está viviendo de forma consciente, le da la clave del misterio, del secreto —algo así como cuando al final de Jurassic Park aparece el T-Rex y salva a los pocos que quedan vivos—. La revelación de la verdad, por tanto, se ha realizado de la misma manera de la que se ha postulado desde el principio de los tiempos: sólo ante la caída del muro, de la valla de la consciencia, el territorio de la imaginación se apropia del espíritu de Haddock, llevándole directamente hacia aquello que ha sido incapaz de hallar de manera consciente, bajo la visión del mundo constreñida por las reglas de la lógica cuadriculada y del orden establecido de la vigilia. Haddock, en este momento de delirio, consigue llegar al mundo de la imaginación, al mundo de la libertad, del caos, del cambio continuo; un mundo —el único— en el que puede encontrar la respuesta a su gran pregunta: ¿cuál es el secreto del unicornio? Como los locos barrocos, como los soñadores románticos, como los colocados simbolistas, Haddock consigue su respuesta existencial sólo en ese mundo paralelo, místico y caótico que es el subconsciente, el más allá de la realidad. Y, queridos lectores, permítanme sugerirles que, si quieren saber la respuesta, si quieren conocer el secreto, acompañen ustedes mismos a este borrachuzo y oigan su historia de piratas. Ya que es su aventura; ya que es su verdad revelada, es él y no yo quien debería contársela.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Al habla Debra Morgan



Aviso a navegantes: El siguiente texto gira en torno a palabras malsonantes que pueden herir su sensibilidad.


­***


Are you kidding? I can give a fuck with your fuck. Just don’t fuck with my investigation, you fuck.


A Debra Morgan, hermana de Dexter, se la conoce por un rasgo muy claro: es malhablada hasta decir basta. Sin embargo, si nos paramos a escucharla, vemos que su repertorio de improperios se reduce a un abanico de vocabulario más que limitado: fuck y derivados. Que esto sea consecuencia de la dinámica propia a la lengua inglesa basada en la polisemia —esto es, una misma palabra con tropecientos significados— o rasgo propio del personaje, no viene al caso. Lo que sí viene es, precisamente, la problemática que esto plantea en una traducción al español, lengua que se caracteriza por un vocabulario extenso y por la matización que cada palabra aporta al campo semántico al que pertenece.

Dejemos a un lado el hecho de que, en el doblaje de una serie o película, o incluso en el añadido de subtítulos, prima un principio de economía basado en el tiempo y en la coordinación entre una imagen que lleva un ritmo lingüístico determinado, y la superposición de otro ritmo lingüístico que, por lo general, requiere más tiempo. Normalmente, se dice que la traducción de un texto inglés da un texto en español un 20% más extenso, descuadre que, en el caso del doblaje, se presenta en el tiempo —la pronunciación o el diálogo— y no en el espacio —el número de líneas o páginas—. Obviamente, este principio de velocidad subordina a aquel en el que aquí estamos más interesados: el del significado real de la expresión; dicho de otra manera, la traducción correcta en función de su matiz semántico, y no la necesaria en función de la economía temporal, que es la que seguramente oiremos en la serie.

Decíamos, pues, que Debra Morgan tiene un repertorio de tacos tan pobre que se reduce, prácticamente, a una palabra. Sin embargo, a pesar de que prácticamente una de cada cuatro palabras que suelta sea esa, no podemos decir que su discurso sea incoherente o ininteligible; muy al contrario, creo que para los que no somos angloparlantes nativos, hasta nos hace un favor. En cualquier caso, esto plantea un problema a la hora de traducirlo, ya que en español es absolutamente imposible la fidelidad de forma y contenido a un mismo tiempo; es decir, si fuck se ha traducido primeramente por “follar” y, en segundo lugar, por “joder”, no podemos decir que siempre que aparezca la palabra inglesa, la expresión correspondiente en español haga referencia directa a estas dos formas. No nos olvidemos de que, cuando en una serie americana oímos una traducción tipo “jodido idiota” —fucking idiot­—, nos puede sonar natural a fuerza de costumbre, pero nosotros, hablantes nativos de español, jamás utilizaríamos esa expresión: se trata de un anglicismo, una traducción extranjerizante que obedece, las más de las veces, a la priorización de otros factores sobre el lingüístico.

Dejando a un lado algunos usos a los que ya estamos acostumbrados —What the fuck? como “¡Qué coño!”, o Don’t fuck me! como “¡No me jodas!”, e incluso el uso verbal que ya hemos explicado—, veamos algunas de las traducciones posibles en el diálogo de nuestra querida malhablada Morgan. La cita era: “Are you kidding? I can give a fuck with your fuck. Just don’t fuck with my investigation, you fuck.

Según el diccionario, to give a fuck significa “importar un pito, una mierda o un carajo”. Personalmente, yo siempre me quedo con lo de “carajo”, porque, a efectos de agresividad, creo que está en el término medio. En cualquier caso, esta triple opción da lugar, primero, a esa desaparición de la palabra original inglesa y, por supuesto, de su connotación; después, a una posibilidad de elección del término condicionada por factores extralingüísticos, esto es, del contexto de emisión del mensaje —en este caso, la escena concreta de este diálogo, en la que Debra se pelea con su ex, Quinn—. Hablamos aquí de gustos personales, pero también de la relación existente entre hablante y oyente, cariz de la conversación y nivel de agresividad. En este caso, por ejemplo, yo optaría por “me importa una mierda”.

El segundo fuck que aparece responde al uso nominativo de la palabra, es decir como nombre. La traducción más utilizada es la de “polvo”, y creo que en este caso es la más acertada. La frase entera quedaría parecida a esto: “Me importa una mierda tu polvo”. Hemos de decir, para que el lector no se pierda demasiado, que ese polvo es el que Quinn ha echado con una testigo del caso. Entenderán ahora la primera elección de la traducción: el cabreo de Debra se debe tanto a que su ex se haya liado con otra como a que ese polvo les ha jodido la investigación.

En el tercer caso ­—don’t fuck with my investigation— volvemos a ese uso primigenio en el que la traducción mantiene la idea sexual y la vulgaridad de la expresión del inglés, es decir, “joder” en su uso verbal. De hecho, la complicación en la traducción de esta frase proviene más de la estructura gramatical que de la palabra en sí, barajando diferentes opciones como “No me jodas la investigación” o “No jodas mi investigación”. Si nos queremos poner pejigueros, podemos además señalar la diferencia semántica de cada una de las opciones: mientras que en la primera a quien se jode es a la hablante a la hora de realizar la investigación, en la segunda lo que se jode es la investigación misma. Como no soy traductora y esto no lo va a ver ningún público, en este momento nos da un poco igual coger una u otra, así que ahí queda.

Por último, encontramos un you fuck en el que el uso de esta palabra es adjetival. Posibles opciones serían insultos tipo “capullo”, “gilipollas”, “cabrón”, etc., en los que la mayor diferencia que podemos encontrar es, como en el primer caso, el grado de agresividad que se busca. Para ello hay que tener en cuenta la relación de los dos participantes de este acto de habla —en cristiano, los dos personajes de la escena—; es decir, que estaban tan ricamente liados y han roto porque él la ha jodido proponiéndole a ella matrimonio —los hay sin luces, oye—, y que él acaba de liarse con una testigo por puro despecho, poniendo en peligro una investigación tocha; a grosso modo, podemos decir que todavía hay cariño pero también un cabreo del copón. Dicho esto, “capullo” me parece demasiado suave —además de que en inglés mismo hay otros términos con ese mismo nivel de agresividad, pero que Debra Morgan no tiene por qué conocer—, pero “cabrón” me parece excesivo si se dice en serio entre dos personas que parece que todavía se quieren —y no digamos “hijo puta”, que también sería factible—. Personalmente, yo optaría por “gilipollas”, pero, obviamente, ahí entramos en cuestiones de gustos personales y de percepciones subjetivas del significado del término y de su matiz en la escala de gradación de los insultos españoles.

De esta manera, nos quedaría una traducción parecida a ésta: “¿Me estás vacilando? Me importa una mierda tu polvo. Simplemente, no jodas mi investigación, so gilipollas.”. Sea o no una buena traducción —lo dicho: yo no soy traductora; ni ganas— y dejando al margen ciertos detalles que no vienen al caso —lo de “vacilando” y el “so”—, vemos cómo, en español, en ningún caso hemos repetido la palabra. Cierto que se mantiene el registro vulgar y, en tres de los cuatro casos, la connotación sexual, pero, en nuestra lengua, lo más natural es diferenciar los valores semánticos —de significado— por medio de diferentes términos; esto es, frente a la polisemia del término inglés, la riqueza de vocabulario del español. Una polisemia, ésta, que antes proponíamos como inherente al idioma en sí, puesto que el inglés, si se han fijado, tiende a utilizar una misma palabra de cien maneras diferentes; no hay más que ver cómo, en dos simples frases, fuck aparece con valor nominal, adjetival, verbal y de frase hecha.

Por supuesto, esto puede dar pie a considerar el inglés como una lengua primitiva, pobre de vocabulario, frente a la riqueza lingüística del español, pero no debemos olvidar que, por las mismas, se puede considerar el español como una lengua excesivamente barroca, en la que —al igual que en ciertos puestos administrativos— se repiten los contenidos semánticos de manera absurda, desafiando a una de las primeras leyes del lenguaje: la economía. Podríamos decir entonces que la mayor diferencia semántica entre ambas lenguas es su eje de funcionamiento: en el inglés, la polisemia, y en el español, la sinonimia; esto es, en el primer caso, una palabra con muchos significados y, en el segundo, un mismo significado en muchas palabras. Dicho esto, sólo nos quedaría pensar hasta qué punto esta diferencia determina el uso lingüístico de cada idioma, sea en poesía, en chistes, o mismamente a nivel cotidiano. Pero eso es meterse en camisas de once varas y no estamos aquí para eso. Dadas las claves, discurran ustedes.

miércoles, 8 de febrero de 2012

To be or Hakuna Matata





¿Os imagináis qué habría pasado si Hamlet, en lugar de quedarse en la corte, se hubiera vuelto a París con Rosencrantz y Guildenster? Pues, simplemente, que en lugar de lloriquear el «to be or not to be», habría cantado el Hakuna Matata.

Pongámonos en antecedentes: tenemos un príncipe cuyo tío mata a su padre, el rey, para quedarse con el trono. Obviamente, en una tragedia de Shakespeare va a morir hasta el apuntador y en la Disney vamos a tener un happy ending, pero eso ahora no viene a colación. Tampoco podemos olvidar otra sutil diferencia: Simba huye porque cree que él es el culpable de la muerte de su padre; Hamlet se queda porque se cree obligado a matar al asesino.

Lo que nos interesa, realmente, es cómo los dos príncipes se enfrentan a este asesinato, cómo encajan el golpe y retrasan el momento de acción —de venganza— lo máximo posible. Tengamos en cuenta una cosa: en Hamlet, dicho asesinato es anterior a lo que vemos en escena; en El rey león, lo vemos perfectamente. Tenemos ahí un claro indicio de cuál es el tema central de cada lectura: en Shakespeare, el conflicto de Hamlet, su duda, se convierte en centro argumental; en Disney, una carga psicológica como esa se minimiza al máximo —recordemos que el público infantil no está para tanta tralla—, y se procura dar más importancia, precisamente, a la resolución de la duda y a la determinación de actuar.

Sin embargo, hay una pequeña escena en la que esta duda existencial toma relevancia. Es más: hay una canción entera que sirve sólo para destacar esta duda. ¿Qué quiere decir esto? Que si el príncipe de Dinamarca expresa su conflicto interior en un monólogo —el monólogo—, el de la sabana no se queda tampoco atrás: poner un happy ending no quiere decir eliminar el elemento fundamental del personaje, sólo disimularlo un poco y dirigir la atención hacia otro lado.

Preguntaba antes que qué pasaría si Hamlet hubiera hecho caso a Rosencrantz y Guildenster y se hubiera vuelto a París. Personalmente, creo que es lo que el hombre debería haber hecho: lavarse las manos, dejar a esa panda de salvajes matarse entre ellos y largarse de allí cagando leches; ojos que no ven, corazón que no siente. Pero volvemos a lo mismo: estamos en una tragedia de Shakespeare y, si esto acaba bien, no tiene gracia. También, el asunto tiene su lógica interna: si el problema de Hamlet es la falta de iniciativa, no debería extrañarnos que ésta se dé tanto en el tema de la venganza como en lo de poner pies en polvorosa. De hecho, tiene que ser, precisamente, su tío Scar el que le diga a los colegas que se lo lleven de allí antes de que se le vaya la cabeza definitivamente. Claro, que Hamlet pasa de ellos y se termina de liar la marimorena.

Con Simba, es diferente: su tío le hace creer que él es el asesino, y claro, convencer a un crío tan pequeño no es muy difícil. Simba se va, deja el marrón atrás, y se encuentra a dos viva-la-virgen cuyo lema es «ningún problema debe hacerte sufrir». Exactamente lo que le falta a Hamlet: gente nueva que no tenga nada que ver con el panorama familiar y que le ayude a pensar en otra cosa. Y, volvemos a lo mismo, un crío es fácil de convencer: aquí, dudas existenciales, las justas; si tengo un problema, cambio de identidad y punto pelota. (Es ese tipo de cosas que salen tanto en las pelis americanas y que, si lo piensas seriamente, te das cuenta de lo difícil que es con tanto control del móvil y de las tarjetas y con las cámaras de seguridad. Que viva la intimidad, ¿no?)

En cualquier caso, ¿cuál es la diferencia entre los dos príncipes? ¿Por qué uno se queda y la lía y el otro se va y vive feliz y contento? Aparte del tipo de público al que va dirigido, hay un pequeño detalle en el que la Disney lo ha hecho muy bien: Hamlet es un adolescente; Simba es un niño. Como adolescente, el príncipe danés comienza a ser consciente de lo que se cuece en casa, comienza a darse cuenta de su papel en la familia y de sus responsabilidades. Como niño, Simba todavía no ha llegado a ese punto de madurez, todavía no ve las cosas con suficiente perspectiva. No en vano, si os acordáis de la película, no es hasta que crece —hasta que llega a esa adolescencia— que el leoncito se pone en movimiento. Y, eso sí: aquí no hay movimiento hasta que no es el propio fantasma de papi el que se aparece de la nada y le encarga que acometa su destino (lo pongo así en cursiva porque me hace mucha gracia esa expresión). ¿Que os creíais que yo me inventaba los parecidos razonables o qué?

Total, que ya tenemos a los príncipes igualados: dos adolescentes a los que el fantasma de papá les encarga venganza contra el tío malo y tirano que se dedica a destrozar el reino. Como os decía antes: el hecho de que nosotros espectadores veamos la muerte o no, no es ninguna tontería. ¿Por qué? Muy sencillo: Hamlet empieza con ese fantasma clamando venganza; en El rey león, no es hasta pasada la mitad de la peli que Mufasa se aparece en el cielo. Y, del tirón, Simba se pone en movimiento, cuando Hamlet...; bueno, es que a mí Hamlet me cae un poco mal: yo le daría un collejón y le diría, «¡Espabila, hombre! ¡Haz algo! ¡Lo que quieras, pero hazlo!».

Así que, ¿cuál es realmente el problema de estos dos? ¿Por qué tardar tanto en hacer los deberes? Tenemos varias posibilidades: una, lo hemos visto, es la de la edad y la madurez respecto a las responsabilidades; sin embargo, una vez igualados, Hamlet sigue fallando. La otra es donde entra lo de la “versión”, lo de el tipo de historia y a quién se la vamos a contar. Disney, como comprenderán, no puede complicarse mucho el asunto: necesita personajes más o menos planos en historias más o menos simples; de ahí la reducción de un conflicto de cinco actos a una sola canción. En Shakespeare, ése es, precisamente, uno de los temas fundamentales de la obra: el carácter plano o complejo de los personajes.

Aclaremos un poco esto: se ha dicho que Hamlet recoge toda la ideología teatral del más grande entre los grandes de este género. Lo hace de dos maneras: a nivel escénico, gracias a los consejos que nuestro príncipe da a unos actores en el segundo acto; a nivel textual, por una pequeña obra que estos actores representan en el tercer acto. The murder of Gonzago, que así se llama esta obra, presenta la muerte de un rey a manos del amante de su mujer —recordemos que el tío de Hamlet se casa con la madre de éste— ­y cómo el hijo del fiambre mata al asesino. La correspondencia con la situación de nuestro príncipe no es casual: Hamlet, de alguna manera, pretende que, al ver su tío esta obra, se sienta acusado y renuncie, por motus propio, al trono. Se pueden sacar dos líneas de lectura: la primera, el efecto de la ficción sobre la realidad; la segunda, la diferencia entre nuestro príncipe y el príncipe de su obra. Y es, precisamente, esta última, la que nos interesa: el príncipe de The murder of Gonzago es Simba; es ese personaje plano, sin trasfondo psicológico, que simplemente hace lo que tiene que hacer, sin ningún tipo de duda ni remordimiento ni paja mental. «¿Tengo que vengar a mi padre? Allá voy.». Esa es la gran diferencia entre nuestros dos príncipes: ésa, la que nos lleva al happy ending de El rey león, frente a las miles de muertes de Hamlet, incluída la suya. Si Simba fuera más complicado, si en algún momento, en lugar de olvidarse del asunto, se rayara un poco con él, le diera más vueltas a su conciencia moral sobre el asesinato —¿Solucionar una muerte con otra? Eso es un tema de filosofía de 1º de Bachiller.—, no podría estar bajo el sello de la Disney; primero porque los niños no se empapan, segundo porque las posibilidades de que el cuento acabe bien son casi nulas.

Decíamos antes que el Hakuna Matata se equipara al «to be or not to be»: estos son los dos momentos en los que nuestros príncipes ponen de manifiesto su problema, su duda existencial ante el panorama que tienen en casa. Decíamos también que este problema ocupa en Shakespeare una obra entera, mientras que en Disney se reduce a un paseo por un puente —hablamos de tiempo escénico, no diegético—. Decíamos, no lo olviden, que el danés se raya por qué debe hacer, mientras que el leoncito simplemente olvida el asunto hasta que decide actuar. ¿Por qué? Porque la Disney, en tanto está dirigida a un público infantil, no puede basar su historia en un trasfondo filosófico, sino que tiene que responder a la acción; la Disney necesita una historia fácil con unos personajes fáciles que actúen, no que piensen. Hamlet está dirigida a un público adulto, a un público con suficiente madurez humana e intelectual como para aguantar un conflicto puramente interno y psicológico. The murder of Gonzago, en cambio, se representa ante un público medieval, simple y cuyos valores se apoyan en la acción, no en el pensamiento; un público que, a pesar de ser adulto, tiene una madurez que en la era moderna se adjudica a los niños de diez años. No debemos, por tanto, confundirnos: Simba y Hamlet no son iguales, no son equivalentes. Simba no es Hamlet, sino lo que Hamlet quisiera ser: el sobrino vengador de The murder of Gonzago.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Greyshirt y los verbos de sujeto paciente


La mayor parte de los verbos en español se estructuran en torno a un sujeto que realiza la acción. En «Yo leo cómics», está clarísimo que yo quien lee y que lo que leo son los cómics —objeto/complemento, a gusto del consumidor—. El problema viene con una serie de verbos en los que la relación entre el sujeto y el agente de la acción no está tan clara: cuando yo digo «Me gustan los cómics.», lo más normal es que el que me escuche, automáticamente, me considere a mí como el sujeto de la acción. Sin embargo, una de las primeras cosas que nos enseñan cuando empezamos a analizar frases en 5º de primaria es que uno de los trucos para encontrar el sujeto en una oración es que éste y el verbo siempre concuerdan en persona y número. Si seguimos ésto, queda claro que en «Me gustan los cómics», los cómics son el sujeto, porque son la misma tercera persona plural que encontramos en el verbo. Y uno entonces piensa: «Si, bueno, eso está muy bien, pero los cómics no hacen nada. Tú puedes decirme que son el sujeto porque según tu teoría te cuadra, pero realmente los cómics, como tal, no realizan ninguna acción. Pueden gustarme o no gustarme, pero eso a ellos les da igual, que ahí siguen. Soy yo, y no ellos, el sujeto.». De hecho, este es el tipo de cosas que más le cuesta aprender a los guiris: lo que psicológicamente percibimos como el sujeto de la acción —«yo»—, gramaticalmente aparece como objeto —«me»—, y lo que de toda la vida consideras como objeto —«los cómics», que de hecho son un objeto, una cosa, y de ahí la percepción como tal—, pasan a ser sujeto gramatical por concordar con el verbo. Es decir, cuando yo digo «Me gustan los cómics», gramaticalmente «los cómics» son sujeto, pero ontológicamente lo soy «yo».

Por supuesto, algunos gramáticos han tenido que caer —por fuerza— en esta absurdidad, y han llegado a la conclusión de que en estos verbos —gustar, doler, dar miedo— lo que pasa es que tenemos un sujeto paciente, esto es: cuando yo digo «Me gustan los cómics.», yo soy el sujeto, pero no soy un sujeto normal que realiza una acción, sino un sujeto paciente, una víctima de los cómics, que me tientan peligrosamente desde la estantería. Los cómics no realizan una acción per se, pero lo que sí hacen es provocar en mí un pensamiento o un sentimiento o una sensación —«me gustan»—: esto es lo que se llama el agente de la acción. Retomando el principio, si comparamos «Yo leo cómics.» con «Me gustan los cómics.», en los dos encontramos dos elementos —yo, los cómics— relacionados por la acción, y en los dos yo soy —ontológicamente— el sujeto de esta acción; la diferencia estriba en si este sujeto realiza la acción, constituyéndose como agente —«Yo leo»—, o la sufre —«me gustan»—. En este último caso, yo sería un sujeto paciente de un verbo cuyo agente —«los cómics»— no realiza la acción de manera voluntaria, no tiene ningún tipo de intención: a la postre, soy yo quien pone en funcionamiento una acción —gustar— de la que soy sujeto paciente. Quedémonos con esta idea: si me gustan los cómics, yo soy una víctima de ellos, aunque a los cómics ni les vaya ni les venga el efecto que producen sobre mí.

A esta altura de la película, queridos lectores, daré por hecho que estaréis odiándome por haberos metido una clase de gramática cuando veníais a leer sobre cómics, sin importaros un carajo quién realiza la acción, o si la sufre o su p** madre en conserva. Siento deciros que si os he echado esta chapa es porque es fundamental para entender cómo funciona Greyshirt, nuestro protagonista de hoy.

Para los que no conozcáis mucho el mundo de los cómics —que, o sois filólogos o ya me contaréis cómo os estáis tragando esta parida—, decir que Greyshirt es un detective a medio camino entre La Sombra y The Spirit, nacido allá por el fin del milenio entre las páginas de Tomorrow Stories, obra menor del grandísimo Alan Moore al que, de vez en cuando, le da por cositas ligeras y de risa, y por colaborar con cuatro dibujantes a la vez; en este caso, con un Rick Veitch con el que forma un dúo que dan al lector —«Yo leo cómics.», os recuerdo— uno de los mejores personajes creados por este guionista.

 

 Greyshirt, decíamos, es un detective a medio camino entre el superhéroe —es un “tecnohéroe”— y el detective clásico, que ayuda a la policía de Indigo City a mantener las calles limpias de maleantes. Es un personaje cuya gracia radica en su misterio, en lo poco que sabemos de él —a menos que os hayáis leído Indigo Sunset, pero a eso ya llegaremos—, y ahí es precisamente donde entra todo el rollo gramático que os he contado antes: el truco de Greyshirt, lo que le diferencia de la gran parte de superhéroes de cómic, es que estos son sujetos activos de verbos normales —«Yo leo Greyshirt.»—, mientras que nuestro elegante detective índigo es el agente de verbos con sujeto paciente —«Me gusta Greyshirt.»—. Traduzcamos esto.

La mayor parte de los superhéroes de cómic funcionan en la historia como sujetos activos de una oración con verbo normal; es decir, aparecen como protagonistas de la historia, como sujetos —en el término gramatical, pero también humano, como persona— de una serie de acciones que nos narran los cómics. El superhéroe se presenta como espina vertebradora de toda la historia, que va a girar en torno a él: sus aventuras, sus movidas personales, sus sentimientos… Si cogéis cualquier cómic —uno de Stan Lee, por ejemplo— os daréis cuenta de que el punto de vista siempre es el del superhéroe, pasando así a ser el sujeto de la acción —considerando la acción como la historia que se narra—. Para mí, uno de los grandes ejemplos de este perspectivismo es Sin City: no hay más que notar el abuso del monólogo interior, el subjetivismo con el que está tratada la historia, a través de los pensamientos del protagonista.

Volvamos a Greyshirt: en Tomorrow Stories Nº 2, encontraréis una historia titulada “El esquema invisible” en la que el hijo del portero de un bloque de pisos nos narra la relación de éste con el dueño del los apartamentos que vigila, un mafioso que le trae frito, a lo largo de cuatro décadas —cada una de ellas presentada en un piso en una una joyita estructural como pocas—, hasta la aparición de nuestro detective cuya aventura sólo ocupa el último piso —1999— y la última página, en la que por supuesto reduce al villano. En el Nº 7, “Dale y corre” vemos a un taxista que vuelve a su casa preocupado porque no le pille la pasma porque va sin licencia —lo que nos narra en monólogo interior y a través de una secuencia de punto de vista fijo impresionante—, y cómo de repente atropella a un tío enmascarado, lo que le acaba metiendo en un embolado del quince y en ayudar a nuestro detective —el enmascarado de antes— a trincar a un malo. En Indigo Sunset Nº 3 —escrita enteramente por Veitch pero siguiendo al pie de la letra la idea de Moore—, tenemos “Siluetas de sombra”, la historia de un hombre que comete un crimen pasional y que huye del tecnohéroe, cuya sombra le va persiguiendo hasta que el protagonista cae de un edificio y se mata.

Creo que con estos tres ejemplos tenemos más que suficiente para ver por qué Greyshirt funciona como un verbo de sujeto paciente: el detective índigo no es nunca el protagonista de la historia, el sujeto de la acción, sino el agente desencadentante de la resolución. Greyshirt es ese tipo mítico que pulula por Índigo a la manera del Batman de Tim Burton —acordaos de la presentación con los dos rateros—, y que de repente se cruza en el camino de otro personaje y le cambia la vida por completo: puede salvarle, puede enchironarle, puede involucrarle, o puede actuar simplemente como la personificación de la culpa que le persigue a lo Poe, llevándole a la paranoia y a la locura y, en última instancia, a la muerte. Nuestro héroe, sin ser el sujeto desde cuyo punto de vista se narra la acción, es aquel que altera la existencia del protagonista, introduciendo un conflicto y metiéndole en un marrón que el pobre habitante de Índigo City ni quiere ni busca ni espera, y por el que sin embargo se ve enteramente afectado, para bien o para mal. El protagonista, entonces, se presenta como ese sujeto paciente, esa víctima de la acción de un fulano enmascarado que se mete en su vida y se la cambia por completo, al igual que el sujeto «yo» en «Me gustan los cómics»: si los cómics no se hubieran cruzado en mi camino, no ejercerían ningún tipo de efecto sobre mí y probablemente mi vida sería diferente. (Si no me hubieran regalado los Tomorrow Stories, no conocería a Greyshirt, no me gustaría y no os estaría pegando esta chapa; de todo lo cual, el único punto en el que pongo intención y me convierto en agente es en esto último.)

Ni qué decir tiene que este cambio de punto de vista del héroe —de sujeto activo a agente de verbos de sujeto paciente, «Greyshirt salvó a un ciudadano anónimo.» a «Me salvó Greyshirt.»— no es un invento nuevo, pero si por algo se caracteriza Alan Moore es por reinterprentar con originalidad cosas ya conocidas. Si buscáis en el mundo de los cómics, seguramente podréis encontrar más ejemplos de este perspectivismo exterior, de esta presentación del personaje a través de los ojos de otros personajes —un poco conductista, diría yo—, pero creo que en pocos se planetaría como la base fundamental sobre la que estructurar, no una historia aislada, sino el personaje y el cómic en sí. No en vano, no hablamos de un cómic titulado algo así como Historias de Índigo City o cualquier cosa parecida en la que se ponga de manifiesto este punto de vista externo y múltiple, la importancia del ciudadano anónimo como protagonista de un fragmento de la vida de la ciudad, sino de un cómic cuyo título es Greyshirt, es decir, el nombre de ese tecnohéroe con el que todos los ciudadanos se encuentran. El multiperspectivismo, el conocimiento de nuestro detective sólo a través de sus encuentros y de sus momentos de acción —narrados por los sujetos pacientes—, es precisamente la clave de este personaje: ni rayadas psicológicas internas ni problemas personales ni nada. Greyshirt se mantiene para nosotros, igual que para el habitante de Índigo City, como el vigilante misterioso, el protector enmascarado: el secreto de su identidad, de su humanidad, nunca nos es revelado, precisamente, porque el tecnohéroe no es nunca el sujeto de la acción, sino el agente de un verbo cuyo sujeto real nada sabe, nada puede contarnos, de él. He ahí el truco; he ahí el encanto de este personaje: cuando yo digo «Me gustan los cómics.», siempre me preguntaré el por qué de ese efecto; cuando un ciudadano de Índigo nos dice «Me salvó Greyshirt.», siempre nos preguntaremos quién es Greyshirt, quién el tipo tras la máscara. Y sin embargo, nunca lo sabremos.