sábado, 27 de octubre de 2012

Not-happy endings


Te agradezco este silencio. Nada odio más que la hipocresía. Y en cuanto a eso de las alucinaciones, he de decirte que todo cuanto percibimos no es otra cosa, y que no son sino alucinaciones nuestras impresiones todas. La diferencia es de orden práctico. Si vas por un desierto consumiéndote de sed y de pronto oyes el murmurar del agua de una fuente y ves el agua, todo esto no pasa de alucinación. Pero si arrimas a ella tu boca y bebes y la sed se te apaga, llamas a esa alucinación una impresión verdadera, de realidad. Lo cual quiere decir que el valor de nuestras percepciones se estima por su efecto práctico. Y por su efecto práctico, efecto que has podido observar por ti mismo, es por lo que estimo lo que aquí me sucedió y acabo de contarte. Porque tú ves bien que yo, siendo el mismo, soy, sin embargo, otro.



Recuerdo que, cuando leí Promethea, no me gustó el final —demasiado obvio; demasiado fácil—. Se nota que Moore es inglés: en España, los paladines de la imaginación son vencidos; muertos por enemigos que ellos mismos han creado.

Por si no lo han notado, esto es un spoiler: al final de la segunda parte, Don Quijote es vencido. Es vencido en una playa, junto al mar. Un caballero de reluciente armadura y gallarda montura —que parece salido de las mismísimas aguas— le reta a singular batalla y don Quijote —viejo, demacrado, cansado— es derribado de Rocinante. Como vencido, ha de deponer las armas y volverse a su aldea. Ya de camino, pretende dejarlas colgadas en un árbol y habla de dedicarse a la humilde profesión pastoril, trocando su nombre por el del pastor Quijotiz: con ello comienza su agonía, que desembocará en la muerte.

Don Quijote muere en batalla, pero tiene la mala fortuna de que Alonso Quijano sobreviva. Renace así la antigua lucha que entre los dos había, pero quiere la mala suerte que el andante caballero, atadas sus acciones por la palabra dada, sea vencido de su otro yo. Doble derrota la suya, pues al duelo caballeresco se añade el duelo del ser y querer ser, de la seguridad del yo y de la realidad; de la condena de un deber ser no deseado.

En cierto momento, don Quijote admite que tiene «alborotado y trastornado el juicio». Lo dice don Quijote, no Alonso Quijano: lo dice el aventurero, el caballero andante, no su alter-ego, hidalgo de cincuenta y tantos, de sana vida y ejemplar; aquel al que todo el mundo parece echar de menos. Don Quijote —vencido, condenado por la misma ley que defiende—, se ve desaparecer a sí mismo: su caída no ha sido sólo la de un cuerpo en armadura, sino la de un modo de ver las cosas, de enfrentarse a la vida. El flamante caballero es un espejo del querer ser de nuestro protagonista; una imagen que le vence, que le hace dudar de sí mismo. Don Quijote no sabe ya quién es, ni qué es, ni qué hacer: su objetivo le ha sido duramente prohibido y el caballero andante va desapareciendo poco a poco hasta dejar a Alonso Quijano tomar el control. Quien muere en el lecho, rodeado de los suyos —que le lloran, llamando inútilmente a ese don Quijote de quien antes tanto renegaran—; quien hace testamento cabal —prohibiendo terminantemente a su sobrina casar con un aficionado a las caballerías— es Alonso Quijano: muerto don Quijote —¿cómo resucitarle tras haberlo vencido, tras haberlo matado?—, tan sólo en los delirios anteriores a la muerte corporal vuelve el hidalgo lector, débil sombra del caballero, necesaria pero incapaz por sí misma. Cuerpo con dos almas, es la de don Quijote la única con motivo para seguir viviendo pues, ¿qué se da un ardite ser señor de su casa y realizar labores menudas, pudiendo ser llevado de la Fortuna a desfacer agravios, enderezar entuertos, amparar doncellas y a vencer batallas por todo el mundo? ¿Qué vida es la de Alonso Quijano, sino la de la estoica aceptación del Destino y la pasiva espera de la Muerte, sin otra acción que la impuesta; sin otra fama que el vulgar nombre heredado del padre, que heredará la sobrina? ¿Qué sentido tiene ser lo que se es y no lo que se quiere ser? Quijano muere porque ya no es capaz de vivir sin don Quijote; porque es su otro yo quien tiene las fuerzas y razones para vivir, no él: muere por necesidad.

Difícil situación: romántico empedernido, don Quijote muere en batalla; cansado y sin voluntad, Alonso Quijano se deja morir. Podríamos citar a Nietzsche y hablar los peligros del nihilismo; podríamos nombrar a Platón y ejemplificar la ceguera que produce la luz, al mirarla por primera vez. (Hay quien dice que la mucha luz es como la mucha sombra, que no deja ver.) Podríamos recordar a Fastaff y al Peter Pan de Hook.

La última batalla de don Quijote parece sacada de una novela de caballerías. Poco difícil es imaginar la escena de la playa: la sorpresa del caballero andante ante el desafío del de la Luna. Con ese nombre y esa planta —esa media luna en el escudo; las elegantes plumas en el yelmo—; con ese escenario; con esa carencia de introducción —en la segunda parte, Don Quijote deja de ser autor de sus aventuras para convertirse en simple personaje—, un caballero comparable al mismo Lancelot no puede sino vencer al de Cervantes. Maltratado por el hambre y las noches al raso, dudoso por las burlas y fingimientos, desencantado por la pérdida de Dulcinea, lo único que necesitaba esta parodia de héroe es, precisamente, encontrarse un héroe real; un héroe que le supera en imagen, en fuerza, en determinación. Un héroe que, sin serlo —y sin esperarlo don Quijote—, le derriba de su caballo de batalla; de las locuras e imaginaciones que le dan la fuerza y la voluntad de vivir. La intención del Sansón Carrasco es buena —o él piensa que lo es—: sólo quiere que Alonso Quijano regrese. Lo que no sabe —lo que nadie comprende hasta el final irremediable— es que Alonso Quijano se fue porque ya no tenía nada que hacer, su vida ya no daba más de sí; y que haciéndole volver —venciendo a don Quijote— no conseguiría sino alcanzar en el plano corporal lo que ya aconteció en el alma, que es la muerte de ese amigo al que pretende ayudar. Don Quijote —que no nació en este mundo tangible, que no pertenece a él— encuentra en el Caballero de la Luna la realización de un yo ideal imposible: dura prueba especular que no todos los caballeros superan; especialmente en este secarral estéril de nuestra geografía española. Don Quijote, paladín de la imaginación, es vencido por un ideal realizado, impuesto desde un exterior de realidad; es vencido por un enemigo nacido en el propio seno de su locura: amarga idiosincrasia ibérica en la que, por mucho que nos rebelemos, prima siempre el ser al querer ser y se impone la realidad sobre la imaginación.

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