domingo, 10 de marzo de 2013

RiB F2000 (o infelices años 20)





Tragedia griega: la Rapsodia in Blue de Fantasía 2000 no está en Youtube. Siempre se puede descargar la película, pero servidora no puede evitar preguntarse qué parte de lo que dice se entenderá decentemente si sus lectores no conocen directamente el material del que habla. Youtube facilita hasta veinte versiones de la pieza —incluída una por el propio compositor—, pero en ningún caso el vídeo de la Disney, lo cual nos deja con sólo la mitad de los datos. Siento decir que los deberes son que se busquen ustedes las castañas para conseguirlo.

Bien. En otro orden de cosas, un poco de historia al respecto de la pieza: George Gershwin, más conocido por sus innumerables piezas de música ligera, tipo jazzístico —de Fred Astaire a La Voz, pasando por Billie Hollyday, Ella Fitzgerald e incluso instrumentistas como Louis Armstrong, Charlie Parker o Benny Goodman, por citar los más conocidos—, tiene en su haber tres grandes piezas serias. A saber: la que nos ocupa; aquella que da nombre a un conocido musical dirigido por Vicente Minnelli y protagonizado por Gene Kelly; y una ópera de temática amorosa cuya ambientación recuerda a la de Las aventuras de Huckleberry Finn.

Una vez situados, decir que Gershwin pertenece a esos compositores de vanguardia que, tras la crisis de la tonalidad culminada por Mahler, intentan resucitar la música clásica de alguna manera y se deciden por la mezcla con la música popular. Al igual que Lorca encasquetó imágenes surrealistas en romances agitanados o Stravinsky incluyó y reinstrumentó melodías típicas rusas en sus piezas, Gershwin hizo lo propio. Claro que hablamos de un neoyorquino engominado, con traje de raya diplomática y zapatos blanquinegros de mafioso. ¿Cuál es entonces la música popular de la que parte? El jazz, of course. ¿Qué otra podría recuperar un yanqui urbanita? Obviamente, el country no —entre otras cosas porque la música country todavía estaba en pañales en ese momento—. Podría haberle dado también por el blues o el charlestón —y, de hecho, cuando una escucha sus piezas nunca termina de descartar del todo el primero—, pero la mayor parte de las versiones que se han realizado de sus obras serias han sido por músicos de jazz, así que juzguen ustedes mismos.

En cuanto a la versión Disney de Rapsodia in Blue, lo más sorprendente es la relectura de una pieza estrenada en 1924, con una estética propia de la época y una historia más adecuada a los comienzos del siglo XXI. Dejando al margen el hábil uso de los colores para diferenciar a los personajes protagonistas de la masa urbana monocromática, las historias que se nos presentan pueden muy bien darse —de hecho se dan— hoy en día: el obrero con aspiraciones artísticas; el desempleado en busca de trabajo; el burgués atrapado por las obligaciones de una vida vacía; la niña con falta de cariño familiar. Dos aspiraciones profesionales y dos anhelos emocionales: la intrahistoria de una vida urbana insatisfactoria y alienante muy en consonancia con la situación actual.

Vayamos por partes. La Rapsodia in Blue es un concierto para piano y orquesta, lo que vemos en el contraste melódico individuo/sociedad, tan bien representado por esos personajes comprimidos en metros y ascensores y que, fuera de la lata de sardinas que los obliga al contacto físico, viven en la completa incomunicación que todo aquel que haya cogido la línea 10 en hora punta conoce. El allegro orquestal, caos y prisa de la ciudad, arrastra a la masa anónima de un sitio a otro, de una actividad a otra, sin momento de respiro o reflexión y trivializando una vida de liebre de fábula. Nuestra protagonista infantil es uno de esos casos: la voluntad y el deseo anulados ante la imposición de un ritmo inasequible, ante la disolución del solista en el todo orquestal. La pérdida de la pelota —último fuerte de contención contra el abuso vital— supone la gota que coma el vaso. Por supuesto, hablamos de la Disney y siempre hay final feliz, pero más de un padre debería replantearse sus prioridades respecto al bienestar emocional y a la educación de sus hijos (más que nada porque las otras víctimas de los niños de la llave somos los profesores, y servidora barre para casa.)

El otro personaje anhelante es el burgués, cuyo solo de los patines no tiene precio. Personaje simpático, podrían hacerse lecturas feministas en cuanto a la imagen del matrimonio que presenta, pero para qué vamos a complicarnos cuando la mujer es un simple tópico en el que se reflejan todos aquellos compromisos propios de la vida adulta y que, a la postre, no son más que una tela de araña que va atrapando —poco a poco y muy sibilinamente— a la persona. Esclavo de su situación, el pobre tipo, que sólo encuentra aliciente en niñerías como jugar a la rayuela o imitar a un mono, no se atreve a romper con esta dinámica impuesta: no en vano, su final feliz viene también de una casualidad, un agente puramente externo. Incluso para lo bueno es la vida la que se le impone, lo cual lleva a preguntarse sobre la posible desaparición de la propia voluntad en el caos acelerado que nos rodea.

En cuanto a las dos historias referentes al mundo laboral, quién le iba a decir a la Disney que su retrato del Crack del 29 iba a cobrar tanto sentido catorce años después del estreno de la película. Por supuesto, a ningún parado real le llueven las ofertas del cielo, pero, a día de hoy, más de uno —exactamente, más de cinco millones de españoles— puede sentirse identificado con ese pobre hombre que no tiene ni para un café y que ve el cielo abierto ante un contrato de trabajo (o, seamos realistas, ante un trabajo sin contrato, con tal de que sea un trabajo). Otra cosa es en lo que éste consista: si bien dada la situación la gente ve sus gustos y preferencias arrinconados por la necesidad imperiosa del sueldo, no puede olvidarse que, a la postre, el horario laboral ocupa, como mínimo, un tercio de nuestra vida; cálculo a tener en cuenta en los marcadores de felicidad y realización personal a la hora de escoger una dedicación. Eso lleva, por supuesto, a nuestro único personaje agente de su felicidad: aquel que tiene la valentía de escoger entre la taladradora y las baquetas.

Recordemos que estamos hablando de la Rapsodia in Blue. La temática musical no es, por tanto, baladí. La imagen positiva del músico, tampoco: no en vano, es el primer personaje que conocemos y aquel con el que se cierra la pieza; no en vano, es el único cuyo sueño se hace realidad exactamente como se había imaginado. Servidora duda de que, siendo la Disney, la reprise de las imágenes de ese solo presentado como el punto álgido de la historia —ese momento en el que nuestros cuatro personajes anhelan otra vida mirando al vacío desde las ventanas— para las escenas finales, obedezca a una cuestión de ahorro en la producción. Nueva York, años 20: rascacielos y jazz en un personaje cuya decisión de ruptura con la imposición cotidiana —cuya vida nocturna y pelea con el despertador— desencadena el final feliz de los otros protagonistas. La música como vía de escape en una relectura que pone historia a aquel arte postulado por algunos como puramente autorreferencial y emocional. Ahí es nada.

Como curiosidad final, notar que la Disney respeta las unidades de tiempo y lugar de Aristóteles. Con una historia que sugiere la traducción de cierto título co-dirigido por Stanley Donen y Gene Kelly —esta vez sin música de Gershwin— y un espacio único introducido por ese glissando —marca de virtuosismo que todo clarinetista ha intentado alguna vez— que escala el esbozo de un rascacielos, por ese solo que, a modo de introducción, dibuja la ciudad que acogerá a nuestros protagonistas. Si la Disney suele destacarse por la exquisita coordinación rítmica y expresiva entre música e imagen que a tantos nos ha conquistado, el comienzo de su Rapsodia in Blue podría considerarse como uno de los momentos estrella. Aunque, bien es cierto, toda lectura es subjetiva, y servidora barre para casa.


martes, 5 de marzo de 2013

Derechos sin deberes






1-      Le droit de ne pas lire.
2-      Le droit de sauter des pages.
3-      Le droit de ne pas finir un livre.
4-      Le droit de relire.
5-      Le droit de lire n’importe quoi.
6-      Le droit au bovarysme (maladie textuellement transmissible).
7-      Le droit de lire n’importe où.
8-      Le droit de grappiller.
9-      Le droit de lire à haute voix.
10-  Le droit de nous taire.


Aquí arriba, algo que todo lector debería conocer: sus derechos. Aclaremos, primero, aquellos que la imaginación lingüística no nos permite descifrar: el «bovarismo» es la desaparición del lector en el libro; dejarse llevar por la acción; “beber” ávidamente una página tras otra con los músculos en tensión o sentir el frío de la noche de invierno que envuelve al personaje. Grappiller significa hojear; pasar páginas hasta detener la vista en alguna palabra que nos llame la atención y leer algunos párrafos sueltos para, enseguida, saltar a otra página en busca de nuevas palabras que nos detengan por un momento.

Todo lector debería conocer sus derechos. Todo profesor de literatura debería dárselos a conocer a sus alumnos. Truco traicionero, pourtant: el alumno que no quiere leer podría apelar a su primer derecho; aquel que tacha el libro de interminable, al segundo; al que no le gustan los finales trágicos, al tercero. Los lectores están en su derecho y el profesor se arrepiente, se desespera. (¿Por qué les habrá dado esas armas contra él? Hubiera sido mejor mantenerse en la tiranía absolutista; en el control de la situación gracias a la ignorancia, a la omisión de información.) La eterna dicotomía querer/deber explota ante novelas de dos kilos en la mochila, ante páginas y páginas sin un punto y aparte, ante descripciones que matizan cada hebra de lana en un abrigo y personajes que no tocan a los alumnos; ante historias aparentemente obsoletas. (¿Por qué no se divorcia para irse con ella? No lo entiendo...) La eterna dicotomía querer/deber explota ante la lectura obligada por el adulto, controlada por el examen, amenazante por la nota.

Seamos realistas: ningún profesor comunicaría a sus alumnos sus derechos como lector. Demasiado complicado; demasiado que explicar. La difusa separación entre alumno y lector en una clase de literatura —los deberes de uno; los derechos del otro— plantean una paradoja difícilmente salvable ante una concepción de la lectura como acto sin finalidad, sin objetivo; la lectura por placer. Leer por leer —leer porque nos gusta, porque disfrutamos, porque toca un nosequé ahí dentro— no queda contemplado en ningún plan de estudios: hay que leer para aprender, para pensar, para ser crítico...; en ningún caso por el mero hedonismo de recorrer las palabras, del soniquete silencioso, de la imagen dentro de los párpados o al fondo del cerebro, bajo el pelo. Leer tiene que servir para algo, y por eso hay que leer este libro, y éste, y este otro, pero no los de la otra estantería: nada de best-sellers, de literatura de piscina, de libros infantiles (¿Lees Roal Dahl? ¿Por qué, si es de niños!).

Deber leer es odiar leer. Lo ha sido siempre: nada como la imposición de un título —quizá le habías echado el ojo, pero ya se te han quitado las ganas— para provocar la búsqueda fugaz del número de la última página, la lectura escéptica de la sinopsis, la constatación de que el libro no te va a gustar, antes incluso de leer la primera frase. Todo profesor lo sabe —porque ha sido alumno y recuerda— y por ello teme dar a sus alumnos los derechos que les corresponden y quedar indefenso. O quizá no. Quizá el profesor valiente los lanza como un reto; a modo de guante, esperando el duelo.

Todo profesor de literatura debería dar a sus alumnos los derechos del lector. No es imposible, pero sí difícil. Para empezar, el profesor debe ser juglar o encantador de serpientes: sólo el que ama la literatura hará buen uso de sus derechos como lector, y es deber del profesor hacer que sus alumnos entren en el club. (Porque el profesor pertenece a ese club, ¿verdad? Al club de pirados que leen por placer, ¿no?) La lectura —palabra escrita; forma abstracta y borrones vacíos sobre la hoja en blanco— debe ser primero transformada en sonido, y de ahí a la imagen, a la historia, al sentido velado por la representación gráfica: entrenamiento de aprendiz y paciencia de maestro; voz descubridora de mundos lejanos y exóticos, inimaginables quizá, pero tan parecidos al nuestro... Del tamiz sonoro que viste la intención de las palabras, que da sentido a los signos reconocidos ­—ya por fin comprensibles­—, a los primeros pasos por uno mismo: de la mano primero; con caídas después; luego, intentar correr y la ilusión de conseguirlo sin ayuda, la búsqueda de aprobación con la mirada, el orgullo de poder hacerlo él solito. El alumno —joven padawain; pequeño saltamontes—, ya lee, ya comprende, ya disfruta; el profesor siente su conquista de lo imposible. Orgullo de Chanfalla, de flautista de Hamelín.

La prueba de fuego son los derechos del lector: si el profesor la salva, el resto del curso irá rodado. Clase especial y mucha seguridad en sí mismo: el público pide más, pero siempre lleva frutas y huevos podridos en los bolsillos, por si acaso. Las armas dialécticas bien afiladas y desparpajo de esgrimista discursivo: dar la vuelta a la tortilla de sus afirmaciones; hacer notar sus incoherencias; sembrar la duda de las propias opiniones. (Pobres novatos del arte de la palabra: tan torpes, tan inexpertos. Podría descuartizarlos aquí mismo con un simple argumento. Cosinas, ellos.) Si la cosa se pone fea, siempre se puede jugar sucio y tirar de vizcaína: desgraciadamente, no son lectores libres —lectores por placer, lectores con derechos— sino alumnos con deberes. Derechos también, pero no sin deberes­. (Se siente: es lo que hay. Lo podemos hacer a las buenas o a las malas...) Pero el profesor está seguro de sí mismo: la seducción ha dado sus frutos; la confianza en el maestro es ciega. Aún quedan muchos mundos por descubrir y ellos saben que les va a gustar, que los van a disfrutar. Ya han probado la manzana prohibida. Y quieren más.

Todo profesor de literatura debería dar a sus alumnos los derechos del lector. Es difícil, pero no imposible: el profesor de literatura es también artista de la palabra. Conmover y convencer, que diría Poe. Es lo único que tiene que hacer. Lo primero. Lo más importante. El resto viene solo. Y los alumnos disfrutarán de sus derechos como lectores libres: serán lectores por placer.