miércoles, 3 de octubre de 2012

Palabras de ausencia



El profesor Souto aventuraba que las palabras, elemento fundamental que la especie humana ha construido para comunicarse, sobreviven solamente por un permanente y violento esfuerzo de la memoria, mantenido sin desfalleciemiento en lo más íntimo de cada ser desde que va conociendo los primeros rudimentos de la lengua. Un desmayo de esa secreta voluntad y el súbito olvido hará que todo el gigantesco castillo de las palabras, artificioso, ficticio, pierda su imposible coherencia y se desmorone. (…) Venía a decir que también las palabras escritas eran, sin duda, producto de una voluntad poderosa e inconsciente, que reflejaba en el interior de cada uno el propósito colectivo de que aquellos signos gráficos tuviesen un significado que trascendía inmensamente su forma; un significado que, al convertirlas en una denominación reconocible y aceptada, era no sólo la verdadera señal de la existencia de las cosas del mundo, sino el propio emblema mágico que las hacía existir.


Dicen que el pensamiento nace a la par que el lenguaje, que sólo puede desarrollarse una vez  la cosa tienen un nombre, una representación —fónica, gráfica— de sí misma que permite su comunicación in absentia. Dicen, también, que el concepto —abstracto en sí mismo— sólo tiene existencia física dentro de esa representación comunicativa, puesto que nace en un interior intelectual —individual por definición— que sólo se exterioriza por medio del lenguaje y del discurso. El pensamiento abstracto, por tanto, depende del lenguaje, pero el mismo lenguaje se configura en torno a ese pensamiento: el hecho de que todo concepto abstracto sea femenino en francés, o que en inglés se utilice la misma forma para el significado “voluntad” y la forma verbal del futuro conllevan no sólo una forma de expresión, sino una forma de concepción del mundo.

Dicen, así, que el mundo es creado por medio del lenguaje: el sueño americano parte de un relato escrito por cierto navegante que un día encontró unas tierras desconocidas y quedó maravillado, no pudiendo comunicar ese nuevo mundo más que con palabras pertenecientes al viejo, escogiendo entre ellas las más hermosas, las más favorecedoras, y creando así un nuevo paraíso terrenal al que sus lectores aspiraron a ir. La necesidad de comunicación de una realidad para la que no había lenguaje adecuado fue pues la causa de la creación de un nuevo continente cuya imagen mítica —¿literaria?— despertó sueños dormidos de futuro y felicidad, provocando movimientos enteros de migración; cambios drásticos de vida en busca de una promesa imposible de cumplir. El cuento del navegante, su pintura lingüística, crearon un mito que aún hoy, cinco siglos después, pervive en el imaginario de todo un planeta.

¿Qué pasa, sin embargo, si esta fe desaparece, si el sueño muere? ¿Qué pasa si dejamos de creer en ese lenguaje que hace posible el mundo? ¿Desaparece el mundo? ¿Desaparece el lenguaje? ¿Desaparecemos nosotros, animales racionales, definidos primeramente por medio del nombre de pila, del de familia? Dicen que la era de la comunicación es también la de la incomunicación: demasiadas posibilidades abruman, aíslan, enmudecen al individuo. La relación cara a cara está siendo sustituida por relaciones virtuales y en los cafés el silencio entre dos tazas se llena de sonidos de teclas de móvil: existencia escrita y distante que anula la cercanía del discurso oral, grabando en una memoria impalpable palabras que debería llevarse el viento, que deberían ser olvidadas, y que sin embargo quedarán fijadas para siempre, invariables e impertérritas como pruebas irrefutables de abogado acusador: «Dijiste esto»; «Escribiste lo otro». Y en los cafés, silencio y distancia; incomunicación. El gesto, la mirada, la risa del directo  quedarán olvidadas en el brillo de la pantalla y de la sucesión de letras, de la tristeza del discurso puramente lingüístico, abstracto y parcial, frío y embustero. Apenas nuevos códigos de expresión facial —dos puntos y paréntesis; XD— que codifican y sustituyen pobremente una risa cristalina o basta o sincera, una ceja escéptica levantada, unos ojos de sorpresa que cambian con cada interlocutor y que el mensaje escrito despersonaliza, unificando todas las expresiones en una. Y, poco a poco, el silencio nos convierte en personajes: yoes escritos y normalizados, codificados bajo un correlato gráfico que va perdiendo su sonido y su ritmo, su cadencia y entonación; correlato limitado y que limita, separa, incomunica. Silencio en los cafés y desaparición de la realidad tangible; y en la era de la comunicación, comunicación virtual, existencia virtual, relaciones virtuales, yoes virtuales. Y en la lengua, creadora de esa nueva existencia, “virtual” aparece enlazado con “ficticio”. Y el yo —el yo narrador; el yo discursivo— no es más que el yo lingüístico de ese mundo virtual; no es más que el yo ficticio de un correlato lingüístico, literario; yo ausente del otro, del lector, del receptor de esa cadena de signos aleatorios y al que sólo conozco por una cadena como la mía. Y el yo y el otro no son más que ficciones escritas. Y en los cafés, silencio; silencio y ausencia; incomunicación.

1 comentario:

  1. Scala creatorum, recuerda, Amparo. "Sólo por el nombre se conoce a hombre", aunque esto ya parezca una de las máximas de Juego de Tronos.

    Según cierto señor búlgaro llamado Todorov todo género literario se corresponde a un acto del habla. De relatar, relatarnos por escrito. De whatsappear, la conversión que sufrimos en personajes de nuestra propia paranoia diaria. El autor es personaje. Una especie de autobiografías virtuales con forma dramática y dialogada se va creando fragmentariamente, como el "corps morcelé" que, según Montaigne, hemos sido desde siempre....

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