lunes, 30 de julio de 2012

La Tercera del Diablo


27/07/2012




La “Tercera del Diablo” es un intervalo absolutamente prohibido en la música occidental hasta finales del siglo XIX. Toda una tradición musical ha vivido siglos y siglos temiendo esta distancia tritonal que oscura, desequilibrada, ambigua, era relacionada con el mismísimo Infierno. Según Leonard Bernstein, no es hasta Debussy cuando esta tercera maldita es por fin aceptada: en pleno decadentismo; en plena crisis de la tonalidad, agotamiento de las posibilidades armónicas. Debussy, en su Prélude à l'après midi d'un faune, no sólo retoma el intervalo prohibido, sino que lo propone como base armónica de toda la pieza a un nivel subliminal, implícito, en el que la disonancia se convierte en sugerencia, llegándonos directamente al inconsciente y creando esa sensación de tensión —ese escalofrío— que todo aquel que haya oído la pieza podrá recordar.

Ahora bien: ¿qué tiene de especial la Tercera del Diablo? ¿Por qué la prohibición? ¿Por qué el miedo? ¿Qué oscuridad terrible tiene ese intervalo para ganarse el nombre de diavolos in musica? Para empezar, debemos saber que una tercera es ese intervalo —oséase, distancia— en el que vamos a encontrar dos notas separadas por una intermedia. Dicho de otra manera: una tercera sería un salto tipo Do-Mi o Re-Fa o Mi-Sol. Lo del nombre de tercera —y esto nunca te lo explican bien en clase—­ es porque, si cantáramos no sólo las notas que suenan, sino también las que hay entre medias en la escala, saldrían tres notas; a saber: Do-(Re)-Mi. Si habláramos de una quinta, por ejemplo, nos quedaría algo como Do-(Re-Mi-Fa)-Sol, que incluye cinco notas. Esto vale tanto para el intervalo ascendente como descendente, como en la cuarta La-(Sol-Fa)-Mi.

Eso, por una parte, es la definición del intervalo. Luego están los tipos de intervalo: los tres intervalos básicos son la cuarta —Do-Fa, por seguir con Do Mayor—, la quinta —Do-Sol— y la octava —Do1-Do2—, porque son aquellos en los que se basa el diatonismo y en los que, partiendo de la tónica, se asienta la tonalidad: si la tónica —en este caso, el Do— abre y cierra la escala; la dominante —la quinta; el Sol— asienta la armonía, abriendo a su vez puertas a la modulación, y la subdominante —la cuarta; el Fa— sirve como punto de apoyo para impulsar tanto la afirmación como el cambio. Estos tres intervalos —cuarta, quinta, octava­— son, de base, justos, frente a todo el resto de intervalos —segunda, tercera, sexta, séptima— que pueden ser mayores o menores. A su vez, todos pueden ser disminuidos y aumentados. A su vez, puesto que hablamos de distancia, cualquier intervalo puede partir de cualquier nota, de la que, con las alteraciones —sostenidos y bemoles— tenemos tres posibilidades. A su vez, dos notas escritas diferente pueden sonar exactamente igual, pero aunque para el oído sean lo mismo —¿podríamos hablar de polisemia?—, para la vista y para el concepto armónico no —¿o quizá es mejor catalogarlo como sinonimia?—.

Como esto es un lío si no se ve por escrito —oséase, en un pentagrama—, vamos a ver qué tiene en particular nuestra tercera diabólica. Una tercera es mayor cuando tiene dos tonos, y menor cuando tiene un tono y medio: Do-Mi es mayor; Do#-Mi y Do-MiƄ son terceras menores. La Tercera del Diablo, sin embargo, tiene tres tonos; tres tonos enteros. Eso quiere decir que supera incluso los dos tonos y medios de la tercera aumentada, ya de por sí inestable puesto que hace enarmonía —suena— igual que la cuarta justa —Do-Mi# es lo mismo que Do-Fa—: cuando una tercera, cuyo significado armónico es el de la tríada de tónica —el acorde que parte de la nota más importante de la tonalidad— provoca ambigüedad con el de la cuarta —recordemos: otra de las bases armónicas de la tonalidad—, y tan sólo el antes y el después de este intervalo y de su acorde puede cerrar esa ambigüedad, resolviéndola según una posibilidad u otra. Eso son cosas que se fueron investigando en el Romanticismo, especialmente con los acordes de séptima disminuída, pero todavía no se había llegado a la tercera tritonal, a la Tercera del Diablo.

Esta tercera está maldita incluso desde su propio nombre: no tiene otro que el de “Tercera del Diablo”; no existe algo así como “tercera sobre-aumentada” o “doble-aumentada” o cualquier otro término medianamente neutral afín a la terminología musical comúnmente utilizada. Posiblemente, su temprana prohibición y su tardía recuperación —que de hecho anticipa los grandes movimientos musicales de principios del siglo XX— han tenido la culpa. Ese silencio, esa maldición, ese terror —ese Voldemort de la armonía— obedece a una ambigüedad tal del intervalo que provoca una grieta de oscuridad armónica por la que cualquier cosa puede colarse en el sistema. Una tercera tritonal sería un DoƄ-Mi# —seguimos con la tónica de Do Mayor, pero esto se puede trasladar a cualquier otra nota con tal de que la distancia sea la misma—. Piénsenlo bien: un DoƄ-Mi# —tan extraño a la vista como tercera—, suena igual que las cuartas aumentadas Si-Mi# y DoƄ-Fa; o peor, que la quinta disminuida Si-Fa. Teniendo en cuenta la fuerza de la tercera mayor como subsidiaria armónica de la tónica, o la fuerza propia de las cuartas y las quintas justas como pies fundamentales de la tonalidad— junto con aquella—, un intervalo como esta tercera tritonal, que sugiere lo que podríamos llamar “deformaciones” de los pilares armónicos desde la apariencia aberrante de una tercera excesiva, rebosante, bien merece un nombre como Tercera del Diablo.

Ahora bien, este nombre es incluso anterior al sistema tonal: ya desde los modos griegos, la tercera tritonal era un intervalo a evitar. Oscuro, ambiguo, completamente desestabilizador del sistema, este intervalo se presentaba como una atentado al equilibrio, a la claridad sonora; su disonancia era demasiado potente; sus sugerencias, demasiado siniestras. El nombre, obviamente, proviene de la Edad Media y de las primeras exploraciones melódicas de la homofonía, desarrolladas, fundamentalmente —y como todo en ese momento— en los monasterios: un desequilibrio tal debía ser obra del Diablo; un monstruo melódico como ése no podía más que provenir del mismísimo Infierno. Más adelante, en las investigaciones armónicas de Bach, el trasfondo vertical podía encubrir la oscura brecha horizontal, disimulándola, pero nunca anulándola, y por ello también se evitó. El equilibrio clásico —Haydn, Mozart— huyó totalmente de esos agujeros, de esas ambigüedades, de esa negrura amenazante del significado. Quizá el Romanticismo podía haberlo aprovechado: quizá el goticismo de Berlioz, o la pregunta constante de Listz podían haber hecho referencia al misterio que se esconde tras esa tercera maldita, sugerencia del Más Allá; pero aquel fue un momento de esperanza e ilusión, y se sentía que toda pregunta tenía una respuesta. No, no fue hasta el final del siglo XIX, hasta los primeros indicios del Apocalipsis tonal —como lo describe Bernstein— que esa oscuridad, esa ambigüedad, esa pregunta sin respuesta encontró su lugar: en un momento de agotamiento de las posibilidades, de máxima explotación armónica, de disolución del sistema de significados en favor de la expresividad exacerbada. Tan sólo en un momento en el que las imágenes oníricas del más puro insconsciente se introducen en la música tiene cabida ese Ello amenazante, esa brecha tonal, esa Tercera del Diablo.

Leía, hace poco, que el siglo XX es aquel en el que la filosofía ha aceptado sus propios límites, en el que se ha dado cuenta de su incapacidad para desentrañar todos los misterios, para conocerlo todo, y que con ello se ha dado carta blanca a la introducción de un algo siniestro —algo incognoscible— que anula el modo de pensamiento, sumiendo en las más absolutas tinieblas a los hijos póstumos del Siglo de las Luces, a los buscadores de respuestas y de verdad. He leído también, junto a esta muerte de la filosofía, una progresiva muerte de los elementos que intervienen en el discurso literario, de las anclas de los estudios de la literatura —primero el autor, luego el texto; quizá, pronto, el lector— y que con ello se pone en paralelo a la situación filosófica, quedando toda reflexión en mero juego intelectual, en mero hedonismo. En música, Bernstein defiende que, junto a la muerte de la sintaxis y del sentido lógico en poesía —véase Mallarmé o Joyce—, muere también el sistema tonal, y propone a Shöemberg y a Stravinsky como intentos de supervivencia a esa muerte; una muerte, ésta, que comienza a finales del siglo XIX con la introducción de la Tercera del Diablo, con la aceptación del intervalo maldito y la apología de su siniestralidad. Por doquier se habla de muerte y apocalipsis, del final de una era, de crisis del pensamiento, la creatividad y la estética; de agotamiento de las posibilidades. No es que la realidad que nos rodea ayude mucho a iluminar el panorama, a dar un rayo de esperanza. Todo parece ser oscuridad; todo parece ser miedo y angustia a nuestro alrededor. Y una no puede menos que preguntarse: ¿es verdad? ¿En serio estamos viviendo un apocalipsis? ¿En serio nos vamos a ir todos al carajo? ¿O puede más nuestro instinto de supervivencia, nuestro afán de vivir? ¿O acaso ésta es la misma sensación apocalíptica que se ha vivido en cada gran cambio histórico? ¿Quedan aún caminos por descubrir? ¿Quedan aún posibilidades por explorar? ¿Se puede saltar la brecha, tender un puente hacia tierra firme; hacia una tierra prometida de paz y estabilidad? Quizás. O quizá no. Quién sabe. Y como cantaba Doris Day: «The future’s not ours to see. ¿Qué será, será? What will be, will be.».

viernes, 20 de julio de 2012

Gates of Madness


Johansen and his men landed at a sloping mud-bank on this monstrous acropolis, and clambered slipperily up over titan oozy blocks which could have been no mortal staircase. The very sun of heaven seemed distorted when viewed through the polarizing miasma welling out from this sea-soaked perversion, and twisted menace and suspense lurked leeringly in those crazily elusive angles of carven rock where a second glance showed concavity after the first showed convexity. (…) It was, Johansen said, like a great barn-door; and they all felt that it was a door because of the ornate lintel, threshold, and jambs around it, thought they could not decide whether it lay flat like a trap door or slantwise like an outside cellar-door. As Wilcox would have said, the geometry of the place was all wrong. One could not be sure that the sea and the ground were horizontal, hence the relative position of everything else seemed fantasmally variable. (…) In this fantasy of prismatic distortion it moved anomalously in a diagonal way, so that all the rules of matter and perspective seemed upset. (…) Johansen swears he was swallowed up by an angle of masonry which shouldn’t have been there; an angle which was acute, but behaved as if it were obtuse.


Schelling definió lo siniestro como «aquello que, debiendo permanecer oculto, se ha revelado». Muchos han sido los comentarios al respecto, pero ninguno ha superado o desmentido esa afirmación, que sigue siendo, dos siglos más tarde, el ancla en torno al cual gira uno de los géneros más interesantes de la ficción: el terror. Grosso modo, el terror se basa, precisamente, en lo siniestro, en la aparición de algo que no debería aparecer, algo que desafía las leyes naturales o morales: un monstruo es terrorífico tanto como un secreto o un vicio. El truco no está en la causa en sí —en aquello revelado— sino, precisamente, en el hecho de que precisamente esta revelación supone una amenaza a las leyes que rigen nuestra concepción del mundo, independientemente del ámbito en el que actúen.

Algo más tarde, Poe profundizaría un poco más en este género, defendiendo que, para causar el efecto de desasosiego que le es propio, la clave es la creación de un ambiente opresivo y desestabilizador: el aislamiento de un referente “normal” —de la ley que lo siniestro infringe al salir a la luz— y una atmósfera que facilite la sensación de amenaza. Una arquitectura con escasez de luz e intrincados laberintos en los que el personaje pierda toda noción de orientación respecto al exterior se propone como el espacio ideal para aumentar la sensación de amenaza que, a la postre, será aquella que el lector perciba. En este sentido, la arquitectura se convierte en pantalla de proyección de la anormalidad, de ese elemento siniestro que, sea real o psicológico, amenaza al personaje, cuyo terror se multiplica al verse encerrado en ese espacio claustrofóbico del que no puede escapar.

Aun así, hay que decir que la importancia del elemento espacial —pese a aumentar con el terror psicológico inaugurado por Poe— nace con el género mismo: ya en el primer gótico encontramos grandes y oscuros castillos plagados de pasadizos y sótanos, de habitaciones secretas y terribles mazmorras. A lo largo del siglo XX, sin embargo, el abandono de los lugares lejanos —míticos, podríamos decir— y el acercamiento de la amenaza al espacio conocido de las ciudades transforma esta arquitectura que, sin embargo, mantiene esos rasgos dentro de lo posible: todo el mundo ha oído hablar de casas encantadas, de áticos y habitaciones malditos, de ruidos inexplicables en estancias abandonadas. (Si no me equivoco, este año han sacado una serie de lo más exitosa al respecto, pero como todavía la tengo pendiente, no me sé el título.) Sin embargo, y a pesar de los cambios, el espacio sigue constituyéndose como elemento un clave para la intensificación de la sensación de amenaza; especialmente el espacio cerrado y claustrofóbico que aisla al personaje y lo aleja de toda posibilidad de salvación o huída.

Ahora bien: si por cada tipo de terror encontramos un tipo de arquitectura, la pregunta es: ¿a cuál pertenece el arriba descrito? ¿Qué tipo de terror es aquel que necesita no de una arquitectura cerrada y oscura, sino de una completamente desequilibrada, completamente imposible; una arquitectura que desafía toda ley de la gravedad y de la percepción visual; una arquitectura que sustituye el laberinto por el ángulo para crear esa sensación, no ya de amenaza, sino de irrealidad? ¿Qué tipo de terror es aquel que tiene lugar en un un espacio inaprehensible para el ojo y la mente de nuestro protagonista; aquel en el que la locura se esconde tras una puerta de dimensiones inhumanas, de formas inconcebibles? No estamos ya ante un terror manifiesto en el monstruo de las tierras lejanas, ni en un vecino que revela su fuero interno, sino en un terror diferente; un terror que no refleja ya una amenaza y un miedo —el socio-político de un cambio de época; el metafísico de una crisis del yo—, sino un horror real; un horror que fue revelado entre las dos grandes guerras, que preludió la primera gran crisis del siglo XX.

Si, como dice Schelling, «lo siniestro es aquello que, debiendo permanecer oculto, se ha revelado», este terror es resultado no del miedo a la revelación, sino de la revelación misma: la revelación del auténtico ser de la humanidad; la revelación de la propia libertad humana, superados ya los límites morales de la fe —ideológica, política, religiosa— que imperaron durante el siglo XIX; la revelación, en términos de Nietzsche, de esa voluntad incontenible que nos mueve y que no encuentra ya freno en un Dios que ha muerto. Este terror, esta arquitectura, es anticipación —como lo es toda la literatura de terror— del sentimiento de una época, de la locura de un sistema, de la crisis de un pensamiento: aquel que sólo se expresará fuera del discurso literario treinta, cuarenta años más tarde; aquel que, ante la ausencia del Dios —ese Dios de los filósofos; ese Dios garante—, se ve sometido al capricho de un demonio a quien rinde el culto desesperado e inhumano de las bacantes. Esta arquitectura —imposible, inconcebible, inaprehensible— no es más que una visión profética; la imagen lúcida de una realidad por venir: la realidad de un pozo sin fondo, de una caída interminable. La realidad de hoy en día: la de una crisis de conciencia que arrastra hacia el abismo todo un mundo, todo un sistema, toda una sociedad, una política, una economía. Este terror —esta puerta— no es más que la representación de una locura que debiera permanecer oculta pero ha salido a la luz; la locura de una nueva época: la nuestra.

I suppose that only a single mountain-top, the hideous monolith-crowned citadel whereon great Cthulhu was buried, actually emerged from the waters. (…) That tenebrousness was indeed a positive quality; for it obscured such parts of the inner walls as ought to have been revealed, an actually burst forth like smoke from its eonlong imprisonment, visibly darkening the sun as it slunk away into the shrunken and gibbous sky on flapping membranous wings. (…) Everyone listened, and everyone was listening still when It lumbered slobberingly into sight and gropingly squeezed Its gelatinous green immensity through the black doorway into the tainted outside air of that poison city of madness.

Bebedores de horchata


17/07/2012

(…) ese carácter seductor como el rasgo decisivo que permite, al que luego se descubre como vampiro, poseer el alma, la identidad, la subjetividad del otro.


Es reconfortante, cuando una lee, encontrar intuiciones propias desarrolladas por gente importante a la que le editan libros. Tiempo ha, servidora se propuso una investigación sobre el mito del vampiro desde el principio de los tiempos, culminándolo en un personaje tan poco sangriento como Dorian Gray. Desgraciadamente, la falta de tiempo hizo que el asunto no pasara de Drácula, quedándose en el vampiro meramente carnal, pero abriendo puertas a un interés que se remonta más allá de la figura meramente literaria, de su introducción y desarrollo en la cultura exclusivamente occidental de la modernidad.

A día de hoy, aún el vampiro sigue teniendo cierta relevancia en nuestra cultura: literatura, cine, series, cómics…; la figura del no-muerto chupasangre sigue presente por doquier. Ha perdido, sin embargo, el carácter monstruoso: herejías como Crepúsculo o Being human le confieren una humanidad sentimentaloide y lacrimosa completamente ofensiva, perversión sacrílega del gran predador fantástico del ser humano primitivo, incapaz ante la amenaza de la oscuridad y de las fuerzas de la naturaleza, temeroso de las leyes incomprensibles de la vida y la muerte. Tan sólo el fetichismo por la sangre, tristemente erotizado —peor aún, “amorizado”—, se mantiene, convirtiendo al vampiro en bebedor de horchata: la violencia, la amenaza, el sentimiento de peligro y pequeñez del hombre han desaparecido en una domesticación de la fiera.

En la ficción, el vampiro muere: reflejo de los valores de su época —de su ausencia—, la conversión del otro en el yo se presenta no como una asimilación, sino como una adaptación a la comprensión de la realidad de una sociedad que no deja lugar al misterio. Avances como la luz eléctrica —permanente claridad—, la medicina —pequeña conquista al terreno de la muerte— o las comunicaciones —el constante e inmediato control de la persona en cualquier lugar y momento— son tomados como grandes hitos materiales, sin darnos cuenta del empobrecimiento espiritual y emocional que conllevan. El vampiro, encarnación de los más siniestros terrores del hombre natural, ve reducido su margen de acción y efecto a pasos agigantados y, acorralado por el hombre, desaparece entre la multitud urbana, en las iluminadas calles de la metrópoli; confundiéndose en ellas como un habitante más, como un hombre más. (También los avances tecnológicos vampíricos como ciertas vacunas que permiten su aparición a la luz del día, o sueros artificiales sustitutos de la sangre, han colaborado a la hora de su propia desaparición como predador.)

Aun así, y precisamente frente a esta degradación del vampiro ficticio, el vampiro real crece y prolifera peligrosamente. Dorian Gray es ahora modelo a imitar en un mundo en que valores tradicionales como la solidaridad, el respeto o la conciencia de la comunidad no vienen ya regidos por imposiciones divinas, por el miedo al castigo. El vampiro moral campa a sus anchas en nuestro mundo, pero su apariencia humana no nos permite verlo. Los vampiros políticos, económicos, empresariales, son dueños del mundo, y las pobres víctimas, al igual que antaño, no pueden luchar contra ellos. El hombre actual, domesticado como el vampiro ficticio, no sabe ya defenderse, no sabe luchar e imponerse: ha olvidado ya la violencia y la sangre que le mueven y le dan vida, que le hacen ser lo que es. Licuado por la falta de orgullo, por el olvido de sí mismo, de su lugar en la pirámide alimenticia, el hombre olvida que es posible acabar con el vampiro, que existen estacas de madera y balas de plata con las que luchar y acabar con la amenaza, y tan sólo se refugia en su hogar al llegar la noche, tratando de ignorar el peligro, la sensación de desasosiego; haciendo oídos sordos al grito desesperado de la víctima que desgarra la oscuridad. El hombre actual, con horchata en las venas, mira hacia otro lado cuando el vampiro aparece en el pueblo, y evita el enfrentamiento directo con el monstruo; se esconde, en lugar de hacerle cara; huye en lugar de luchar. Olvidado el uso de las armas, el hombre actual tan sólo sale a la luz del día, cuando el vampiro duerme, pero no busca su pútrido escondrijo y lo aniquila, cortándole la cabeza y prendiéndole fuego. Quizá, inocentemente, espera que el vampiro muera por sí solo, o que aparezca un Van Helsing salvador: su cobardía le impide cualquier acción propia, cualquier iniciativa real, y espera. Espera en la falsa seguridad de su hogar a que el problema se solucione solo; a que la amenaza chupasangre desaparezca por arte de magia. Y, mientras tanto, cada noche el vampiro vuelve a salir en busca de nuevas víctimas; y cada mañana aparece un nuevo cadáver corrupto; y cada día son menos los habitantes del pueblo capaces de luchar y vencerle. Como en una cuenta atrás, el número de hombres se va reduciendo y el de vampiros aumenta: el predador, siguiendo su instinto de supervivencia, aprovecha la desaparición de este mismo instinto en la víctima, y campa a sus anchas por el mundo, extendiéndose, riéndose para sí; jugando al ratón y al gato. El vampiro mira desde arriba a su víctima y, al igual que el Lestat hedonista, se regodea en la tortura y el sufrimiento de su víctima, disfrutando su posición superior, su posición de predador.

El vampiro ficticio muere, dejando paso al vampiro real. La sangre, representación carnal del alma, desaparece, y con ella la conciencia del predador, el sentimiento latente de una amenaza que crece en las sombras de lo intangible, en el terreno de lo moral. El vampiro moderno es, si cabe, más peligroso que el antiguo, pues devora a miles, a millones, en cada caza. ¿A qué esperamos para defendernos? ¿A qué esperamos para salvar nuestra vida? ¿Acaso el artificio humano, la razón humana, ha llegado tan lejos como para atrofiar nuestro instinto de supervivencia? ¿Acaso hemos de vivir sólo a la luz del día, temiendo por la noche ser la próxima víctima? Somos humanos: hemos vencido la infinitud del espacio y las profundidades del mar; la sed del desierto y la enfermedad de la selva tropical. ¿Qué nos pasa frente al vampiro? Como ficción, nosotros lo creamos y nosotros podemos destruirlo. Pero hace falta valor; valor y determinación. Contra el vampiro, hace falta sangre en las venas y no la tenemos: tenemos horchata. Y el vampiro moderno ríe, porque sabe a ciencia cierta su triunfo.

Logos Espermático


13/07/2012

Dice Valle Inclán que el Logos Espermático se convierte en Numen gracias a una larva angélica. Ahí es poco: con un pelotazo lingüístico como éste, cualquiera se cae de culo antes de entender una sola palabra.

Para empezar, metámonos un poco en situación: Valle Inclán es ese tipo que pasó de la estética prerrafaelita —digamos El nacimiento de Venus de Botticelli— a una nueva estética que se sacó de la manga llamada Esperpento, más acorde con las Pinturas Negras de Goya. O sea, de lo cursi romántico a lo grotesco macabro de un plumazo. (Sólo con que vean la diferencia entre unas pinturas y otras, pueden hacerse una idea del cambio, pero si aún no les queda claro, véanse La comunidad, que es esperpento puro.) Ahora bien, por mucho que, de repente, Valle pasara de hablar de princesitas a hablar de partidos de fútbol con bebés muertos a modo de balón —véase Divinas palabras—, lo que nunca fue capaz de cambiar fue su sentido musical.

Valle es el más grande compositor en lengua española. Hijo de un momento de ruptura, juega a romper el ritmo binario propio a nuestra lengua con síncopas vocálicas y tresillos acentuales. Melódicamente, gusta de enlazar los sonidos en la fuerza de la caída a tiempo, de las sílabas trabadas por acordes de tónica en fundamental o de dominante con séptima, y realizar suaves modulaciones tonales que equilibran, como en las mejores obras de Mozart, ese diatonismo —pilar de la música occidental— con un cromatismo oscuro y barroco, remembranza de las piezas de órgano de Bach. Valle combina la claridad clásica de la cadencia perfecta con la inestabilidad del acorde romántico, de la novena sin fundamental, de la ambivalencia tonal de la dominante, y juega en sus frases con armonías duales, sugiriendo una tonalidad mayor que se revela menor en el momento clave, y a la inversa; hilando el círculo de quintas con maestría absoluta en apenas dos palabras para convertir la luz en oscuridad, la claridad en desasosiego armónico. El son lingüístico de Valle recoge las mejores sonoridades de todos los tiempos, combinando fuertes bajos nasales y vibrantes con las más sutiles y delicadas melodías de las sonoras; los ataques marcados de las sordas y oclusivas con el sugerente legatto de las laterales y sibilantes; las siniestras vocales cerradas con el brillo de las abiertas. Su música juega con la antítesis y la ambigüedad, con timbres contrarios y armonías disonantes voluntariamente irresolutas. Bebiendo de Berlioz y Stravinsky, de Beethoven y Monteverdi, Valle combina la belleza singular de cada uno para crear una nueva música, también singular y única; una música lingüística: la suya propia.

Sin embargo, la lengua no es exclusivamente sonoridad, sino también idea. “Logos Espermático” o “larva angélica” obedecen, claro está, a un desdoble rítmico de compás binario que comienza con semicorcheas y corcheas —respectivamente— para terminar en el tresillo desestabilizador de las esdrújulas; primeros tiempos en anacrusa, armonizados por sonoras y diferenciados por sibilantes y palatales, que caen a tiempo de compás en una única cadencia de oclusiva sorda; semifrases cuyo orden inverso responde al cronológico de la idea, formando una única frase marcada por la cadencia imperfecta de la vocal abierta, fecunda feminidad de sugerencia, y la cadencia perfecta de la vocal cerrada, masculina fuerza de clausura sonora: la larva angélica y el Logos Espermático dan lugar al Numen.

El Numen, murmullo cerrado e íntimo de nasales, es definido por la jerga mística como la inspiración del poeta o artista. La larva angélica es definida por Valle como la intuición estética. El Logos Espermático es ampliamente descrito sin llegar a ser definido en ningún momento. Pensemos tan sólo en la combinación léxica: musicalmente, una anacrusa de segundo tiempo completo que comienza con ataque medio de lateral, seguida por la oscuridad de dos vocales cerradas, sugerencias de una tonalidad menor que se abre en modulación hacia la dominante de la vocal media, marcada por sibilantes que suavizan la transición hacia el ataque seco de la bilabial sorda, anticipo de la resolución de la modulación en la vocal abierta. Ésta, caída al tiempo fuerte del siguiente compás, supone la tónica de la nueva tonalidad mayor, del nuevo carácter armónico reforzado por el stacatto de las sordas que ya anticipara la última nota del compás anterior con su ruptura del fraseo de la última nota de la primera parte de la frase, la segunda vocal media. Abierta, picada, la caída se dibuja así como el cierre brillante de un motivo que parece empezado por las cuerdas graves, relevado por llamadas de los metales que tornan la oscura sugerencia en una guerrera declaración de principios.

Conceptualmente, la expresión “Logos Espermático” responde al mismo cambio de fraseo, timbre y tonalidad, yuxtaponiendo dos términos de tan diferente registro. Logos, del griego, hace referencia al pensamiento y a la palabra: dualidad intelectual de lo intangible y su representación material, de una capacidad humana elevada a lo divino por los pensadores y de la única posibilidad de comunicación de la idea por medio del lenguaje. Espermático remite a la creación, a la fecundidad, pero aparece teñido de erotismo y carnalidad, de materialidad exacerbada; de apología del cuerpo y el deseo, de violencia y pasión a un mismo tiempo: nada más lejos de la connotación del nombre al que acompaña y, sin embargo, nada más cerca en una mistificación de la creación estética que busca la unidad del todo, el fin de la división del hombre en cuerpo y alma. “Logos Espermático” es una expresión que concreta en el cuerpo el deseo del alma, pero lo hace desde la combinación de dos términos independientes y hasta contrarios en su uso natural; dos términos cuya diferencia de registros, de ámbitos de uso, parecen establecerlos como excluyentes. Sólo alguien como Valle Inclán, alguien que busca la sonoridad material del lenguaje como principio estético, podría pensar en unirlos para dar nombre a un concepto tan abstracto, tan místico, tan divinizado; sólo el creador del Esperpento podría definir la iluminación del alma con una imagen erótica.

Valle Inclán es, con mucho, el gran compositor de la lengua española: juega con música y luz; juega con idea y palabra. El contraste y la modulación, la antítesis y el fraseo, la paradoja y el desequilibrio armónico y rítmico se funden en su prosa con la magia de una melodía tradicionalmente monocorde —la de la lengua española— que de pronto cobra vida polifónica; una melodía singular, nunca vista anteriormente y que nunca se repetirá; una melodía que esconde la fealdad del concepto y la herramienta lingüística bajo la sutileza de la combinación sonora, que tamiza la imagen grotesca con la belleza musical. El Logos Espermático —vehículo del alma en su proceso de encarnación y reencarnación, también conocido como pneuma— es una de sus grandes bromas, de sus grandes paradojas: mirando hacia atrás, Valle Inclán confiesa todas sus atrocidades literarias desde la mística más pura, pero lo hace desde la posición desafiante de la elección léxica que le llevó al maltrato y animalización de sus personajes, a la miseria y crueldad de las situaciones, a la búsqueda de lo feo, lo desagradable, lo grotesco en su esencia más pura. Y sin embargo, siempre en estas obras se encuentra la frase bella, el término exótico, la conciencia musical. Con Valle Inclán, la expresión «una de cal y otra de arena» cobra sentido pleno: la obra equilibra su propio horror en el diatonismo claro del lenguaje; la estética, la belleza conceptual en la disonancia cromática de la palabra. Valle Inclán es compositor del Esperpento, ¿cómo olvidarlo? ¿Cómo sustraerse a ese cinismo romántico? Imposible. Imposible reflexionar sobre la propia estética abandonándola por completo. Valle Inclán no puede evitarse a sí mismo: la expresión “Logos Espermático” es la prueba. Nada más musical y místico; nada más esperpéntico que el Logos Espermático.

Diarios de mar


10/07/2012
Y dejad que el temporal
Desguace sus alas blancas.


Dicen que lo sublime es un sentimiento de pequeñez ante la infinitud del mundo, de la naturaleza: las grandes montañas, el desierto, el mar…; la violencia de una tarde de tormenta. Cuando el hombre se encuentra frente a ellos, siente en su interior un encogimiento de sí mismo, la cerrazón de la boca del estómago; y al mismo tiempo, la fascinación por todo lo grande, por todo lo caótico e incontrolable que le rodea, que le rodeaba en su estado primitivo. La civilización, la doma del medio —la castración de la naturaleza—, el nombre de las cosas hacen al hombre moderno olvidar ese sentimiento de pequeñez, pero aún quedan reductos de sensación primigenia fuera de las ciudades.

El mar, con su extensión hasta donde alcanza la vista, es sin duda una de las grandes fuentes del sentimiento de lo sublime. Retomando a Kant, retomando la idea del velo rasgado, del desvelamiento de lo que debía permanecer oculto, la superficie contemplada desde la playa, ese azul que se confunde con el cielo, rompiendo con el constante brillo cambiante de las olas la estéril e inocua vaguedad del espacio adivinado, el mar es él mismo el velo. Masa infinita, incontrolada, bajo la aparente calma esconde un mundo de maravillas y horrores, de vida y muerte, apenas entrevisto en los cien primeros metros que se adentran desde la playa. Tras ellos, tan sólo rumores de un mundo desconocido y fascinante en el que todas las leyes de la física terrestres se ven subvertidas; un mundo prohibido al ser humano, incapaz de adentrarse en él sin la tecnología que siglos y siglos de investigación nos ha proporcionado.

¿Qué era el mar para los antiguos? ¿Qué es para los habitantes costeros, para aquellos que, lejos de hacerse eco de esos avances tecnológicos, específicos, reservados sólo a unos pocos, se enfrentan a él con las mismas armas que en tiempos pasados? La mar para el pescador es una belleza mortal, un monstruo fecundo. Tan sólo conoce de él su superficie: desde ella apenas adivina, apenas intenta entrever los secretos ocultos en sus profundidades. Sabe que de su vientre saldrá el sustento del día y por ello la ama. Pero también conoce su furia en los días de grandes olas, cuando el barco se tambalea peligrosamente en medio de una nada infinita, sin asidero ni salvación. Y conoce también su fuerza; esa fuerza arrebatadora que aleja al desprevenido de la playa, de la tierra segura, arrastrándolo allí donde nada ni nadie podrán socorrerle. Conoce también la soledad del trabajo: el ensordecedor murmullo que silencia cualquier otro sonido salvo del de las olas; el ardor del sol en la piel curtida, quemada ya; el sabor salado en los labios cortados, sempiterno gusto del que no puedrá nunca desasirse; el doloroso reflejo que sube de esa superficie informe que le rodea por los cuatro costados, aislándole en medio de la nada, de la soledad, de la muerte. El pescador conoce todo eso, y se enfrenta a ello a diario: de ese horror, de esa amenaza sale la fuente de vida, el alimento que le permitirá volver al día siguiente a enfrentarse a ese castigo divino que se repite cíclicamente con la salida del sol.

Tan sólo por la noche, en la seguridad del pie sobre tierra firme, reflexione quizá el pescador sobre la belleza del monstruo. Desde la orilla, observa de lejos su sustento de vida, y se admira de su misterio. El infinito que nace en la arena cambia de color al caer el sol, y el azul, la plata, la linea del horizonte desaparecen en la nada oscura de la noche. Solamente el murmullo de las olas, acariciando el oído, permiten adivinar lo que a la luz juzgan los ojos: rítmico, eterno, el vaivén del rompeolas en una noche tranquila torna en presencia ausente de lo que es y no es, de lo que está y no está. Ciego, el pescador escucha, y sabe si la mar está tranquila o enfurecida, si al día siguiente será benévola o cruel. Quizá, en noches de luna la línea del horizonte pueda adivinarse más allá del reflejo. En esas noches la negrura inconmesurable del cielo y el mar son divididas por la luz ilusoria del falso astro, y el pescador ve de nuevo el infinito ante sí. Desde tierra, el camino de plata sólo reservado a la noche despejada semeja una promesa de sueño y magia, un puente cristalino que recorre la inmensidad, y el pescador siente que sólo entonces podrá descifrar el misterio de las profundidades. Desde tierra, admira la belleza de la terrible fiera, olvidando la soledad a la que le obliga, la muerte con la que le amenaza, y, por un momento, el pescador piensa en el secreto que esconde y siente de nuevo la fuerza que le hace amarla y temerla a un mismo tiempo. Desde tierra, desde la seguridad del pie en tierra, la fascinación se convierte para él en una promesa de mañana que desaparecerá bajo la luz del sol, descolorida por el brillo en sus ojos doloridos y silenciada por el viento ensordecedor, maldita por los labios resecos y la sensación de ardor en la piel; olvidada en medio de la inmensidad que le acoge y le atrapa.

Tan sólo el pescador filósofo puede sentir esta fascinación. Tan sólo aquel que al atracar el barco, que al descargar la ganancia del día, vuelve los ojos a la inmensidad y se recrea en ella, en un instante de comunión, puede sentir la sublimidad de la mar. Sólo desde la seguridad de la tierra firme es posible olvidarse del yo, de la propia existencia, de la supervivencia en la nada infinita, y amarla con los cinco sentidos. Tan sólo en ese último momento de luz, antes de que la oscuridad le ciegue y la belleza y el terror se conjuguen en el sonido del constante cambio, puede el pescador recordar el por qué de su existencia, el por qué de su dolor, el por qué de su amor por ella. El crepúsculo, fin del ciclo diario, abre las puertas del alma del pescador, que sólo entonces se pregunta por el misterio que esconde la límpida superficie infinita que contempla ante él. Sólo entonces, en el segundo anterior a la total oscuridad, se revela la belleza del monstruo, del caos, de la inmensidad.