miércoles, 8 de febrero de 2012

To be or Hakuna Matata





¿Os imagináis qué habría pasado si Hamlet, en lugar de quedarse en la corte, se hubiera vuelto a París con Rosencrantz y Guildenster? Pues, simplemente, que en lugar de lloriquear el «to be or not to be», habría cantado el Hakuna Matata.

Pongámonos en antecedentes: tenemos un príncipe cuyo tío mata a su padre, el rey, para quedarse con el trono. Obviamente, en una tragedia de Shakespeare va a morir hasta el apuntador y en la Disney vamos a tener un happy ending, pero eso ahora no viene a colación. Tampoco podemos olvidar otra sutil diferencia: Simba huye porque cree que él es el culpable de la muerte de su padre; Hamlet se queda porque se cree obligado a matar al asesino.

Lo que nos interesa, realmente, es cómo los dos príncipes se enfrentan a este asesinato, cómo encajan el golpe y retrasan el momento de acción —de venganza— lo máximo posible. Tengamos en cuenta una cosa: en Hamlet, dicho asesinato es anterior a lo que vemos en escena; en El rey león, lo vemos perfectamente. Tenemos ahí un claro indicio de cuál es el tema central de cada lectura: en Shakespeare, el conflicto de Hamlet, su duda, se convierte en centro argumental; en Disney, una carga psicológica como esa se minimiza al máximo —recordemos que el público infantil no está para tanta tralla—, y se procura dar más importancia, precisamente, a la resolución de la duda y a la determinación de actuar.

Sin embargo, hay una pequeña escena en la que esta duda existencial toma relevancia. Es más: hay una canción entera que sirve sólo para destacar esta duda. ¿Qué quiere decir esto? Que si el príncipe de Dinamarca expresa su conflicto interior en un monólogo —el monólogo—, el de la sabana no se queda tampoco atrás: poner un happy ending no quiere decir eliminar el elemento fundamental del personaje, sólo disimularlo un poco y dirigir la atención hacia otro lado.

Preguntaba antes que qué pasaría si Hamlet hubiera hecho caso a Rosencrantz y Guildenster y se hubiera vuelto a París. Personalmente, creo que es lo que el hombre debería haber hecho: lavarse las manos, dejar a esa panda de salvajes matarse entre ellos y largarse de allí cagando leches; ojos que no ven, corazón que no siente. Pero volvemos a lo mismo: estamos en una tragedia de Shakespeare y, si esto acaba bien, no tiene gracia. También, el asunto tiene su lógica interna: si el problema de Hamlet es la falta de iniciativa, no debería extrañarnos que ésta se dé tanto en el tema de la venganza como en lo de poner pies en polvorosa. De hecho, tiene que ser, precisamente, su tío Scar el que le diga a los colegas que se lo lleven de allí antes de que se le vaya la cabeza definitivamente. Claro, que Hamlet pasa de ellos y se termina de liar la marimorena.

Con Simba, es diferente: su tío le hace creer que él es el asesino, y claro, convencer a un crío tan pequeño no es muy difícil. Simba se va, deja el marrón atrás, y se encuentra a dos viva-la-virgen cuyo lema es «ningún problema debe hacerte sufrir». Exactamente lo que le falta a Hamlet: gente nueva que no tenga nada que ver con el panorama familiar y que le ayude a pensar en otra cosa. Y, volvemos a lo mismo, un crío es fácil de convencer: aquí, dudas existenciales, las justas; si tengo un problema, cambio de identidad y punto pelota. (Es ese tipo de cosas que salen tanto en las pelis americanas y que, si lo piensas seriamente, te das cuenta de lo difícil que es con tanto control del móvil y de las tarjetas y con las cámaras de seguridad. Que viva la intimidad, ¿no?)

En cualquier caso, ¿cuál es la diferencia entre los dos príncipes? ¿Por qué uno se queda y la lía y el otro se va y vive feliz y contento? Aparte del tipo de público al que va dirigido, hay un pequeño detalle en el que la Disney lo ha hecho muy bien: Hamlet es un adolescente; Simba es un niño. Como adolescente, el príncipe danés comienza a ser consciente de lo que se cuece en casa, comienza a darse cuenta de su papel en la familia y de sus responsabilidades. Como niño, Simba todavía no ha llegado a ese punto de madurez, todavía no ve las cosas con suficiente perspectiva. No en vano, si os acordáis de la película, no es hasta que crece —hasta que llega a esa adolescencia— que el leoncito se pone en movimiento. Y, eso sí: aquí no hay movimiento hasta que no es el propio fantasma de papi el que se aparece de la nada y le encarga que acometa su destino (lo pongo así en cursiva porque me hace mucha gracia esa expresión). ¿Que os creíais que yo me inventaba los parecidos razonables o qué?

Total, que ya tenemos a los príncipes igualados: dos adolescentes a los que el fantasma de papá les encarga venganza contra el tío malo y tirano que se dedica a destrozar el reino. Como os decía antes: el hecho de que nosotros espectadores veamos la muerte o no, no es ninguna tontería. ¿Por qué? Muy sencillo: Hamlet empieza con ese fantasma clamando venganza; en El rey león, no es hasta pasada la mitad de la peli que Mufasa se aparece en el cielo. Y, del tirón, Simba se pone en movimiento, cuando Hamlet...; bueno, es que a mí Hamlet me cae un poco mal: yo le daría un collejón y le diría, «¡Espabila, hombre! ¡Haz algo! ¡Lo que quieras, pero hazlo!».

Así que, ¿cuál es realmente el problema de estos dos? ¿Por qué tardar tanto en hacer los deberes? Tenemos varias posibilidades: una, lo hemos visto, es la de la edad y la madurez respecto a las responsabilidades; sin embargo, una vez igualados, Hamlet sigue fallando. La otra es donde entra lo de la “versión”, lo de el tipo de historia y a quién se la vamos a contar. Disney, como comprenderán, no puede complicarse mucho el asunto: necesita personajes más o menos planos en historias más o menos simples; de ahí la reducción de un conflicto de cinco actos a una sola canción. En Shakespeare, ése es, precisamente, uno de los temas fundamentales de la obra: el carácter plano o complejo de los personajes.

Aclaremos un poco esto: se ha dicho que Hamlet recoge toda la ideología teatral del más grande entre los grandes de este género. Lo hace de dos maneras: a nivel escénico, gracias a los consejos que nuestro príncipe da a unos actores en el segundo acto; a nivel textual, por una pequeña obra que estos actores representan en el tercer acto. The murder of Gonzago, que así se llama esta obra, presenta la muerte de un rey a manos del amante de su mujer —recordemos que el tío de Hamlet se casa con la madre de éste— ­y cómo el hijo del fiambre mata al asesino. La correspondencia con la situación de nuestro príncipe no es casual: Hamlet, de alguna manera, pretende que, al ver su tío esta obra, se sienta acusado y renuncie, por motus propio, al trono. Se pueden sacar dos líneas de lectura: la primera, el efecto de la ficción sobre la realidad; la segunda, la diferencia entre nuestro príncipe y el príncipe de su obra. Y es, precisamente, esta última, la que nos interesa: el príncipe de The murder of Gonzago es Simba; es ese personaje plano, sin trasfondo psicológico, que simplemente hace lo que tiene que hacer, sin ningún tipo de duda ni remordimiento ni paja mental. «¿Tengo que vengar a mi padre? Allá voy.». Esa es la gran diferencia entre nuestros dos príncipes: ésa, la que nos lleva al happy ending de El rey león, frente a las miles de muertes de Hamlet, incluída la suya. Si Simba fuera más complicado, si en algún momento, en lugar de olvidarse del asunto, se rayara un poco con él, le diera más vueltas a su conciencia moral sobre el asesinato —¿Solucionar una muerte con otra? Eso es un tema de filosofía de 1º de Bachiller.—, no podría estar bajo el sello de la Disney; primero porque los niños no se empapan, segundo porque las posibilidades de que el cuento acabe bien son casi nulas.

Decíamos antes que el Hakuna Matata se equipara al «to be or not to be»: estos son los dos momentos en los que nuestros príncipes ponen de manifiesto su problema, su duda existencial ante el panorama que tienen en casa. Decíamos también que este problema ocupa en Shakespeare una obra entera, mientras que en Disney se reduce a un paseo por un puente —hablamos de tiempo escénico, no diegético—. Decíamos, no lo olviden, que el danés se raya por qué debe hacer, mientras que el leoncito simplemente olvida el asunto hasta que decide actuar. ¿Por qué? Porque la Disney, en tanto está dirigida a un público infantil, no puede basar su historia en un trasfondo filosófico, sino que tiene que responder a la acción; la Disney necesita una historia fácil con unos personajes fáciles que actúen, no que piensen. Hamlet está dirigida a un público adulto, a un público con suficiente madurez humana e intelectual como para aguantar un conflicto puramente interno y psicológico. The murder of Gonzago, en cambio, se representa ante un público medieval, simple y cuyos valores se apoyan en la acción, no en el pensamiento; un público que, a pesar de ser adulto, tiene una madurez que en la era moderna se adjudica a los niños de diez años. No debemos, por tanto, confundirnos: Simba y Hamlet no son iguales, no son equivalentes. Simba no es Hamlet, sino lo que Hamlet quisiera ser: el sobrino vengador de The murder of Gonzago.

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