lunes, 26 de agosto de 2013

Se mettre à délirer



Ejemplos a patadas. Facilidades a espuertas. Textos idóneos para parar un tren... Y una idea cerril que obnubila y frena, cual accidente en la autovía.

Para que se metan en situación, les explico: servidora tiene la necesidad imperiosa de finiquitar un trabajo que, por lo demás, suele hacer de manera intuitiva por puro juego. ¿El problema? Para variar, que todo juego tiene normas y, si quieres que los otros niños te dejen jugar, hay que seguirlas. Sobre todo si juegas en casa de otro niño, que entonces hay que jugar a su manera. ¿Y si servidora no quiere ser la colona secuestrada, sino una india sanguinaria? Pues nada, ajo y agua: si quieres jugar, tienes que ser la dichosa colona, pidiendo auxilio mientras los demás corretean a gusto por ahí, arrancando cabelleras.

Para que se hagan una idea, si este trabajo fuese mi juego, iría de traducciones. Para cualquiera que sepa francés, el asunto está muy claro: se mettre a pleurer, a jouer, a crier..., y a todo el resto de cosas que uno puede ponerse a hacer en una perífrasis incoativa. El tema no es sino una cuestión de posición pseudo-espacial: porque cuando uno dice “ponerse”, se pone encima, pero cuando uno dice “se mettre”, se mete dentro. A ver si son capaces de visualizarlo: cuando un español empieza una cosa, lo que hace es —de alguna manera— abalanzarse sobre esa actividad; realizar un salto del tigre que le planta justo en medio, directamente y con toda la decisión del mundo. Un francés, en cambio, parece hacerlo con cuidadito, como esos ratoncillos que se van aproximando poco a poco, valorando todas las posibilidades y riesgos que implica la realización de esta actividad. Es un poco como lo de meterse en la piscina: en español, uno se tira a bomba, esperando que el frío pase de golpe y que todo el mundo se entere bien de que has entrado en la piscina; en francés, se utiliza la escalera, entrando poco a poco, con mucho cuidado y cierta discreción.

La verdad es que, dicho así, los franceses parecen comenzar sus actividades con nocturnidad y alevosía, cosa que no es verdad: nada hace pensar que un francés y un español —y un alemán y un inglés, que también pasaban por allí­— tengan procesos neurológicos diferentes cuando se ponen, por ejemplo, a gritar como energúmenos al del coche de delante en un atasco matinal. La diferencia, en todo caso, será cuando se cuenten la anécdota a los compañeros al llegar al trabajo: lingüísticamente, un español se habrá abalanzado sobre su pobre víctima, haciendo un boquete en el techo del coche y pegando tal susto al de delante que lo mismo le da un infarto, mientras que un francés habrá atravesado el parabrisas de atrás, sentándose en los asientos y gritando al oído del otro pobre conductor, al que probablemente también le habrá dado el mismo infarto, pero en otro idioma. Obviamente, todo esto a nivel lingüístico, porque todo el mundo sabe que bajar del coche es volver a ser una persona normal y zurrarse físicamente, desde una misma altura, frente a frente y con las manos desnudas —salvo si el de delante es un pesetas, que lo mismo te saca un bate de béisbol y, entonces, donde te pones o metes es en tu propio coche, muerto de miedo.

Seguramente, los valientes lectores que hayan llegado a este punto (¿Ustedes se aburren o qué?), criticarán que con una sola palabra no puede hacerse un trabajo entero. No, claro; si eso ya lo sabe servidora. Pero comprenderán que, a estas horas, sin entrenamiento previo —disculpen la larga ausencia y la que probablemente siga— y en una parida mental sin ningún tipo de rigor, no se presente aquí todo un listado de traducciones discordantes. Como mucho, si se animan, les invito a que tomen en consideración ese fantástico fenómeno de la distancia personal que los franceses toman con el mundo —y especialmente, con la gente— cuando, en su conversación cotidiana, sustituyen el cálido y comunitario pronombre personal nous por on; una partícula que, en clase de francés, siempre se ha enseñado como una tercera persona del singular que hace referencia a entidades inanimadas. Comprenderán que, con semejante opción expresiva, con esa actitud lingüística de espectador distanciado, los franceses se lo tomen con calma cuando se mettent a hacer algo. Al menos, eso es lo que dice su propia lengua. Claro, que del dicho al hecho...

martes, 28 de mayo de 2013

How would you say "mal rollo" in...?






Servidora ha vuelto a caer en los vicios intelectuales; esto es, en hacer turismo de biblioteca en búsqueda constante de citas de autoridad. Y digo citas de autoridad porque, para una niñata de licenciatura, ver sus intuiciones corroboradas por los mayores —y por mayores entiéndase aquellos a los que se ha publicado y republicado y a los que otros nombres publicados y republicados hacen referencia— lleva a una hinchazón del ego que no viene nada mal de vez en cuando y, más aún, cuando de lo que hablamos es, como decía antes, de uno de sus géneros favoritos.

Ahora bien, servidora tiene una importante pega que hacerles a los mayores y es que, a veces, parece que se olvidan de leer literatura: cuando uno se mueve por ciertos andurriales, debería tener siempre presentes textos —textos concretos, oséase, citas— de autores como Hoffmann y Gautier, como Poe y Maupassant y como, por supuesto, Shelley y Stoker. Quiero decir con esto que la cronología —tanto literaria como teórica— no está exenta de cambios conceptuales ligados a la evolución darwiniana, pero ello no debería ser óbice ni cortapisa para mantener los pies en el suelo sobre ciertas constantes genéricas que parecen desaparecer con los cambios terminológicos. Me refiero, fundamentalmente, a la distinción entre género fantástico y género de terror.

Cualquiera que se adentre en esta oscuridad conceptual se dará cuenta, en poco tiempo, de que lo que empezó siendo definido como literatura de terror pasó a convertirse en «lo fantástico». No nos vamos a detener ahora en el juego lingüístico que supone el uso de un enclítico deíctico para referirse a un concepto al que se asocian términos como «indecible», «inefable», «irracional» —muy a la manera freudiana— y que es definido por algunos como «lo que debiendo permanecer oculto, se ha revelado», provocando un efecto de inquietud en el pobre desgraciado que se haya atrevido a asomarse a ese abismo de oscuridad que suponen los límites epistemológicos y metafísicos del conocimiento humano, esto eso, a lo desconocido, incomprensible e inconcebible para la mente racionalista que se impone en nuestra realidad cotidiana. Para no enrollarnos con los tencnicismos, resumiremos el concepto diciendo que, dado que de lo que aquí se habla es de una suerte de extra-realidad que da muy mal rollo.

Un lector normal asociaría esta sensación directamente al género terror y no se equivocaría. Un teórico, sin embargo, dividiría este género en tres etapas —el gótico (en el siglo XVIII), el fantástico (en el XIX) y el neofantástico (en el XX)— y postularía esta evolución en base a cambios en las estrategias narrativas de representación de la realidad derivadas de la propia comprensión socio-cultural de esta realidad. En cristiano: si lo que da mal rollo es la ruptura de los esquemas mentales que organizan nuestra realidad a causa del enfrentamiento con un elemento externo a ella, la representación literaria —y ficcional— viene marcada por la percepción de realidad que una cultura tiene en cada momento. En el siglo XVIII, el conflicto se establece por la expulsión del elemento sobrenatural de los esquemas racionalistas impuestos por la Ilustración, de manera que el monstruo sigue teniendo la materialidad corpórea propia del folklore colectivo, tan recientemente desechado: lo que cambia es la realidad misma. En el XIX, la evolución de la narrativa moderna —esto es, de la novela en la que los personajes evolucionan psicológicamente— lleva a una progresiva interiorización del problema en la que el monstruo pasa a convertirse en los propios fantasmas del personaje, en ese aterrador lado irracional e incivilizado que más tarde se denominaría como inconsciente y que conlleva que el monstruo es el propio ser humano: lo que cambia somos nosotros. En el siglo XX, sin embargo, el mal rollo no proviene de una duda en cuanto a lo que ocurre y percibimos o en cuanto a lo que verdaderamente somos, sino de la crisis de fe en la existencia de una realidad estable y definida a la que atenerse: la realidad racionalista desaparece, diluída en otra realidad, y es esa incapacidad de establecer una u otra como verdadera lo que da el mal rollo, condición sine qua non para que un texto se inscriba en el género fantástico: lo que cambia es el texto.

Si más arriba decíamos que «lo fantástico» se asocia a ciertos términos que denotan la crisis del lenguaje, en el siglo XX esta crisis está directamente relacionada con la percepción de realidad, no por nada, sino porque la realidad pasa a ser exclusivamente la del texto y, como bien saben, la materia prima del texto es el lenguaje. Ahora bien, si el lenguaje deja de referirse a una realidad extratextual —esto es, referencial—, «lo fantástico» queda exclusivamente al nivel de la narración —y es la propia construcción de la narración lo que le da forma—, el lenguaje, en tanto forma de comunicación, entra en crisis. De ahí las referencias a la inefabilidad, a la indecibilidad y a sinónimos varios que resumen dicha incapacidad del lenguaje y que, por otro lado, se constituye como el cimiento del mal rollo que el texto fantástico genera en el lector.

Volviendo un poco al inicio, la crítica fundamental que servidora hace a los mayores es su apelación exclusiva a autores del siglo XX a la hora de explicar esta crisis del lenguaje y de relacionarla con ciertas narrativas. Bien es cierto que Lovecraft —y seguidores— y Cortázar serían los autores que mejor representarían esta relación intrínseca entre los límites de la realidad y los límites del lenguaje pero la presencia de éste último aparece en la literatura de terror desde el principio de los tiempos. Me refiero, con esto, a las dos grandes obras que algunos han postulado como modelo de las dos estructuras fundamentales del género, a saber, Frankenstein y Drácula.

Grosso modo, si se postula el terror como el enfrentamiento entre lo conocido explicable de la mente racional y lo desconocido inexplicable de algo más allá de lo racional —llámese sobrenatural, inconsciente o realidad paralela—, el terror en estas dos obras viene provocado, respectivamente, por el exceso de curiosidad y por la ignorancia; concretamente, en cuanto a uno de los grandes misterios del Ser Humano: la muerte. Shelley, más cercana a los inicios de la explosión racionalista de la Ilustración, se remonta al Fausto de Marlowe —o, más posiblemente, al de Goethe—, obra escrita durante el primer periodo cientifista de la Modernidad occidental, para presentarnos un conflicto que el refranero español tiene la bondad de resumirnos como «la curiosidad mató al gato» y que, enfocado a la aplicación de los avances científicos para la resolución de uno de los grandes límites del conocimiento humano, acaba por producir una amenaza para la propia humanidad. Stoker, por su parte, retoma una figura folklórica, aparecida por separado en cada una de las grandes culturas de la Antigüedad —de Grecia a Japón, pasando por Babilonia y las culturas precolombinas—, y que se convierte en amenaza a causa de la negación de su existencia por la mente racionalista, esto es, por la frontera científica estipulada ante uno de los límites del saber humano. Conocimiento, muerte y amenaza se postulan pues como los elementos estructurales de dos novelas de mensaje antitético y que se inscriben, ambas, dentro de ese género que los lectores llaman terror y los teóricos, fantástico siniestro.

Bien es cierto que estas obras pertenecen a esa etapa de «lo fantástico» en la que el monstruo aún es externo al protagonista —el otro es otro y no yo mismo— y que, por tanto, no es necesaria la crisis del lenguaje que, en los últimos tiempos, parece ser tan necesaria para crear la sensación de mal rollo propia del género. Sin embargo, olvidar la importancia dada por Shelley y Stoker al lenguaje es un completo error: baste recordar la detallada descripción del proceso de adquisición de la lengua inglesa por el monstruo y su petición de escucha a su creador; baste notar la sensación de incomodidad de Harker ante su desconocimiento de las lenguas eslavas en la puerta de la fonda o los constantes errores gramaticales de Van Helsing. La incomunicación lingüística fluye como tema implícito a lo largo de ambos textos, poniendo de manifiesto la relación entre el horror y el lenguaje ya desde los primeros tiempos, antes de que éste entre en la crisis definitiva del siglo XX.

 Podríamos, en este momento, remontarnos a ciertas ideas demiúrgicas que también tienen su origen en el principio de los tiempos; aquellas que defienden la creación del mundo a través de la palabra y que los Románticos —¡Oh, casualidad! ¡Seguimos en el siglo XIX!— tomaron como pendón de guerra para su lucha contra la mímesis aristotélica. Podríamos, ahora, recordar ciertas teorías filosóficas que postulan que el lenguaje marca los límites de la realidad humana, ya que es el nombre lo que da forma a los conceptos con los que categorizamos y organizamos esta realidad. Podríamos, también, retomar ciertas hipótesis sobre la comunicación exlusivamente lingüística de un discurso filosófico —y, más concretamente, metafísico— centrado en el estudio de los límites entre el yo y el mundo. O podríamos, simplemente, retomar esa idea de «lo fantástico» como la forma narrativa que enfrenta lo posible y lo imposible, lo conocido y lo desconocido, intentando expresar mediante el lenguaje aquello que no entra en el propio lenguaje.

La imposiblidad de comunicación lingüística, pues, no se constituye como un rasgo adquirido a través de una evolución del género de terror, sino como algo propio, ya latente en las primeras obras. Obviamente, los niveles de imbricación temática y formal no son tan fuertes en un momento en el que no se deconstruye la realidad textual —esto es, la representación de la realidad extratextual en el texto—, pero lo que esto conlleva no es la ausencia, sino su representación de otra manera: si en el sigloXX esta amenaza a los esquemas de realidad se construye gracias a una desestructuración en el nivel de la narración —es decir, de manera estructural y lingüística, fundamentalmente—, la exterioridad del monstruo decimonónico se corresponde con un planteamiento de la imposibilidad de comunicación en un nivel más externo, es decir, al discurso de los personajes. Así, tanto en Frankenstein como en Drácula se alude a dos niveles lingüísticos: de un lado, la alusión a las lenguas extranjeras y, del otro, la incapacidad del propio lenguaje para designar la nueva realidad. En cuanto al primero, el desconocimiento de la lengua del otro —el moldavo para Jonathan Harker, el sistema lingüístico en sí para el monstruo de Frankenstein— se constituyen como una barrera infranqueable de comunicación con el otro, equivalente a la del autor con el lector a la hora de plasmar en el texto ese elemento incomprensible. Cabe destacar, en este sentido, las constantes referencias a las traducciones de libros en los Mitos de Cthulhu, que, a la manera del diccionario de bolsillo de Harker, simbolizan físicamente  el desfase lingüístico entre el contenido conceptual y la forma de comunicarlo, es decir, la imposibilidad de establecer una conexión lógico-lingüística entre el yo conocido y el otro desconocido. El monstruo de Frankenstein, por su parte, se sitúa precisamente en el otro lado; en el lado de lo desconocido que pretende hacerse entender para dejar de constituirse como una amenaza y que  ha de esperar hasta adquirir los conocimientos necesarios de la norma lingüística para realizar su primer intento de comunicación. El fracaso de la criatura al ser vista —es decir, al ser percibida no a través de esa forma de comunicación lingüística, sino mediante el sentido de la vista, que pone de manifiesto su monstruosidad física, que no intelectual— corresponde, de nuevo, con esa incapacidad del lenguaje referencial para comunicar aquello que va más allá de lo racionalmente conocido, puesto que la apariencia de la criatura supera lo visualmente conocido, o mejor, aceptado.

En cuanto al hecho comunicativo en sí, ha de retomarse aquí el principio de cooperación, propio de la pragmática lingüística: igual que dos no se pelean si uno no quiere, no hay comunicación si uno se niega a escuchar. Así, los ruegos de la criatura hacia su propio creador remiten a la negación de la mente racionalista por aceptar un área de realidad que sobrepasa los límites del conocimiento científico sobre las leyes de la vida y la muerte y que, a su vez, supone la base sobre la que se cimienta el propio género fantástico y de terror. Cabe destacar, a este respecto, el contraste que Van Helsing supone respecto a Frankenstein: pese a pertenecer ambos al mundo científico, este último se enmarca en el racionalismo post-ilustrado de principios de siglo, focalizando su rechazo hacia lo antinatural (a falta de sobrenatural en el relato), mientras que el primero pertenece a otra forma de pensamiento más próxima a la futura crisis del siglo XX y que pone en entredicho el establecimiento de la realidad en función de los conceptos de natural y sobrenatural, defendiendo una apertura del pensamiento científico a la consideración de la existencia real de elementos inexplicables por las leyes naturales. Si a nivel narrativo esta idea se plantea en no pocas ocasiones —Van Helsing es el que introduce la idea del vampiro en la mente racionalista del resto de personajes—, a nivel lingüístico vemos a un holandés que no se ve frenado por su conocimiento relativamente bajo de una lengua extranjera a la hora de intentar, por todos los medios, comunicarse con el resto de personajes y convencerles de la existencia del ser sobrenatural. Así, los continuos errores gramaticales que caracterizan su discurso —tan similares, por otra parte, a la ruptura lingüística que caracteriza los relatos de Cortázar— podrían fácilmente asimilarse a esa imposibilidad de enunciación de lo incomprensible, a esa fractura entre lenguaje y realidad derivada del enfrentamiento de la mentalidad racional con lo imposible, postulada como rasgo propio del género fantástico y que pasará a ser fundamental durante el siglo XX.

El discurso de Van Helsing, pues, anticipa algo que los teóricos tan sólo resaltarán en la narrativa fantástica posterior pero que, como vemos, está ya latente en las obras más clásicas del género: la correlación entre la crisis del concepto de realidad narrativa y la crisis del lenguaje utilizado en la narración. La crítica que servidora hace de los mayores, pues, es el olvido de los grandes clásicos del terror por otros textos literarios con los que comparten los dos rasgos caracterizadores del género, a saber: el mal rollo y la crisis del lenguaje que conlleva la representación lingüística de lo imposible (y, por tanto, innombrable). Más aún, la crítica que servidora hace de los mayores es que ese olvido viene causado por un intento de legitimación del género impuesto por un cambio terminológico con el que se pretende disimular el carácter de literatura popular que tradicionalmente ha tenido el terror, sustituyéndolo por la lexicalización «lo fantástico» con el fin de incluir este género entre aquellas categorías literarias dignas de interés para su estudio. Esto es: si, efectivamente, «lo fantástico» es ese tipo de narración en la que salen a la luz aquellos puntos oscuros del saber humano que huyen de toda clasificación racional y en la que se habla sobre lo inefable, es comprensible la elección de un término que, como ya se ha dicho antes, diluye su propio significado con el uso de un enclítico deíctico que apunta, precisamente, a la imposibilidad de nombrar —y clasificar— el contenido del relato. Dicho cambio terminológico apunta a un desplazamiento del interés por el género —desde el efecto que causa en el lector hacia los mecanismos que provocan este efecto— que, a su vez, provoca un desfase entre la percepción del género por parte del lector y por parte de la teoría, puesto que para el primero sigue constituyéndose como terror y, para la otra, como fantástico. Plantear los orígenes de «lo fantástico» en el terror, defender como propia la sensación de mal rollo y la crisis del lenguaje, contradice no sólo la percepción que el lector tiene del género, sino también la de los autores como el tan admirado Lovecraft. Imponer, por tanto, una nomenclatura específica, sólo aplicada en el campo teórico con el objetivo de introducir el género dentro del marco de interés académico, no es sino una pretensión propia de ese racionalismo ilustrado que resultó caldo de cultivo para el propio género del terror: la de introducir y categorizar aquello que existe en la realidad literaria pero que la teoría se niega a aceptar por pertenecer a ese mundo de superstición propio de la mentalidad popular, del lector a pie de calle. La pega de servidora a los mayores es que, lejos de imitar a Van Helsing y aceptar la existencia del terror como género propio, optan por el rechazo de Frankenstein a su criatura, intentando negar su propia creación al cambiarle el nombre. «Lo fantástico», pues, no es sino la respuesta atemorizada de un lenguaje que se niega a aceptar lo incomprensible: la literatura de terror no es, como siempre se ha pensado, una tontería cualquiera; la literatura de terror enlaza con la metafísica, la ontología y la epistemología y muestra los límites de lo cognoscible, y por eso es de terror. Señores, respeto sus canas y me han enseñado mucho, pero no se confundan: el mal rollo es mal rollo, lo llamen ustedes como lo llamen. Y, de toda la vida, los lectores lo hemos llamado literatura de terror.

jueves, 2 de mayo de 2013

Scribo ergo sum




Un soneto me manda hacer Violante,
que en mi vida me he visto en tanto aprieto;
catorce versos dicen que es soneto;
burla burlando, van los tres delante.

Yo pensé que no hayara consonante,
y estoy a la mitad de otro cuarteto;
mas si me veo en el primer terceto,
no hay cosa en los cuartetos que me espante.

Por el primer terceto voy entrando,
y parece que entré con pie derecho,
pues fin con este verso le voy dando.

Ya estoy en el segundo, y aún sospecho,
que voy los trece versos acabando;
contad si son catorce, y está hecho.


La playa. Servidora se va a estudiar a la playa. Supuestamente a escribir. (Sí, escribir. Eso que no hace desde siglos ha, sólo que en serio, para un trabajo de nota.) Total, que aquí está: mirando un mar nublado y con los pies pegados a la calefacción. ¿Que qué ventaja frente al despacho usual? Unas vistas de atalaya morisca limitadas por sendos cabos que abrazan ese azul inmenso que corta la palidez del atardecer nuboso. A la espalda, desierto norteño de Levante, con palmeras y un sol de justicia del que hemos salido guiri-gambas con sólo ir al mercado.

La playa, para escribir. Sí, sí; muy bien. Pero cuando tienes algo que escribir. No cuando son cuatrocientas cosas diferentes, con tantos detalles, tan organizados, tan esquemáticos. Servidora está aprendiendo a odiar la rigitud de los esquemas. ¡Viva el discurso redactado! ¡Vivan las vueltas y revueltas! ¡Viva el laberinto montaignese (no sé si existe esa palabra) del flujo de conciencia! ¡Viva, viva! ¡Y mueran los guiones y las llaves, las jerarquías, los destrenzamientos de los conceptos! ¡Muerte al collar de engarces baratos entre conceptos!

Porque ustedes han de saberlo: un esquema es lo más antilingüístico que uno pueda echarse a la cara. Las palabras desaparecen en sí mismas: desaparecen sus relaciones naturales, su sensualidad, su mezcla; el toque único del término exacto es anulado por la fría definición contextuada por el concepto concreto. La palabra del esquema es una palabra muerta, encadenada sin remedio en una celda oscura, apenas comunicada con otras celdas a través de un pasillo de prisión precedido por una antecámara y de la que sale otro pasillo que comunica con otras antecámaras, y éstas, a su vez, con otras por pasillos similares; y así hasta llegar a la puerta de entrada, al concepto que encabeza la primera llave. El esquema se convierte así en el aterrador laberinto que aprisiona las palabras en celdas de incomunicación.

Y luego, claro, pretenden que esas celdas se enlacen así, como si nada. Y servidora, que ya ha perdido la costumbre (porque ustedes pensarán que no, pero dedicarse a escribir paridas, de coña y por libre, ayuda a la hora de tener que hacerlo seriamente, para un trabajo de nota), se planta ante la dichosa hoja en blanco a ver pasar elefantes volando desde su atalaya morisca.

A todo esto, decir que lo que le ronda a una en la cabeza es cierto cuento de Unamuno en el que el hombre se hace autopublicidad como catedrático de griego y se convierte en héroe de su propio cuento chino. Aquí, todos héroes: el escritor, el que le ha encargado el cuento y don Miguel, el héroe de su cuento. Y él, venga a dar vueltas y revueltas sin llegar a ningún sitio claro. ¿Qué? ¿Se creen ustedes que lo de Quevedo viene de la nada? ¡No, hombre! Lo de Quevedo viene de que don Miguel le va citando según escribe el cuento que le han encargado y que, claro, como él no es escritor de cuentos, pues a ver qué va a escribir. Y a todo esto servidora, que se ha venido a la playa a hacer un trabajo y que no sabe cómo empezarlo, y que realmente lo que quiere es escribir sus propias paridas y no las paridas de nota. En fin...

Aunque, bien mirado, ¿por qué no iba a ser ésta una parida propia? ¿Por qué no iban a ser ustedes mis conejillos de indias (ahora que me he aficionado a esto de los experimentos de lectura)? Y, peor todavía, ¿qué diablos hacen ustedes leyéndome todavía? Porque, claro, se pensarán que detrás de todo esto hay una persona de carne y hueso. Y es hasta posible —yo no digo que no—, pero harto improbable; porque ya saben ustedes que la primera persona de toda narración es un «yo» ficticio como una casa. ¡Scribo ergo sum! Pero sum en una dimensión paralela, exclusivamente de palabras. Ahora, eso sí: palabras vivas y en redacción; si no, ese sum desaparece. ¡Muerte a los esquemas! ¡Viva la redacción!

Además, miren cómo se pasa el tiempo escribiendo paridas: que si paras, que si corriges, que si te lías un piti, que si vuelves a leerlo, una ojeada por la ventana... y de repente ya es de noche y no se ve el mar. No está mal, para echar la tarde, para ir calentando. A lo mejor así el dichoso soneto sale mejor. Pero ya mañana, cuando haga sol; cuando al mirar por la ventana de la atalaya morisca se vuelva a ver el azul inmenso abrazado por los dos cabos de tierra firme.

domingo, 10 de marzo de 2013

RiB F2000 (o infelices años 20)





Tragedia griega: la Rapsodia in Blue de Fantasía 2000 no está en Youtube. Siempre se puede descargar la película, pero servidora no puede evitar preguntarse qué parte de lo que dice se entenderá decentemente si sus lectores no conocen directamente el material del que habla. Youtube facilita hasta veinte versiones de la pieza —incluída una por el propio compositor—, pero en ningún caso el vídeo de la Disney, lo cual nos deja con sólo la mitad de los datos. Siento decir que los deberes son que se busquen ustedes las castañas para conseguirlo.

Bien. En otro orden de cosas, un poco de historia al respecto de la pieza: George Gershwin, más conocido por sus innumerables piezas de música ligera, tipo jazzístico —de Fred Astaire a La Voz, pasando por Billie Hollyday, Ella Fitzgerald e incluso instrumentistas como Louis Armstrong, Charlie Parker o Benny Goodman, por citar los más conocidos—, tiene en su haber tres grandes piezas serias. A saber: la que nos ocupa; aquella que da nombre a un conocido musical dirigido por Vicente Minnelli y protagonizado por Gene Kelly; y una ópera de temática amorosa cuya ambientación recuerda a la de Las aventuras de Huckleberry Finn.

Una vez situados, decir que Gershwin pertenece a esos compositores de vanguardia que, tras la crisis de la tonalidad culminada por Mahler, intentan resucitar la música clásica de alguna manera y se deciden por la mezcla con la música popular. Al igual que Lorca encasquetó imágenes surrealistas en romances agitanados o Stravinsky incluyó y reinstrumentó melodías típicas rusas en sus piezas, Gershwin hizo lo propio. Claro que hablamos de un neoyorquino engominado, con traje de raya diplomática y zapatos blanquinegros de mafioso. ¿Cuál es entonces la música popular de la que parte? El jazz, of course. ¿Qué otra podría recuperar un yanqui urbanita? Obviamente, el country no —entre otras cosas porque la música country todavía estaba en pañales en ese momento—. Podría haberle dado también por el blues o el charlestón —y, de hecho, cuando una escucha sus piezas nunca termina de descartar del todo el primero—, pero la mayor parte de las versiones que se han realizado de sus obras serias han sido por músicos de jazz, así que juzguen ustedes mismos.

En cuanto a la versión Disney de Rapsodia in Blue, lo más sorprendente es la relectura de una pieza estrenada en 1924, con una estética propia de la época y una historia más adecuada a los comienzos del siglo XXI. Dejando al margen el hábil uso de los colores para diferenciar a los personajes protagonistas de la masa urbana monocromática, las historias que se nos presentan pueden muy bien darse —de hecho se dan— hoy en día: el obrero con aspiraciones artísticas; el desempleado en busca de trabajo; el burgués atrapado por las obligaciones de una vida vacía; la niña con falta de cariño familiar. Dos aspiraciones profesionales y dos anhelos emocionales: la intrahistoria de una vida urbana insatisfactoria y alienante muy en consonancia con la situación actual.

Vayamos por partes. La Rapsodia in Blue es un concierto para piano y orquesta, lo que vemos en el contraste melódico individuo/sociedad, tan bien representado por esos personajes comprimidos en metros y ascensores y que, fuera de la lata de sardinas que los obliga al contacto físico, viven en la completa incomunicación que todo aquel que haya cogido la línea 10 en hora punta conoce. El allegro orquestal, caos y prisa de la ciudad, arrastra a la masa anónima de un sitio a otro, de una actividad a otra, sin momento de respiro o reflexión y trivializando una vida de liebre de fábula. Nuestra protagonista infantil es uno de esos casos: la voluntad y el deseo anulados ante la imposición de un ritmo inasequible, ante la disolución del solista en el todo orquestal. La pérdida de la pelota —último fuerte de contención contra el abuso vital— supone la gota que coma el vaso. Por supuesto, hablamos de la Disney y siempre hay final feliz, pero más de un padre debería replantearse sus prioridades respecto al bienestar emocional y a la educación de sus hijos (más que nada porque las otras víctimas de los niños de la llave somos los profesores, y servidora barre para casa.)

El otro personaje anhelante es el burgués, cuyo solo de los patines no tiene precio. Personaje simpático, podrían hacerse lecturas feministas en cuanto a la imagen del matrimonio que presenta, pero para qué vamos a complicarnos cuando la mujer es un simple tópico en el que se reflejan todos aquellos compromisos propios de la vida adulta y que, a la postre, no son más que una tela de araña que va atrapando —poco a poco y muy sibilinamente— a la persona. Esclavo de su situación, el pobre tipo, que sólo encuentra aliciente en niñerías como jugar a la rayuela o imitar a un mono, no se atreve a romper con esta dinámica impuesta: no en vano, su final feliz viene también de una casualidad, un agente puramente externo. Incluso para lo bueno es la vida la que se le impone, lo cual lleva a preguntarse sobre la posible desaparición de la propia voluntad en el caos acelerado que nos rodea.

En cuanto a las dos historias referentes al mundo laboral, quién le iba a decir a la Disney que su retrato del Crack del 29 iba a cobrar tanto sentido catorce años después del estreno de la película. Por supuesto, a ningún parado real le llueven las ofertas del cielo, pero, a día de hoy, más de uno —exactamente, más de cinco millones de españoles— puede sentirse identificado con ese pobre hombre que no tiene ni para un café y que ve el cielo abierto ante un contrato de trabajo (o, seamos realistas, ante un trabajo sin contrato, con tal de que sea un trabajo). Otra cosa es en lo que éste consista: si bien dada la situación la gente ve sus gustos y preferencias arrinconados por la necesidad imperiosa del sueldo, no puede olvidarse que, a la postre, el horario laboral ocupa, como mínimo, un tercio de nuestra vida; cálculo a tener en cuenta en los marcadores de felicidad y realización personal a la hora de escoger una dedicación. Eso lleva, por supuesto, a nuestro único personaje agente de su felicidad: aquel que tiene la valentía de escoger entre la taladradora y las baquetas.

Recordemos que estamos hablando de la Rapsodia in Blue. La temática musical no es, por tanto, baladí. La imagen positiva del músico, tampoco: no en vano, es el primer personaje que conocemos y aquel con el que se cierra la pieza; no en vano, es el único cuyo sueño se hace realidad exactamente como se había imaginado. Servidora duda de que, siendo la Disney, la reprise de las imágenes de ese solo presentado como el punto álgido de la historia —ese momento en el que nuestros cuatro personajes anhelan otra vida mirando al vacío desde las ventanas— para las escenas finales, obedezca a una cuestión de ahorro en la producción. Nueva York, años 20: rascacielos y jazz en un personaje cuya decisión de ruptura con la imposición cotidiana —cuya vida nocturna y pelea con el despertador— desencadena el final feliz de los otros protagonistas. La música como vía de escape en una relectura que pone historia a aquel arte postulado por algunos como puramente autorreferencial y emocional. Ahí es nada.

Como curiosidad final, notar que la Disney respeta las unidades de tiempo y lugar de Aristóteles. Con una historia que sugiere la traducción de cierto título co-dirigido por Stanley Donen y Gene Kelly —esta vez sin música de Gershwin— y un espacio único introducido por ese glissando —marca de virtuosismo que todo clarinetista ha intentado alguna vez— que escala el esbozo de un rascacielos, por ese solo que, a modo de introducción, dibuja la ciudad que acogerá a nuestros protagonistas. Si la Disney suele destacarse por la exquisita coordinación rítmica y expresiva entre música e imagen que a tantos nos ha conquistado, el comienzo de su Rapsodia in Blue podría considerarse como uno de los momentos estrella. Aunque, bien es cierto, toda lectura es subjetiva, y servidora barre para casa.