viernes, 20 de julio de 2012

Diarios de mar


10/07/2012
Y dejad que el temporal
Desguace sus alas blancas.


Dicen que lo sublime es un sentimiento de pequeñez ante la infinitud del mundo, de la naturaleza: las grandes montañas, el desierto, el mar…; la violencia de una tarde de tormenta. Cuando el hombre se encuentra frente a ellos, siente en su interior un encogimiento de sí mismo, la cerrazón de la boca del estómago; y al mismo tiempo, la fascinación por todo lo grande, por todo lo caótico e incontrolable que le rodea, que le rodeaba en su estado primitivo. La civilización, la doma del medio —la castración de la naturaleza—, el nombre de las cosas hacen al hombre moderno olvidar ese sentimiento de pequeñez, pero aún quedan reductos de sensación primigenia fuera de las ciudades.

El mar, con su extensión hasta donde alcanza la vista, es sin duda una de las grandes fuentes del sentimiento de lo sublime. Retomando a Kant, retomando la idea del velo rasgado, del desvelamiento de lo que debía permanecer oculto, la superficie contemplada desde la playa, ese azul que se confunde con el cielo, rompiendo con el constante brillo cambiante de las olas la estéril e inocua vaguedad del espacio adivinado, el mar es él mismo el velo. Masa infinita, incontrolada, bajo la aparente calma esconde un mundo de maravillas y horrores, de vida y muerte, apenas entrevisto en los cien primeros metros que se adentran desde la playa. Tras ellos, tan sólo rumores de un mundo desconocido y fascinante en el que todas las leyes de la física terrestres se ven subvertidas; un mundo prohibido al ser humano, incapaz de adentrarse en él sin la tecnología que siglos y siglos de investigación nos ha proporcionado.

¿Qué era el mar para los antiguos? ¿Qué es para los habitantes costeros, para aquellos que, lejos de hacerse eco de esos avances tecnológicos, específicos, reservados sólo a unos pocos, se enfrentan a él con las mismas armas que en tiempos pasados? La mar para el pescador es una belleza mortal, un monstruo fecundo. Tan sólo conoce de él su superficie: desde ella apenas adivina, apenas intenta entrever los secretos ocultos en sus profundidades. Sabe que de su vientre saldrá el sustento del día y por ello la ama. Pero también conoce su furia en los días de grandes olas, cuando el barco se tambalea peligrosamente en medio de una nada infinita, sin asidero ni salvación. Y conoce también su fuerza; esa fuerza arrebatadora que aleja al desprevenido de la playa, de la tierra segura, arrastrándolo allí donde nada ni nadie podrán socorrerle. Conoce también la soledad del trabajo: el ensordecedor murmullo que silencia cualquier otro sonido salvo del de las olas; el ardor del sol en la piel curtida, quemada ya; el sabor salado en los labios cortados, sempiterno gusto del que no puedrá nunca desasirse; el doloroso reflejo que sube de esa superficie informe que le rodea por los cuatro costados, aislándole en medio de la nada, de la soledad, de la muerte. El pescador conoce todo eso, y se enfrenta a ello a diario: de ese horror, de esa amenaza sale la fuente de vida, el alimento que le permitirá volver al día siguiente a enfrentarse a ese castigo divino que se repite cíclicamente con la salida del sol.

Tan sólo por la noche, en la seguridad del pie sobre tierra firme, reflexione quizá el pescador sobre la belleza del monstruo. Desde la orilla, observa de lejos su sustento de vida, y se admira de su misterio. El infinito que nace en la arena cambia de color al caer el sol, y el azul, la plata, la linea del horizonte desaparecen en la nada oscura de la noche. Solamente el murmullo de las olas, acariciando el oído, permiten adivinar lo que a la luz juzgan los ojos: rítmico, eterno, el vaivén del rompeolas en una noche tranquila torna en presencia ausente de lo que es y no es, de lo que está y no está. Ciego, el pescador escucha, y sabe si la mar está tranquila o enfurecida, si al día siguiente será benévola o cruel. Quizá, en noches de luna la línea del horizonte pueda adivinarse más allá del reflejo. En esas noches la negrura inconmesurable del cielo y el mar son divididas por la luz ilusoria del falso astro, y el pescador ve de nuevo el infinito ante sí. Desde tierra, el camino de plata sólo reservado a la noche despejada semeja una promesa de sueño y magia, un puente cristalino que recorre la inmensidad, y el pescador siente que sólo entonces podrá descifrar el misterio de las profundidades. Desde tierra, admira la belleza de la terrible fiera, olvidando la soledad a la que le obliga, la muerte con la que le amenaza, y, por un momento, el pescador piensa en el secreto que esconde y siente de nuevo la fuerza que le hace amarla y temerla a un mismo tiempo. Desde tierra, desde la seguridad del pie en tierra, la fascinación se convierte para él en una promesa de mañana que desaparecerá bajo la luz del sol, descolorida por el brillo en sus ojos doloridos y silenciada por el viento ensordecedor, maldita por los labios resecos y la sensación de ardor en la piel; olvidada en medio de la inmensidad que le acoge y le atrapa.

Tan sólo el pescador filósofo puede sentir esta fascinación. Tan sólo aquel que al atracar el barco, que al descargar la ganancia del día, vuelve los ojos a la inmensidad y se recrea en ella, en un instante de comunión, puede sentir la sublimidad de la mar. Sólo desde la seguridad de la tierra firme es posible olvidarse del yo, de la propia existencia, de la supervivencia en la nada infinita, y amarla con los cinco sentidos. Tan sólo en ese último momento de luz, antes de que la oscuridad le ciegue y la belleza y el terror se conjuguen en el sonido del constante cambio, puede el pescador recordar el por qué de su existencia, el por qué de su dolor, el por qué de su amor por ella. El crepúsculo, fin del ciclo diario, abre las puertas del alma del pescador, que sólo entonces se pregunta por el misterio que esconde la límpida superficie infinita que contempla ante él. Sólo entonces, en el segundo anterior a la total oscuridad, se revela la belleza del monstruo, del caos, de la inmensidad.

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