domingo, 23 de diciembre de 2012

Aquí y ahora





“Who are you and where do you come from, may I ask?”
“You may indeed! I come from under the hill, and under the hills and over the hills my paths led. And through the air. I am he that walks unseen. (…) I am the clue-finder, the web-cutter, the stinging fly. I was chosen for the lucky number. (…) I am he that buries his friends alive and drowns them and draws them alive again from the water. I came from the end of a bag, but no bag went over me. (…) I am the friend of bears and the guest of eagles. I am Ring-winner and Luckwearer; and I am Barrel-rider.”


Dicen que la novela moderna nace con la creación del yo narrador; esto es, un narrador en primera persona que, lo que nos narra, es su propia experiencia. De las confesiones de San Agustín a las de De Quincey, pasando por las memorias galantes del marqués de Bradomín y las del propio Bilbo Bolsón, lo que caracteriza a la novela moderna es que un yo maduro, actual —un yo que es en el aquí y ahora del momento de escritura— se retrotrae a su propio pasado, narrándonos las obras y milagros de un yo joven, inexperto, lejano en el tiempo y en el espacio: un yo sacado de la memoria que alguna vez fue pero ya no es.

Lo que este desdoblamiento de personalidad supone es, siguiendo al gran Poe, la construcción de una narración que apunta hacia un final concreto y calculado —el yo presente— y, para llegar a este final, hace falta un encadenamiento de las acciones siguiendo la tan científica fórmula de acción-reacción o, en su caso, de causa-consecuencia. Digamos que en la novela antigua simplemente se recogían una serie de episodios que presentaban una serie de elementos comunes —el protagonista, por ejemplo— pero no tenían por qué estar lógicamente unidos. (Siguiendo esto, podríamos considerar las aventuras de Sherlock Holmes o las de su yang francés, Arsène Lupin, como novelas a la antigua.) Sin embargo, en la novela moderna hay un encadenamiento lógico de los episodios, lo que conlleva una evolución del personaje e, incluso, un proceso de envejecimiento: del yo narrador al yo narrado media una vida de distancia; una vida llena de aventuras, encuentros, decisiones que van añadiendo, poco a poco, los elementos que desembocarán en un yo que se narra a sí mismo. Un yo, además, que escoge y elimina, se recrea o pasa de puntillas, manipulando a su antojo los hechos de su propia vida y construyendo —más que reconstruyendo— a su yo pasado. Es igual que cuando uno cuenta una anécdota del verano pasado y, cuanto más la cuenta y más pasa el tiempo, más difiere la historia de lo que sucedió en realidad.

Hasta aquí la novela moderna. Cambiemos de tercio: en el mundo de la ontología —esto es, la parte de la filosofía que se preocupa del conocimiento del mundo—, encontramos a un inglesito con mucho humor negro llamado Hume. Empirista, bon vivant de la Ilustración, lo que Hume viene a decirnos es que es imposible conocer lo que nos rodea por una razón muy simple: lo que nos rodea pertenece al mundo sensible y sólo es percibido a través de los sentidos —vista, oído, olfato, tacto y gusto—, pero para conocer las cosas es necesario un proceso mental de razonamiento. Sin embargo, el proceso de razonamiento no trabaja con la información sensitiva, sino con la marca que dicha información ha dejado en el abstracto racional, por lo que el material de base para el proceso de conocimiento está inherentemente alterado, manipulado; de ahí que todo lo que se construya a partir de dicho material no sea fiable; de ahí que todo conocimiento sea inválido. Dicho de otra manera: la piel actuaría como límite entre lo de dentro y lo de fuera de nosotros mismos —es decir, entre el yo y el mundo—; los sentidos son los transmisores a través de los cuales llega la información exterior, pero dicha información llega de manera instintiva e irracional, siendo necesario un proceso de abstracción y conceptualización para convertirlas en material racional apto para utilizar en el proceso de conocimiento. Para Hume, lo del conocimiento es un poco como lo del diamante en bruto: antes de montarte el solitario tienes que quitar la morralla, pulirlo y darle forma; no puedes utilizarlo exactamente igual que lo encontraste y, por desgracia, la manipulación previa del material —la sensación— resta credibilidad al producto —la teoría sobre el conocimiento del mundo—.

Ahora bien, lo que esto supone para Hume es que la única verdad de la que podemos fiarnos es la del aquí y ahora del momento de la percepción: el recuerdo de esa percepción es uno de los medios de manipulación racional; la anticipación hipotética de una percepción similar —basada además en un recuerdo de esa misma sensación, lo cual implica un doble proceso que retrotrae hacia el pasado para proyectar hacia el futuro— es otro. De esta manera, tan sólo en el presente de la sensación tenemos un ápice de realidad no alterada por el proceso racional: pasado y futuro no son más que frutos de la manipulación mental y, por tanto, ficciones.

Apliquemos ahora estas ideas a una teoría existencialista: si tan sólo es válida la realidad del aquí y ahora, ¿qué pasa con el yo? ¿Es el yo narrador el mismo que el yo narrado? ¿Tan sólo es real el yo narrador? ¿Y qué hay de un yo hipotético, proyectado hacia el futuro? La respuesta, desde estos postulados, es obvia: tan sólo el yo presente es real; el yo pasado y el yo futuro no son sino ficciones que el yo presente recrea y crea, respectivamente. Hasta aquí todo claro, ¿no? Hasta aquí, ningún problema. El problema viene cuando nos paramos a pensar en la definición del pronombre yo como “primera persona del singular”.

El pronombre “yo” se define como singular, pero bajo esta palabra se recogen tres personas: el yo pasado, el presente y el futuro. Lo que nos interesa no es ya tanto la realidad de cada uno de esos yoes, sino la contradicción que supone la aplicación de una definición singular a un constructo plural: no existe un único yo, sino una multiplicidad de yoes. Es más: si hasta ahora teníamos tres, podemos elevar potencialmente esta trilogía, dividiendo el pasado y el futuro en cada uno de los momentos de los que cada uno de ellos está formado. Es más: podemos multiplicar esta potencia por cada uno de los puntos de vista que nos permite el cambio de referencia temporal de los tiempos verbales (ya saben, lo del “como/he comido”, “comí/hube comido”, “comeré/habré comido”, etc.), y que en español no son pocos. Es más: si recordamos a Freud y su división de la personalidad en el ello, el yo y el super-yo, podemos multiplicar esa temporalidad caleidoscópica del yo por los tres niveles de conciencia. El yo se postula entonces como una multiplicidad casi inabarcable resumida, irónicamente, en un monosílabo definido como “singular”.

Creo que a estas alturas mis lectores saben ya por donde voy: la definición gramatical del yo —y de hecho, también de los otros pronombres singulares como “tú”, “él”, “ella”—como “primera persona del singular” es falaz y, por tanto, también lo es su uso. De tener en cuenta lingüísticamente estas consideraciones, habría de sustituir el pronombre “yo” por el “nos”, ya que tan sólo este pronombre de primera persona recoge la pluralidad de la que vengo hablando. Obviamente, lo que esto supone es un cambio de mentalidad lingüística imposible: no hablamos ya de la resistencia natural de la personalidad humana al rechazo de la propia unicidad —yo soy uno y único—, sino de una convención lingüística que alteraría la primera conciencia de identidad, desechando la representación verbal que nos separa del mundo; convención extendida a todo hablante desde la primera conciencia de su propia identidad, independientemente de la lengua que hable. Echar a abajo una convención lingüística que parte de un egocentrismo antropológico (y que conste que en este caso no hablamos de un egocentrismo negativo) resultaría un cambio de mentalidad, de percepción del mundo, tan sumamente radical que, de hecho, podría llevarnos a algo peor que la propia postmodernidad que estamos viviendo, y en la que el yo es el único valor al que nos aferramos.

Para aquellos que, sin embargo, sí hemos caído en la paradoja, nos queda una última posibilidad: bien es cierto que el “yo” puede seguir definiéndose como singular, pero tan sólo bajo ciertas consideraciones puramente lingüísticas en las que se constituiría como un pronombre colectivo, similar a sustantivos como “rebaño” o “manada” (personalmente, siempre he preferido el ejemplo “piara”, pero quizá es un poco despectivo para aplicarlo al “yo”) en los que se recoge un único grupo, compuesto, eso sí, de múltiples sujetos. Tan sólo de esta manera podría considerarse válida la definición de este pronombre como singular. Tan sólo así podría entenderse el yo narrador y el yo narrado como un mismo “yo”. Tan sólo considerando el “yo” como el punto de referencia presente sobre el que se construye una identidad temporal proyectada hacia el pasado y el futuro puede mantenerse la definición gramatical tradicional. El “yo” volvería así a ser uno y único a lo largo de la existencia, pero recuerden: el “yo” sólo es real aquí y ahora. Los demás son ilusiones, son sombras, son ficciones.

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