viernes, 29 de junio de 2012

Cocidito madrileño


Figuraos un sonido seco, agudo, discordante, producido al parecer por un hierro que cae acompasadamente sobre otro hierro; un sonido que no produce vibraciones ni eco claro y determinado, en medio del silencio de una noche, durante la cual se adormece triste una población aterrada por una gran calamidad. (…)
Esos golpes traen a nuestra mente extrañas imágenes, y entre ellas, nuestra propia imagen el día en que aquel martillo nos labre el mueble fatal: vemos reunirse las mal pulidas tablas, tomar forma de trapecio: las vemos alargarse según nuestra talla, y estrecharse de un extremo presentando una forma repugnante: vemos que se desarrolla una tela negra, se repliega y las envuelve: vemos unos galones amarillos adaptarse a las aristas: vemos una articulación y una tapa que cubre el interior y una llave dispuesta a encerrarnos en aquel recinto por una eternidad: vemos la tumba en toda su repugnancia subterránea: sentimos el peso de la tierra: nos estremece el roce de esa fría tela de raso que nos adorna interiormente, y el peso de una mano tremenda, de una losa de mármol cuya inscripción llama al transeúnte: adivinamos sobre todo esto la corona de tristes flores que se secan adornándonos; presentimos la Misa y el Requiem; presentimos la mirada indiferente del revisador de epitafios, adivinamos la naturaleza entera sobre nosotros sin que podamos verla: sobre nosotros cae el rocío; pero no nos refresca: sale la luna; pero no nos ilumina: sobre nosotros llora alguien; pero no sabemos quién es: vemos la muerte, en fin, representada en su parte de tierra, descomposición, lágrimas, exequias; representada en lo que tiene de este mundo. Nuestra imaginación llega a este punto por el ataúd, y llega al ataúd por ese pavoroso sonido que lo fabrica; por ese ruido metálico, agudo, penetrante, monótono que turba el silencio del barrio. ¡Qué horrorosas notas! Decid, señores músicos, Palestrina, Händel, Mendelssohn, cuándo habéis llevado la imaginación hasta ese punto. ¿Hay en vuestras cinco miserables líneas nada comparable a este dies irae cantado por un martillo?


Servidora reconoce que nunca se ha llevado bien con el Garbancero. Primero, porque a quién le importa el drama personal de un personaje: si fuera persona, pues hombre, un poco de empatía sí que habría, pero ¿siendo personaje? ¿Teniendo la posibilidad de quitarse el marrón de enmedio sin ningún tipo de cortapisas reales? Absurdo: para eso me leo el periódico. Segundo, porque a una le gusta viajar sin guía: a mí, que me den el mapa y ya me hago yo las rutas; pero eso de que un fulano te vaya diciendo qué mirar y qué no, y que no te deje ir a tu aire, ni de broma. Tercero, porque Tormento como lectura obligatoria en segundo de bachiller debería considerarse tortura psicológica: a mí me caía muy bien mi profe, pero nunca le perdonaré un tostón de trescientas páginas de paseos por un Madrid desaparecido y un melodrama que se arregla con un par de tortas bien dadas a los protagonistas.

¿Que a qué viene esto? Muy sencillo: porque una pretende ser profe de salvajes hormonados y, aunque tal y como van las cosas hay que consolarse con que lo que cuenta es la intención, de vez en cuando se pone a darle vueltas al asunto y se acuerda de su propia profe y lo que la odió el día en que se encontró con ese libro maldito de lomo rosa que ahora esconde en el rincón más recóndito de la biblioteca. Porque, vamos a ver, ya no es que al alumno le guste o no el temario: a quien le tiene que gustar es a la profe, que por algo es la jefa. Y esta jefa ha decidido —decidió ya en segundo de bachiller— que se niega a explicar al Garbancero como no encuentre algo suyo que le mole. Y claro, como no hay manera de quitárselo de enmedio, se dedica a buscar cosas alternativas de gusto propio, oséase: corto y no realista. (¿Que no es posible? ¡Todo es posible en la Dimensión Desconocida!)

Creo que a estas alturas no hace falta dar más datos sobre el autor porque, total, como el hombre está fiambre tanto metafórica como realmente, pues para qué perder el tiempo. Lo que importa es algo que nunca me habría esperado de un narrador tan lento, tan pesado y tan pedante —¿He dicho ya que no me llevo bien con él?—, que no hace más que describir y juzgar todo lo que ve, sin dar ningún tipo de libertad al pobre lector sufriente, que no hace más que volver la página para ver dónde diablos acaba un párrafo aparentemente eterno y sin ningún punto. Pero, miren por dónde, que aquí el amigo de repente tira por la prosa poética y nos marca divinamente el sonido seco y monótono, sugerencia de muerte y podredumbre del que habla. ¡Quién lo hubiera dicho del Garbancero, oye!

Porque claro, será el Garbancero, pero en Roma haz lo que los romanos: si nos da por un cuento de miedo, no se puede escribir igual que en uno cansino de los típicos suyos. Y es que dicen por ahí que el género del terror tiene una forma propia, una retórica particular basada en la sugestión en el lector de una sensación de incertidumbre y tensión, de un je-ne-sais-quoi malrollero que a su vez, precisamente por el mal rollo, te engancha. Según el grande entre los grandes, el señor Poe, la mejor forma de crear esa sensación es a través del espacio, gracias a la construcción visual de un escenario amenazador que provoque en el mismísimo protagonista el desasosiego pertinente, que será con el que el lector se identifique. Claro que esa amenaza puede ser real —monstruos, asesinos, etc.— o pueden ser rayadas mentales de un personaje “excesivamente sensible al entorno”, que es lo que a Poe le molaba.

Por otro lado, esa sensación también se crea por hacer que el personaje se sienta pequeñito frente a una amenaza incomprensible o incontrolable. Es lo que algunos llaman lo sublime, que básicamente se resume en que el ser humano se cree el rey del mambo del mundo, controlándolo y racionalizándolo todo, pero en el momento en el que se encuentra con algo que escapa a su concepción del mundo, algo que le resulta incomprensible, se caga de miedo: la noche, la muerte, lo sobrenatural, lo divino…; todo aquello que no ilumine la razón se convierte en amenaza y el hombre se siente como un pobre animalito, pequeño e indefenso ante ella. Pero ¡ay, amigo!, todos sabemos que la curiosidad mató al gato, eso incomprensible provoca a la vez un asombro que, de nuevo, engancha. Bueno, engancha al lector, que como está tranquilamente en su casa, a una distancia prudencial del peligro, y como es un morboso, pues disfruta viendo al pobre personaje pasarlas canutas: si el lector estuviera realmente en el lugar del personaje, otro gallo nos cantaría.

Pero vayamos al grano: ¿cómo y por qué servidora ha conseguido reconciliarse con el Garbancero después de toda una vida? No tienen más que leer la cita: la oscuridad envolviendo al lector con los apelativos en primera persona del plural; el ritmo de los martillazos en la frase corta y seca; la pequeñez del ser humano ante la muerte, reflejada en la fria y objetiva construcción del ataúd, en la preparación de toda la parafernalia mortuoria. El Garbancero sabe lo que se hace: sonido e imagen a través de la palabra; la construcción de la sensación en paralelo a la del «mueble fatal», y ese mal rollo que hace sentir el pensar que sí, que a todos nos caerá esa breva tarde o temprano. Asusta, ¿eh? Mucho más que cualquier melodrama tostón de los suyos. Y si encima, el día que toque explicarlo, el cielo está cayendo sobre nuestras cabezas y se va la luz, la clase nos queda niquelada.

Ahora bien, esto es como todo: el Garbancero habría tenido unos problemas del copón con la SGAE. Plagio es poco para lo que él hace. Porque, ¿no les suenan de nada esas apelaciones a la imaginación del lector, esas digresiones tipo what if (it was you)? ¿Y esas referencias musicales concretas? ¿Y ese desvelamiento del proceso de creación de la sensación en la propia escritura? Porque a servidora le suenan un montón. Y le suenan a alemán, a segundo Romanticismo. Entre eso y otro parrafito por ahí —«Cuentan que para atormentar a un criminal a quien no se quiso arrancar la vida, se le encerró en una celda, a donde no llegaba la voz de ningún ser viviente; cuidaron de que ningún rumor externo llegase a sus oídos y en el techo de la celda colocaron un reló cuyo péndulo marcaba con horrorosa monotonía los segundos y prolongaba un sonido seco, penetrante, acompasado siempre, por espacio de horas, días, meses y años. Ese criminal se volvió loco.»—, una se plantea muy seriamente los pleitos en los que el pobre Garbancero se podría haber metido. Claro que es el Garbancero, y hay que perdonárselo y pasar estos detalle por alto: no nos queda otra si no queremos auto-torturarnos con tostones interminables. ¿Que no es su estilo? No, claro, ése es el quid de la question: buscamos un Garbancero light. Pero Garbancero al fin y al cabo: ¿me dirán ustedes que de aquí no se sacan los rasgos fundamentales de su estilo personal? ¿Me dirán que una vez bien trabajado el alumno no va a ser capaz de reconocerlo en cualquier otro texto? ¿Me dirán que no es más ameno trabajar con un textito tan majo mejor que con una lista de nombres, títulos y fechas; de características generales en abstracto? ¿Me dirán que no se cazan más moscas con miel que con vinagre, que no es más divertido un cuento de miedo que un melodrama de personajes atontados? Total, si el cocido nos lo vamos a tener que comer igual, ¿porqué atormentarnos? Y si los salvajes hormonados no ponen de su parte, es cosa suya: aquí la jefa se lo piensa pasar como una enana haciendo bien los deberes. Literalmente, se lo piensa pasar de miedo.

sábado, 16 de junio de 2012

De mundos subacuáticos




 Digamos que un libro es como una pecera tropical: uno puede vivir en Noruega, muerto de frío, andando como un pato para no resbalarse con el hielo y sufriendo en cada inspiración la puñalada de Artico que entra por la nariz, pero no puede exigir que en la pecera tropical pase lo mismo. En la pecera tropical la vida es diferente; es una vida bajo del mar: para empezar, hace una temperatura caribeña estupenda y todo es de colores brillantes, no blanco y blanco y un poco de negro. Además, los habitantes de la pecera no pelean con el terreno al andar ni se mueven exclusivamente en horizontal porque la gran mayoría nadan —menos los cangrejos, que sí andan, pero como lo hacen hacia atrás, tampoco nos podemos comparar con ellos— , y pueden hacerlo a diferentes profundidades, según les venga en gana. Por último, todos lo sabemos, los peces no respiran por la nariz, sino por detrás de las orejas.

Podríamos seguir horas y horas estableciendo diferencias entre la vida submarina y la terrestre pero, a la postre, esto sólo nos llevaría a retrasar una conclusión lógica que todo el mundo conoce: hablamos de dos mundos que no se pueden medir por el mismo rasero. Un terrestre no puede —no debería, al menos— valorar la vida de un acuático en función de la suya propia, porque en cada uno de los mundos la dinámica sigue leyes propias y exclusivas. De la misma manera, un ser real —llamémosle persona, aunque haya mucho personaje por ahí suelto— no debería juzgar a un ser ficcional basándose en si éste puede o no puede hacer algo según el mundo real, puesto que no pertenece a él, sino a un mundo de ficción con leyes propias que, a lo mejor, sí permiten respirar por las orejas o moverse verticalmente.

Esto, que ahora parece tan lógico, no lo era tanto hace unos cuatro siglos: bien es cierto que, desde el principio de los tiempos, hemos visto en los libros personajes y mundos que difieren del nuestro, plagados de magia y de seres fantásticos que el lector sabía que no iba a encontrar fuera de esos relatos o de otros similares. Sin embargo, había un pequeño matiz al respecto: en el principio de los tiempos, estos seres no respondían a un afán literario lúdico, sino, más bien, mítico; es decir, religioso. Igual que nosotros los cristianos tenemos a un Fulano que vuelve de entre los muertos —¿Cómo era aquello? ¿Un zombie judío cósmico que puede hacerte vivir eternamente si cometes antropofagia simbólica con él? Creo que era así.—; los antiguos tenían dioses que lanzaban hechizos y creaban y héroes bastardos que se enfrentaban a los seres malrolleros creados con magia a base de juntar trozos de animales reales en plan Frankenstein. Para que nos entendamos: la diferencia entre, pongamos, Poseidón y Ulises, y Saruman y Aragorn no está en el carácter fantástico de los personajes y sus mundos, sino en cómo la cultura que los ha creado los toma como cuentos religiosos —en los que hay que creer— o como ficciones para entretenerse un rato. Porque, claro, a ver quién es el guapo que duda de los dioses y se arriesga a que le manden un rayo vengativo que le abra la cabeza.

La magia y la fantasía, por tanto, pertenecían a los dioses: existía de verdad y estaban recogidas en libros sagrados que narraban las historias de esos dioses —como la Biblia, más o menos—. Sin embargo, esos libros, que legitimaban la fantasía como verdadera, no eran ficción. Ficción era lo escrito por los hombres y que, como tal, debía reflejar el mundo de los hombres: y aquí es donde aparece Aristóteles con su mimesis y la lía parda hasta el siglo XVIII.

Hemos de decir, en defensa de Aristóteles, que el que la lía no es él, sino los ceporros cristianos que lo malinterpretaron: el problema de las religiones monoteístas es que, al igual que imponen un sólo dios —lo de busque, escoja y compare no les va mucho—, con las ideas ocurre un poco igual, y al que no esté de acuerdo, a la hoguera. Total, que cogen al pobre Aristóteles por banda, con su idea de la imitación del mundo y de que lo mejor en un libro es lo verosímil, lo creíble —aunque sea imposible, si es creíble nos vale—, y lo plantan como credo literario: el que se salga de ahí, a los tiburones. Y claro, todo es cuestión de supervivencia: como en todos los regímenes totalitarios, la gente agacha la cabeza y obedece como borregos por miedo a la represalia que, en este caso, eran las malas críticas y el fracaso editorial del libro en cuestión que se saliese por la tangente.

Salirse por la tangente, en esos momentos —más o menos a partir del XVI, que fue cuando se descubrió a Aristóteles— era meter en la literatura lúdica la misma magia y seres fantásticos que, en tiempos de Aristóteles, se legitimaban religiosamente. Claro, si llegan los amigos cristianos y se ventilan a todo el Olimpo, ya no hay cabida para este tipo de mundos en el ámbito de lo escrito —recuérdese: el texto sagrado es fantástico; el ficcional, realista—, ergo hay que tomarse la dichosa mimesis al pie de la letra y desterrar cualquier producto de la imaginación —los Frankenstein; o los pegasos, que diría Hume—. Pero tú dile eso a un romántico, que los colegas son revolucionarios per sé: después de cuatro siglos de castración imaginativa, ¿a quién le extraña una Revolución Francesa literaria? ¡Abajo el tirano! ¡Abajo la mimesis! ¡Abajo el realismo! ¡Viva la República Independiente de la Imaginación!

Bueno, realmente, no fue una Revolución Francesa, sino alemana: los franceses en ese momento eran los malos, los que habían manipulado lindamente al pobre Aristóteles y lo habían enarbolado como bandera. Y claro, el resto de Europa estaba que trinaba; especialmente los ingleses: ¿a qué, estos estirados empelucados y empolvados —empeñados en llevar tacones, con lo incómodos que eran— iban a imponer la moda? ¿A qué estos ceporros que negaban los placeres de la carne y del vino iban a imponernos que la única verdad es la de las ideas? ¡Malditos católicos idealistas! Eso, por lo menos, pensaba Hume, quien defendía que no, que si la realidad es lo que nos rodea, sólo se puede percibir por los sentidos, y que, por tanto, cualquier cosa que no salga de los sentidos es mentira podrida, películas que nos inventamos basándonos en eso que perciben nuestros sentidos; es decir, que cualquier cosa que pensemos es ficción, porque como no viene de nuestros sentidos —que de qué va ser mentira lo de sexo, drogas y rock’n roll—, sino de nuestra mente, y como ésta es calenturienta por definición, cualquier producto suyo son cuentos chinos que nos sacamos de la manga.

Realmente, no es Hume quien cambia la visión de la literatura, sino Kant: el alemán lima asperezas y, aplicándolo a lo escrito, decide que es verdad, que si es producto de la mente —y por tanto, ficción—,  ¿a qué viene lo de la mimesis imperativa? Aquí, cada uno que piense lo que le dé la gana, y que escriba lo que piense: si se parece a la realidad, bien; si no, ¿por qué juzgar la pecera tropical según las leyes vitales de Noruega? ¡Vaya una forma de cometer pececidio! Total, que el resto de alemanes se apuntaron a la defensa de los peces tropicales y a la libertad de imaginación en la literatura: ¡si yo quiero meter un pegaso, lo meto, oiga! ¡Y si me da por hadas y brujas y Once upon a time, también! ¡He dicho!

Obviamente, podrán comprender que para todo creador es mucho más satisfactorio escribir lo que él quiere y no lo que le imponen los demás —y menos los franceses empolvados—. Así que, desde entonces, sus peces fueron libres de respirar con las orejas y de moverse en vertical, sin miedo a ser condenados al horno por mal comportamiento desde el punto de vista de los terrestres. Happy ending para Nemo: la magia y la fantasía no necesitan ya legitimarse gracias a la religión, sino que ellas mismas, el placer estético que provocan son suficientes. La ficción literaria es libre para presentar todo aquello que quiera presentar, todos los Frankensteins que se les puedan ocurrir a los autores. ¿Su justificación? Si todo producto de la mente es ficción —pálida sombra del hecho real aprehendido por los sentidos pero incognoscible en sí mismo—, y la literatura es uno de los productos de la mente, ¿qué necesidad de intentar imitar una realidad que realmente no podemos ni siquiera conocer? La literatura es imaginativa por definición y, por tanto, libre de cualquier atadura con la realidad.

Esta libertad de la pecera llevaría, en el siglo XX a plantear la ficción literaria como un mundo posible. A ver cómo explicar esto: el hecho de que un autor noruego pueda tener una pecera tropical en su casa no obliga a que todas las peceras sean iguales; un autor puede decorar, simplemente, con algas; otro puede montarse una pecera de esas horteras, con un barco hundido y una sirena tetona fosforita; otro puede decidir que, en lugar de peces, mete un lagarto, o una tarántula; y así. Es decir: la pecera, en sí misma, no es sino el contenedor de un mundo diferente de lo que hay fuera de ella, pero el recipiente, como tal, no impone el contenido, que puede multiplicarse al infinito según la imaginación del autor noruego que vaya a montarlo—hemos dicho una pecera tropical, pero puede ser un terrario desértico, un acuario con una charca amazónica, o cualquier ecosistema impropio de Noruega—. La libertad del autor consiste en la elección del contenido de su libro, pero, aun así, necesita un mínimo de coherencia interna: igual que no puedes meter un escorpión egipcio en una acuario para ranas brasileñas —más que nada porque se ahoga—, el autor no debería meter un coche en la Edad Media, porque los personajes se te vuelven locos o la espichan del susto. Otra cosa es que hablemos de Los Picapiedra y que la pecera que nos vendan sea la de la vida normal de los años 60 con vestuario y escenografía troglodita. De hecho, eso es una de las claves para que el invitado del autor noruego entienda algo de lo que pasa en su pecera: todo mundo posible necesita un anclaje con el mundo real, algo que el lector reconozca —desde problemáticas humanas existenciales hasta modos de vida— aunque sea el detalle más nimio. (En este caso, yo me quedaría con la aspiradora y el cine de coches ese tan genial con el que termina la intro.)

En cualquier caso, la pecera tropical —el mundo posible— se caracteriza por no obedecer obligatoriamente a las leyes que rigen la vida de Noruega: el autor se la monta como a él le da la gana y mete en ella lo que quiere. Es un mundo completamente autónomo, que sigue sus propias reglas, y que, como producto de la imaginación, no tiene por qué parecerse a la realidad. Es más: si el diseñador de peceras decide que quiere montarse una charca de agua salada y meter ranas brasileñas y peces tropicales, puede hacerlo, siempre y cuando encuentre la combinación adecuada para que no se le mueran ni unos ni otros. La pecera, en tanto producto de su imaginación, no tiene más que seguir la regla de la supervivencia del ecosistema: para lo demás, imaginación a piacére.

Decíamos más arriba —creo que al principio— que los libros son como peceras tropicales. También pueden ser otras muchas cosas, pero eso no quita que la pecera sea una buena imagen: el lector es como el visitante del acuario, que observa el interior de un cacharro de cristal en el que alguien ha creado todo un mundo totalmente aíslado, completamente diferente de aquel en el que vive el visitante del acuario. Hoy en día, quizá hayamos perdido de vista la maravilla de contemplar un mundo subacuático, o tropical, o desértico, porque lo vemos constantemente en otros medios como la televisión, las noticias e internet, o incluso porque podemos viajar a esos sitios y verlos in situ, pero pensemos en los primeros acuarios; pensemos en las primeras personas que pudieron admirar, en vivo y en directo, esos seres raros y fantásticos, tan diferentes al ser humano, tan diferentes al clima noruego; pensemos en el axolotl de Cortázar. Si los acuarios nos acercan mundos reales pero, tan diferentes al nuestro, que adquieren tintes de magia y fantasía, ¿qué no podrá la imaginación, con sus Frankensteins y sus pegasos, con sus Poseidones y Aragorns? ¿Qué no podrá la reina de los mundos posibles, la creación en sí misma? ¿Tenemos, acaso, derecho a constreñirla, a reglarla, a empobrecerla obligándola a que refleje un mundo exactamente igual que el nuestro? Eso es convertir la pecera en ventana y, teniendo ventanas en casa, ¿quién va a disfrutar diseñando un acuario en el que vea la casa de enfrente? ¿Quién visita un acuario para ver lo mismo que ve desde su habitación? No queremos ventanas: queremos peceras tropicales en Noruega. ¡Viva la República Independiente de la Imaginación! ¡He dicho!

domingo, 10 de junio de 2012

Animal i-racional




En el siglo XVIII se postulan tres visiones del ser humano (y que conste que lo pongo en minúscula adrede, porque creo que no nos merecemos una mayúscula): el hombre es un lobo para el hombre; el hombre es un animal racional; y el mito del buen salvaje —el hombre es bueno por naturaleza, pero la sociedad lo corrompe). Estas visiones, aparentemente contradictorias, no lo son tanto.

Empecemos por la primera: decir que el hombre es un lobo para el hombre nos acerca a la concepción del hombre como animal. Y nada más alejado de la verdad: aunque no lo parezca, el hombre sigue teniendo instintos tan fuertes que la razón no puede con ellos. Los que siempre nombran son, por supuesto, los de supervivencia de la raza —alimentación y reproducción—, pero hay uno bastante más interesante: el instinto de propiedad. Cojamos el ejemplo del león: la defensa de su terreno y de su hembra, la protección de sus crías. Y más aún: la búsqueda de una posición superior en la manada.

Bien es cierto que la posición superior viene, en el caso del león, dada por la fuerza: el que más zurra, más arriba está. No hay más que ver los típicos documentales en los que el león joven se enfrenta al viejo, al jefe de la manada, y entablan una lucha a muerte por la dirección de la manada. El ser humano funciona igual: aún no hemos sido capaces de controlar ese instinto y, por eso, seguimos comportándonos como animales. Somos lobos que buscamos la mejor posición en esa manada que llamamos sociedad. No podemos luchar contra ello: como animales, mantenemos el instinto; es inherente a nosotros. Sin embargo, en nuestro caso, esta posición —que podríamos llamar de dominio— se consigue por otros medios, y es ahí, precisamente, donde entra lo de que el hombre es un animal racional.

Dicen que la pluma es más fuerte que la espada, que el diálogo mejor que la violencia. La palabra es lo que nos diferencia, realmente, del resto de los animales: por ella, y sólo por ella, podemos comunicar los productos de esa facultad racional. Pero eso no quiere decir que, por el hecho de funcionar racionalmente, dejemos de ser animales: desgraciadamente, la mayor utilidad que la razón tiene en la manada es su uso para alcanzar las posiciones de dominio que exige el instinto animal. Negar esto en el país de la picaresca es de colleja: desde la novela del siglo XVII hasta la realidad de hoy en día, vemos día tras día cómo los que llegan arriba lo hacen gracias a la astucia y al engaño, dos cualidades directamente derivadas de la capacidad racional. Frente a la fuerza bruta animal, el hombre ha postulado leyes: reglas artificiales expresadas con palabras, impuestas por los sujetos en posición dominante para justificar y salvaguardar esa posición frente a la manada: el león viejo defiende su poder. Frente a la fuerza bruta animal, el hombre planea y convence: la capacidad racional sirve para buscar planes de acción que, excluyendo la violencia — y quedando así legitimados—, permitan aprovechar o sortear esas leyes para subir su posición: el león joven reta al viejo, y lo hace analizando las reglas del juego, los pros y los contras, y volviéndolo en contra de éste.

Sin embargo, hay un pequeño problema: somos lobos, no leones. Personalmente, estoy en contra de la imagen negativa del lobo, pero eso no cambia la connotación que, tradicionalmente, hemos adjudicado a este animal: traidor, agresivo, peligroso; el lobo, supuestamente, solitario, se preocupa tan sólo de sí mismo, sin importarle los demás. La gracia es que ésta es una visión errónea, como sabrán todos los que hayan visto documentales sobre lobos ­—o, en su defecto, El libro de la selva de Disney—: el lobo, como el león, vive en manada, y sus acciones obedecen a un instinto irracional que, en ningún caso, incluye el ataque a los de su propia manada: los animales tan sólo defienden lo que es suyo por cuestiones de supervivencia; es matar o morir. El hombre, sin embargo, es peor: el hombre ataca a los de su propia manada y lo hace, precisamente, porque ésta es tan complicada, y las posiciones dominantes están tan aseguradas, que para llegar a ellas es necesaria primero una agresividad para con los competidores que supera con muchas creces la de los animales. El problema no es la lucha del león viejo y el joven; el problema son la múltiples luchas entre los leones jóvenes por llegar a enfrentarse al viejo.

Es ahí donde entra el mito del buen salvaje: el hombre es corrompido por la sociedad. La complejidad de la manada es tal que, para sobrevivir y prosperar en ella, hemos de ser mucho más crueles que en una simple manada animal, de apenas, cuánto, ¿veinte sujetos? Nuestra manada tiene miles, millones de individuos, y es por ello que la razón sutituyó a la fuerza como forma de ataque: la fuerza sólo afecta en un cuerpo a cuerpo, a corta distancia; la razón puede acabar con un sistema completo simplemente por ponerlo en duda. Frente a la destrucción física, el poder de convencimiento verbal: la pluma es más fuerte que la espada.

Ahora bien: al del buen salvaje se le olvidó un pequeño detalle y es que, en la naturaleza, también existe ese mismo afán de superioridad que el hombre tiene y que se lleva hasta el extremo en la vida social. Recordemos que, en todo momento, hablamos de instintos: otra cosa es que, puesto que la manada animal es más sencilla, la forma en que los instintos se satisfagan sea diferente. Pero en ningún caso este instinto se anula: el hombre sigue siendo lobo, sigue siendo animal, y no puede luchar contra su propia naturaleza. La razón, gran diferencia con el resto de animales y desarrollada fundamentalmente en el marco cultural y social, no es sino la forma de supervivencia en una manada que, precisamente por esta capacidad diferenciadora, tiene un funcionamiento particular. Y esto pone de manifiesto, nada más y nada menos, que el instinto más básico de todo animal: el de supervivencia.

Animal racional parece, por tanto, la mejor definición para el género humano: animal porque obedecemos a los mismos deseos y necesidades que el resto de animales; racional porque ese rasgo distintivo es el que se basa el funcionamiento de nuestra manada. Los comportamientos son los mismos, pero la forma de realización cambia. La pregunta, entonces, es hasta qué punto, en esa naturaleza que combina lo instintivo y lo intelectual, podemos autodenominarnos como racionales: si la razón, en la mayor parte de los casos, es utilizado para satisfacer un deseo irracional, ¿cuál de las dos caras domina y dirige nuestras acciones? ¿Nos guiamos realmente por esa capacidad racional o sólo la ponemos al servicio de los instintos irracionales? ¿Es la razón capaz de controlar los instintos, o sólo los encubre y justifica ante la manada? ¿Somos quizá más animales de lo que nos gustaría creer y utilizamos esa razón para autoconvencernos de una falsa superioridad?

Puesta en duda esta capacidad, cuyo simple cuestionamiento ya nos establece como racionales, un último detalle: hasta el momento, hemos hablado de instintos como la supervivencia o la búsqueda de la posición dominante en la manada. Realmente, la gran diferencia con los animales no reside en nuestra capacidad de control de los instintos, sino en algo mucho más grave: el hombre no mata por supervivencia, sino por placer. En el caos social, en la magnitud de la manada, el hombre ha perdido de vista el objetivo con el que ataca a los otros individuos: la dominancia no se busca ya por necesidad, por jerarquía instintiva para la supervivencia dentro de la manada; la dominancia se busca como fin en sí mismo, como placer añadido. La transformación más visible que la razón ha provocado en nosotros es la construcción de una manada que, al sobrepasar el plano físico, al cuestionarse el mundo y al establecerlo como oposición frente al yo pensante, cae en el caos de la fragmentación, de la falta de jerarquía: el individuo, sujeto cogitans, no es ya parte de la manada, puesto que ésta desaparece como grupo, convirtiéndose en mosaico de elementos inconexos. Luego, si no hay manada como tal, no hay sentido de la propiedad grupal: el hombre no mata por defender la manada o las crías, mata porque sí; y mata a los semejantes no porque amenacen la manada, sino porque, al no existir ésta, no los reconoce como semejantes. El hombre es un lobo para el hombre, pero no un lobo real: es el lobo que él ha construido; el lobo solitario, independiente, agresivo; el lobo de los cuentos. Animal racional, es precisamente la razón lo que lo animaliza, pues con ella se destruyen los instintos más básicos de la naturaleza: matar por supervivencia, nada más. Instinto sublimado por la razón, pero aún latente, empeorado por la manada —o precisamente por su ausencia—, el ser humano no es animal, pues su arma es la razón; pero tampoco es hombre, pues es predador cruel de los suyos. Quizá, y sólo quizá, esta contradicción debería plantear una nueva definición del hombre que incluyera ambas facetas: animal i-racional.

sábado, 2 de junio de 2012

Cervantes para adolescentes



[Entra la profesora a clase. Bajo el brazo, algo cuadrangular y plano, tapado con un trapo. Deja el bolso en la mesa y sube la sorpresa encima, mostrándola a los alumnos. Éstos la miran expectantes.]

Chicos, os traigo el Retablo de las Maravillas. ¡Chun-chun-chún! [Pausa dramática. Recorre la mirada por las caras curiosas y atentas.] ¿A que no sabéis lo que es? [Pausa de nuevo. Sonríe. Con tono emocionante, continúa explicando.] Pues el Retablo de las maravillas se llama así por las maravillosas cosas que en él se enseñan y muestran. Lo fabricó y compuso el sabio Tontonelo debajo de tales paralelos, rumbos, astros y estrellas, con tales puntos, caracteres y observaciones, que tan sólo aquellos que no sean unos setas y unos rancios podrán ver las cosas jamás vistas ni oídas que en él se muestran. [Pausa.] O sea, que aquel no vea lo que hay en el retablo, ya sabe lo que hay. ¿Vale? [Los alumnos asienten.] Pero para eso, tenemos que quitar las mesas de enmedio, porque uno nunca sabe lo que va a salir del Retablo, y lo mismo necesitamos espacio. Así que, ¡hala!, echadlas a la pared. [Los alumnos se ponen de pie y empiezan a desmontar la clase. Murmullos y risas. Cuando terminan, se quedan parados junto a las mesas. Expectación y curiosidad.] ¿Ya estamos preparados? ¡Atención, señores, que comienzo! [Con gesto teatral, retira el trapo y deja ver un marco vacío. Los alumnos se miran. Tono profundo y actitud de bruja invocando espíritus.] ¡Oh tú, quienquiera que fuiste, que fabricaste este retablo con tan maravilloso artificio, que alcanzó el renombre de las maravillas por la virtud que en él se encierra! Te conjuro, apremio y mando que luego incontinenti muestres a estos señores algunas de las tus maravillosas maravillas, para que se regocijen y tomen placer sin escándalo alguno. [Pausa. Se ha ido alejando, pero no mucho. De repente, señala el marco vacío.] Ea, que ya veo que has otrorgado mi petición, pues por aquella parte asoma la figura del valentísimo Sansón, abrazado con las colunas del templo, para derriballe por el suelo y tomar venganza de sus enemigos. [Hace gestos como para pararle, y luego se cubre, apartándose y acercándose a los alumnos, que también se alejan del frente de la clase.] ¡Tente, valeroso caballero; tente, por la gracia de Dios Padre! ¡No hagas tal desaguisado, porque no cojas debajo y hagas tortilla tanta y tan noble gente como aquí se ha juntado! [Se vuelve a los alumnos y, apremiándoles, casi empujándoles.] ¡Corred, corred! ¡Que viene y nos zurra! ¡Para allá! ¡Vamos, que viene! [Al principio, reticentes y como sin entender lo que pasa, empiezan a moverse por la clase, alejándose del lugar donde ella señala el peligro. Risas festivas.] ¡Ay, dios mío! ¡Que sale el mesmo toro que mató al ganapán en Salamanca! [A un alumno que no se mete en el juego, como cubriéndole.] ¡Guárdate, hombre! ¡Guárdate! ¡Dios te libre! ¡Dios te libre! ¡Corred todos! [De nuevo carreras y risas. Tropezones y golpes con las mesas arrinconadas. Una silla cae al suelo.] ¡Y mirad! ¿Lo veis? [Señala de nuevo, haciendo un movimiento que parte del marco vacío y guía la mirada de los alumnos.] Esa manada de ratones que allá va deciende por línea recta de aquellos que se criaron en el Arca de Noé; dellos son blancos, dellos albarazados, dellos jaspeados, y dellos azules, y finalmente, todos son ratones. ¿Los veis? ¡Cuidado, que muerden! ¡Subíos a las mesas! ¡Rápido! [Empujones, carreras. Todos corren, buscando un sitio libre sobre las mesas e intentando evitar el espacio que la profesora ha señalado. De nuevo dirige la mirada hacia el marco y se lleva las manos a la cara, como tapándola.] ¡Ay, la virgen! Y allá van hasta dos docenas de leones rampantes y de osos colmeneros. Todo viviente se guarde, que aunque fantásticos, no dejarán de dar alguna pesadumbre, y aun han de hacer las fuerzas de Hércules con espadas desenvainadas. ¡Huid! ¡Huid! ¡Que os comen! [Se resguarda detrás de una mesa. Algunos la imitan, otros corren por la clase. Están en plena fiesta cuando llega el conserje. Todo el mundo para y mira hacia él.] ¡El conserje! ¡Esto también es obra de Tontonelo! ¡Corred, niños, que si viene del Retablo a lo mejor no es el conserje, sino un alien que ha tomado su forma para engañarnos y lavarnos el cerebro! [El conserje mira con cara de pocos amigos. Los alumnos ya no saben si tomárselo en serio o no. La profesora se acerca a él y lo examina. Se dirige a los alumnos.] Vale, creo que no es un alien. [El conserje parece cada vez más enfadado. La profesora se dirige a él.] No te mosquées, porfa: es que estamos dando Cervantes y con todo lo que sale del Retablo de las maravillas, cualquiera sabe si eres real o no. [Cejas enarcadas del conserje. Dice algo sobre el ruido.] Sí, sí, no te preocupes, que ya paramos. Si era sólo para introducir el tema un poquito. [El conserje dice algo más y se va. La profesora a los alumnos.] ¿Veis? El conserje sí que es un seta y un rancio. [Para un momento para pensar. Mira la hora.] Bueno, si hay que recolocar todas las mesas, se nos va la hora, así que coged las libretas y sentaos en el suelo. [Los alumnos obedecen. Ella vuelve a la mesa del profesor. Bebe agua antes de continuar.] Bien, pregunta técnica: ¿en serio habéis visto a Sansón, y el toro, y los ratones y los leones? (…)¿No? ¿Y entonces por qué habéis corrido como si os persiguiera el diablo? (…) Ah, porque yo decía que estaban ahí. [Pausa. Gesto de cada-loco-con-su-tema.] Pero no estaban, ¿no? ¿Y por qué me habéis creído entonces? [Por las respuestas de los alumnos, se sonríe.] Divertido. Jeje. Eso me gusta. [Pausa de nuevo.] O sea, que os habéis creído un cuento chino porque os lo estabais pasando pipa corriendo de un lado a otro. [Les mira. Sonríe con picardía. Se levanta y se acerca a la ventana. Cotillea el patio y vuelve a mirar a sus alumnos. Sigue sonriendo.] ¿Sabéis que el Quijote es el primer jugador de rol en vivo de la historia? [Caras escépticas. Algunas risas. Silencio y expectación por lo que siga.] ¡Es verdad! El Quijote es un tipo que de repente un día llega y dice: «Voy a jugar a ser caballero andante.». Total, que se busca un caballo y una armadura y se va por medio de La Mancha, con toda la calorina, a buscar las típicas aventuras de los caballeros andantes: que si doncellas en apuros, que si caballeros con los que batirse, que si unos gigantes… ¡El tío se lo pasa genial! [Pausa. Risas de los alumnos.] Es como nosotros con el Retablo: ¿que no hay ratones? ¡Qué más da! Corremos igual. ¿Que no sale un toro? ¡Y qué! ¡Nosotros, como si sí. ¿Y los leones? Si hubieran sido de verdad, habríamos salido pitando, ¿no? ¡Pues ya está! ¿Para qué vamos a necesitar que lo sean, si con imaginarlo nos basta! ¡Y lo que nos hemos reído! ¿Y que el conserje bufa y dice que estamos pirados? ¡Pues peor para él, que es un seta! [Se ha ido moviendo por la clase. Pausa. Observa a los alumnos, que están atentos.] Pues al Quijote le pasa igual: él no necesita que sus enemigos sean de verdad, con imaginárselos va que se mata. El truco no es que sean reales, sino creérselos y jugar a que lo son. Lo que pasa es que, claro, nosotros somos un copón y medio contra un sólo conserje, y el Quijote es él sólo contra todo el mundo. Y ya sabemos que esto es una democracia, y si todo el mundo dice que está loco, pues está loco. Pero no es verdad, no está loco: sólo está jugando al rol. [Pausa para pensar.] Claro, que hoy en día, a los jugadores de rol también se les considera pirados. [Como desechando la idea.] Pero eso es porque la gente es una rancia y necesita ver para creer, y no: se puede creer en algo que no existe y uno es tan feliz. En eso consiste tener imaginación, ¿no? En jugar a creer en algo que no existe. Vamos, creo yo. [Vuelve a la mesa a por agua: dedicarse a correr con el calor de mayo no ha sido buena idea.] Total, que el Quijote se dedica a eso. Pero claro: no todo el mundo piensa que está loco. Ahí tenemos a Sancho, que le sigue el rollo y se va con él como su escudero. [Comentario de un alumno.] Vale, sí: lo hace por las perras y la ínsula, pero aun así juega, ¿no? ¿Y por qué? ¿Por qué decide jugar? (…) Más fácil todavía. [Pausa, esperando respuestas.] ¡Jolín! ¡Pues porque el Quijote le convence! Porque el Quijote le cuenta un cuento chino —el de la ínsula— y Sancho se lo cree y decide acompañarle. ¡Igual que vosotros con el Retablo! ¿Yo os digo que hay leones? Pues me seguís el rollo y echáis a correr. Os lo creeréis o no, pero habéis corrido. Pues Sancho es igual. [Pausa.] Y luego, en la segunda parte, hay más personajes que le siguen el rollo y juegan a las caballerías: Sansón Carrasco se disfraza también de caballero y le reta a un duelo; los duques le tratan como antes se trataba a los caballeros andantes y hasta le dan a Sancho la ínsula. ¡Incluso Sancho se inventa un hechizo para Dulcinea! En la segunda parte, Don Quijote ya no juega solo. [Pausa, como si de repente se acordara de algo.] Uy, y se me olvidaba lo de Dulcinea. Dulcinea es la amada imposible del Quijote. Porque ya sabéis que todo caballero necesita una dama por la que luchar, que si no, pues vaya caballero cutre. [Gesto de a-ver-si-no.] Pero, claro, Dulcinea sigue siendo parte del juego, y el Quijote se la ha sacado de la manga que da gusto. De hecho —¡ja!— Dulcinea tiene truco: igual que los gigantes famosos salen de unos molinos que el Quijote se encuentra por ahí, Dulcinea está basada en una de su pueblo. Total, que se le plantea un problema: está basada, pero versión libre, ¿vale?, y realmente, Dulcinea no se parece a la pava para nada. Pero llega un momento, que están por ahí en medio de la sierra Don Quijote y Sancho, y Sancho le pregunta que quién es Dulcinea. Y el Quijote le dice que es la chica esta, que se llama Aldonza Lorenzo. Total, que la pifia vilmente, porque, en ese momento, al decir en alto el referente real de su amada ideal, [Con énfasis.] al quitarle el encanto de la dama y convertirla en campesina, Dulcinea se eclipsa. Porque, para Sancho, Aldonza y Dulcinea son la misma, y por tanto, sólo es una campesina sobre la que Don Quijote ha proyectado su dama. [Pausa dramática.] Pero no pasa nada, porque entonces coge el Quijote y dice: «Ah, ¿si? Pues ya no hay Aldonza que valga: Dulcinea es ideal y punto pelota.» Y entonces, se quita de enmedio a la Aldonza esta y se queda sólo con la Dulcinea de los libros, ¡es decir!, con la Dulcinea de la imaginación: esa Dulcinea que se ha creado él a base de palabras, a base de describirla, y de hablar de ella y de dedicarle todas sus hazañas. [Mira a sus alumnos.] ¡El tío es un crack! ¡Hace con Dulcinea lo mismo que nosotros con el Retablo! ¡No necesita ya que haya una chica real, sino que, sólo a través de las palabras, crea a su dama! ¡Es pura imaginación! ¡¿No os parece bonito?! Ay, a mí me encanta: como juego a ser caballero, y todo es juego, todo imaginación, ¿por qué no también mi chica? Además, ¡sólo así será mi chica! ¡Sólo así será perfecta e ideal! ¡Sólo así sé de fijo que será la dama que todo caballero necesita! [Les mira.] Vale, veo que no os convence, pero sólo pensadlo: esto es un pavo que decide que quiere ser caballero y que, si al mundo no le van esas cosas, a él le da lo mismo, que va a ser caballero quieran los otros o no. Pero todo caballero necesita una dama. Pero, al coger una mujer de verdad y convertirla en dama, una vez se lo cuenta a los que no lo creen como él, automáticamente van a ver, sólo y exclusivamente, a esa mujer real, y no a la dama a la que sirve el caballero. Así que él va y se la quita de enmedio, y se queda sólo con la dama que le interesa para jugar. ¿Lo entendéis o no? [Pausa de nuevo.] De hecho, lo que os comentaba de antes del hechizo de Sancho también tiene su intrínguli, porque, si Don Quijote ha creado a Dulcinea a través de la palabra, que es con lo que se comunica la imaginación, Sancho la hechiza también a través de la palabra: esto viene de que se encuentran a tres campesinas y se supone que una de ellas es Dulcinea, ¿vale? Pero claro, para el Quijote, pues es un palo, porque las campesinas se parecen a una dama lo que yo a Audrey Hepburn. Total que Sancho dice que no, que es que está encantada. ¡Y va el Quijote y se lo cree! ¡Se cree el cuento chino igual que Sancho le había creído a él todos los suyos! El hechizo de Dulcinea es entonces como la ínsula de Sancho: tanto el Quijote como Sancho se los han sacado de la manga, pero han conseguido convencer al otro de que es verdad. ¡Es genial! [Pausa. Bebe agua. Mira la hora.] Y ahora os pregunto: ¿cómo han conseguido convencerse? ¿Cómo ha conseguido el Quijote que, en la segunda parte, los otros personajes jueguen con él? [Algunas respuestas.] Voilà! Gracias a la palabra. Eso merece un positivo. [Guiña el ojo al alumno que lo haya dicho.] ¿Por qué? ¿Por qué gracias a la palabra? ¿Qué es lo que hace la palabra? [Silencio. Les mira. Pausas entre cada pregunta, para que los alumnos tengan tiempo de ir pensando.] ¿Por qué habéis corrido cuando he dicho que había un león? ¿Había un león de verdad? ¿U os lo habéis imaginado? Y, si no era de verdad, ¿por qué habéis corrido? ¿Porque yo os lo he dicho? ¿Porque os he convencido con palabras? ¿Porque lo he creado con palabras? Bueno, en realidad ha sido Cervantes, no yo. [Pausa más larga.] ¿Se puede decir entonces que se pueden crear cosas con la palabra? ¿Que con la palabra se hacen reales cosas que sólo estaban en la imaginación? ¿Se puede decir que a través de la palabra pueden los demás imaginar lo que uno sólo ha imaginado? ¿Podemos decir, por tanto, que la lengua no sólo sirve para comunicar, sino también para invocar imágenes que no existen, cosas que sólo son reales en la imaginación? Y entonces, si es palabra, ¿lo que era imaginado es ahora real? ¿Hasta qué punto habéis huído de un león que no existe? [Pausa final. Se acerca a la mesa, coge el bolso y el marco vacío. Les mira.] Para mañana lo pensáis y me lo decís. [Sale de la clase.]