lunes, 30 de abril de 2012

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Dice Nietzsche, bebiendo de Schopenhauer, que Dios ha muerto, que la ciencia lo ha matado. No entendamos, sin embargo, la palabra dios en sentido cristiano, sino como representante de una serie de valores aceptados y compartidos por una comunidad y, por tanto, absolutos: la Ilustración, con su afán de conocimiento científico, ha desmentido los mitos —relatos cuyo rasgo fundamental es explicar, por medio de la alegoría y la personificación, los fenómenos del mundo—, y con ello ha  socavado las bases de creencia común necesarias a una cultura para definirse como tal. Dicho de otra manera: los valores culturales se fundan sobre una serie de relatos que, por ser conocidos y compartidos por todos los individuos de la comunidad, les permiten la identificación con ésta; al destruirlos la ciencia, destruye también la posibilidad de identificación y, por tanto, ese rasgo de comunidad —de unión— que enlaza con la idea de absoluto, llevándonos hacia el relativismo y el individualismo.

De aquí derivará toda la idea del superhombre, lo que nos da una explicación de la supervivencia existencial pero ningún tipo de consuelo en esta maldición de holandés errante. Nietzsche, entonces postula como solución un retorno al mito a través del arte. Y lo hace, nada más y nada menos, que retrotrayéndose al origen de la tragedia.

Si recordamos la evolución del género teatral, vemos que, en todas las culturas, éste tiene un origen religioso: en la tragedia clásica fueron los misterios báquicos; en la occidental, los misterios cristianos. Un misterio no es sino la representación escenificada del nacimiento y muerte de un dios, con el fin de hacerlo visible y comprensible a una comunidad. Una escenificación que requiere de un público, es decir, de un grupo de personas que reciben, a la misma vez y de la misma manera, el mensaje. Este rasgo, frente a la lectura individual de un relato con el mismo contenido, es lo que marca el carácter comunitario en el fenómeno teatral, razón por la cual Nietzsche defiende el misterio como forma de comunicación más fuerte y efectiva del mito y los valores comunes que en él se representan y, por tanto, como fundamento de la cultura. La tragedia, por su parte, no es sino el siguiente paso de la evolución: pese al mismo carácter comunitario, ésta presenta una estilización artística, un objetivo añadido de belleza. Aun así, el elemento común tiene un representante claro —y ahí está la clave para Nietzsche— de la comunidad, y ése representante es el coro.

El coro de la tragedia griega es lo que comúnmente se ha considerado como la voz del pueblo: ese pueblo testigo de la vida y obras de los dioses y héroes; ese pueblo sentado en las gradas viendo la representación teatral. Personificar al espectador dentro de la obra conlleva el reforzamiento de dos efectos: primero, de la identificación, de la participación del espectador de la obra al convertirlo en testigo directo —interno— del conflicto y, por ello, acentuar el efecto de comunión a través de la participación pseudo-activa; segundo, un mayor control de la interiorización de los valores, pues el diálogo del coro sirve como guía de interpretación, haciendo explícito el modelo de comportamiento a seguir ante los conflictos expuestos. Es decir: la introducción del receptor en el conflicto de valores representado por la obra —que por otra parte tiene una moraleja, es decir una ideología, más que clara— supone una comunión no sólo por el hecho de que el espectador se vea reflejado a sí mismo dentro de un contexto cultural comunitario, sino porque, al suponer el coro una voz con un texto preestablecido, la comprensión del mensaje no deja lugar a libertad de interpretación, de manera que todos los espectadores entenderán el mensaje exactamente de la misma manera, sin necesidad de un comentario —una puesta en común de las interpretaciones individuales— a posteriori. (Si han visto ustedes ExistenZ, les remito a la insistencia, en repetidas escenas, sobre el hecho de que los roles preestablecidos por el juego controlan a los jugadores, anulando su posible libertad de acción individual y personal.)

Será este carácter del coro lo que más llame la atención a Nietzsche. Este y el elemento musical: el coro de la tragedia griega no recita, sino que canta. De ahí que, para el alemán, la música se postule como nueva posibilidad de comunión tras la muerte del mito.

Dejando a un lado la falacia de que la música es un lenguaje universal —ningún occidental entenderá la música oriental la primera vez que la escuche, pues parten de sistemas armónicos diferentes, basados en convenciones diferentes—, Nietzsche ve en la música ese mismo efecto de comunión, precisamente, por el carácter directo de la interpretación musical: como el teatro, la música requiere de un público que recibe el mensaje a la misma vez y bajo las mismas condiciones. Si bien el hecho de que no sea un mensaje verbal puede dar lugar a dudas en cuanto a su interpretación —la música no tiene un significado conceptual, sino emotivo—, no podemos olvidar que está perfectamente comprobado que un mismo elemento musical —sea rítmico o armónico— produce un mismo efecto en todos los oyentes: desde la teoría de los afectos de Guido d’Arezzo a los más recientes estudios psicológicos, se ha demostrado claramente que el efecto acústico de ciertas combinaciones musicales va a ser percibido con el mismo significado por todos los oyentes.  La música, por tanto, es equiparable al coro de la tragedia griega tanto en cuanto todos los espectadores/oyentes asistentes a la interpretación van a recibir exactamente el mismo mensaje y van a interpretarlo de la misma manera, produciéndose así un efecto de comunión entre todos los individuos. De esta manera, la música adquiere un cariz sagrado máximo como expresión de ese conjunto de valores absolutos, necesarios para la supervivencia de una cultura y que, una vez caído mito, Nietzsche busca en el arte.

Ahora bien, El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música se publica en 1872. En 1860 se había realizado la primera grabación sonora —diez segundos casi irreconocibles de Au clair de lune, canción popular francesa—, pero no fue hasta 1887 cuando, con el fonógrafo, empezó popularizarse la reproducción musical artificial.

Resulta irónico cómo, una vez más, la ciencia —esta vez de la mano de la tecnología— mata a Dios: si el poder de regeneración mítica que Nietzsche veía en la música venía, precisamente, de la necesaria interpretación musical ante un público, es decir, ante un grupo de personas que escuchando lo mismo llegan a esa comunión, la reproducción artifical quebranta por completo sus esperanzas. Si bien es cierto que, en un primer momento, la escucha de los aparatos de recproducción musical era también grupal —la gente se reunía para escuchar música o la radio en casa de los pocos elegidos que podían permitirse los aparatos—, manteniendo de alguna manera esa comunión postulada, el avance tecnológico nos ha ido llevando, poco a poco, hacia una individualización cada vez más agresiva del disfrute de la música.

Pensemos, por un momento, lo que supone una grabación sonora: el registro de una interpretación concreta, su conservación, permite un regreso a esta; el registro de varias interpretaciones, aunque sean de la misma pieza —de la misma partitura—, permite una comparación y una elección en base a los gustos particulares de cada uno. Como en el teatro, la interpretación musical en vivo presenta la problemática de que nunca habrá dos iguales: aún manteniendo al mismo intérprete —si éste cambia, las posibilidades se multiplican, puesto que no hay dos músicos que sientan igual la partitura—, un cambio de temperatura o de humedad de un día a otro que altere la emisión de las ondas de sonido; un cambio del estado físico o anímico del músico; una duda o una milésima de segundo de retraso en una nota…; cualquier elemento puede alterarse entre una interpretación u otra, dando lugar a un resultado diferente. Obviamente, la memoria humana no es capaz de registrar estas diferencias mínimas entre una y otra vez y, en conjunto, la percepción de las distintas interpretaciones será prácticamente igual. Sin embargo, una grabación sí pone de manifiesto estas diferencias: una grabación supone un registro exacto de todos y cada uno de los elementos y fenómenos que han tenido lugar en cada una de las diferentes interpretaciones; con una grabación, la múltiples posibilidades son conservadas en el tiempo, dando lugar a todo un juego de versiones diferentes entre las que el oyente puede elegir. Una grabación permite variedad y multiplicación, y esto quiere decir que, si uno escoge una versión y otro escoge otra, ya no hay la misma experiencia compartida; ya no hay comunión.

Vayamos más lejos todavía: en 1930 empiezan a comercializarse los auriculares; en los ochenta, los reproductores portátiles. Pensemos, por un momento, en la gente que vemos por la calle o en el metro —e incluyámonos a nosotros mismos—: cada uno, con sus auriculares, escuchando una música diferente; cada uno, con sus auriculares, experimentando algo diferente; cada uno, con sus auriculares, en un mundo diferente. Los auriculares han pasado a constituir un método de aislamiento social, de separación del individuo y la comunidad: no sólo nos encontramos ya ante un amplio abanico de posibilidades de elección que rompe la unidad absoluta buscada por Nietzsche; no sólo nos encontramos ante una reducción del grupo receptor de una u otra de esas versiones —pensemos en los altavoces en una casa, un bar o, incluso, en el hilo musical de unas oficinas, frente a la gran capacidad de espectadores de los grandes teatros o auditorios, así como la diferente manera de escuchar música en cada caso, como actividad principal o secundaria—; con los auriculares, la experiencia musical pasa a ser completamente individual, pasa a utilizarse a modo de barrera ante el mundo, de barricada frente a la comunidad.

¿Dónde queda pues, la esperanza de Nietzsche hoy en día? ¿Dónde, esa experiencia colectiva, esa posibilidad de identificación cultural que él elevaba hasta lo sagrado? ¿Dónde esa mística comunión de almas? En los directos, por supuesto: en esos grandes espacios —llámese sala de conciertos, auditorio, ópera, teatro o circo romano; campo de fútbol, plaza pública o, a la postre, cualquier espacio de gran capacidad — en los que miles de personas se reúnen para experimentar un mismo hecho musical, en un mismo momento, de la misma manera. Frente a la experiencia privada e individual de la reproducción artificial siempre queda esa maravilla de la música en vivo: personas que comen y beben y sienten, unas interpretando, las otras escuchando, compartiendo ese momento, ese aquí y ahora musical que nunca volverá a repetirse. La idea de Nietzsche no ha muerto, señores, no del todo: el directo ya no es la única forma de experiencia musical, pero aún sigue ahí; aún hay esperanza de comunicación, de comunidad.

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