viernes, 27 de abril de 2012

Querer, deber, poder



Wendy, I ran away the day I was born. (…) It was because I heard father and mother (…) talking about what I was to be when I became a man.


Postula Aristóteles tres tipos de alma en el ser humano: la primera, el alma vegetativa, es compartida con animales y plantas, y su mayor preocupación es la supervivencia de la especie y el individuo —es decir, reproducción, crecimiento y nutrición—; la segunda, el alma sensitiva, sólo es compartida con los animales, siendo aquella que percibe el mundo a través de los sentidos y, por tanto, en la que habitan esos apetitos físicamente naturales que los cristianos considerarían pecados capitales —tales como la gula, la lujuria, la pereza o la ira—; la tercera, el alma intelectiva, es exclusiva de los humanos, ya que parte de una forma de pensamiento abstracto e independiente de los sentidos que llamamos razón y que está relacionada con los deseos superiores —el intelectual, el artístico, el científico—. De acuerdo a esto, la psyché se entiende de dos maneras: como principio de vida en los dos primeros casos —pues las actividades que de ella derivan son las que diferencian a los seres vivos de la materia inerte—, y como principio de racionalidad en el segundo, pues permite un conocimiento que enlaza al humano con los dioses, diferenciándolo de los animales y plantas.

Pensemos ahora en Shakespeare. Como ya saben, todo autor tiene ciertas obsesiones a las que podemos seguir la pista a lo largo de la obra, ya que se repiten. Confío en que reconocerán esta situación: un joven príncipe se ve obligado a sacrificarse personalmente para cumplir su papel social. Les daré una pista: el hecho de que sea príncipe no es ninguna tontería, puesto que el linaje, la sangre que corre por sus venas, constituye el origen de su conflicto. Les daré otra: la edad del príncipe —la adolescencia tardía— es clave, ya que el paso de ésta  a la vida adulta no es otra cosa que la asimilación del compromiso individual con una serie de responsabilidades colectivas que se presentan como la letra pequeña del enunciado «Cuando sea mayor…», introductorio, durante la infancia, de toda clase de sueños y esperanzas respecto a cómo deseamos pasar el tiempo que tenemos en este baile de máscaras que es la vida y que, llegado el momento de realización factual, no es ni por asomo parecido a lo que habíamos imaginado. (Yo quería ser pirata y aquí me ven: en una ciudad sin mar.)

Tenemos, pues, a nuestro príncipe H**, todavía en ese feliz momento en el que el futuro es una proyección imaginativa positiva, condicionada por un presente igualmente positivo de libertad absoluta de acción: esto quiero, esto hago/consigo/tengo. Ninguna responsabilidad que condicione el estilo de vida; ningún deber que jerarquice su tiempo y la dedicación de éste al deseo hacia el que su alma se sienta más inclinado.

Obviamente, cuando hablamos de una tragedia, necesitamos un conflicto que altere esta situación inicial y, como ya se ha dicho, en este caso viene impuesto por la sangre real: nuestro niño se ve sometido a un vínculo familiar ineludible, una figura paterna cuya autoridad es subrayada por el hecho de ser rey. Es decir: la aparente libertad individual de H** encuentra su límite en un padre al que debe obediencia no sólo en base al quinto mandamiento, sino también en calidad social de súbdito; un padre que, además de autoridad paterna, presenta una dimensión social propia del mundo adulto, regido éste por las responsabilidades a las que H** aún no ha tenido que hacer frente en su estado adolescente. El conflicto se origina pues a raíz de una orden proveniente de esta figura de autoridad y contraria a las inclinaciones del alma de H**: si bien cabe una posibilidad de desobediencia social, una rebelión contra el poder establecido en base a que éste es fruto de un pacto común respetado por voluntad propia, el lazo de sangre y el deber filial imponen una obligación que, precisamente por ese vínculo natural predeterminado por la sangre, H** no puede evitar. En tanto hijo, el príncipe debe un respeto tal al rey que se encuentra moralmente obligado a la obediencia; una obediencia que, de hecho, se plantea como la primera gran responsabilidad adulta a la que el niño debe hacer frente, es decir, como representante del primer sacrificio de las propias inclinaciones de H** ante una voluntad ajena. Dicho de otra manera: el deber social de H** —la orden real— se impone sobre su querer individual —las inclinaciones de su alma— por medio de un vínculo del que no tiene poder para evadirse —el lazo sanguíneo—, constituyéndose dicho deber como su primera prueba en el camino hacia la madurez.

Ahora bien, lo que nos interesa ahora no es tanto esa tragedia de madurez de H** sino, precisamente, esas inclinaciones del alma que debe sacrificar. Y es aquí donde la obsesión de Shakespeare se pone interesante: si es cierto que el conflicto es el mismo, en su obra encontraremos, siguiendo la clasificación de Aristóteles, un H** intelectivo, decantado por los deseos superiores, y un H** sensitivo, decantado por los deseos inferiores. O, lo que es lo mismo, un Hamlet y un Hal.

Tengamos, primero, en cuenta la antítesis estructural que ambas obras plantean en cuanto al planteamiento del conflicto, es decir, del deber ineludible: en el primer caso, éste se presenta de forma concreta al principio de la obra por medio de ese maravilloso fantasma escatológico que clama venganza de mano de su hijo, desarrollándose la problemática en torno al retraso de la acometida de la acción; en el segundo, sin embargo, ésta se presenta en forma de amenaza latente que sólo se concreta al final de la obra, tras la muerte de Hotspur —«O, Harry, thou hast robb'd me of my youth!», que exclamará Hal—. De hecho, esta antítesis viene condicionada, precisamente, por las inclinaciones de los dos protagonistas: en Hamlet encontramos un filósofo humanista, es decir, un alma intelectiva inclinada al ejercicio de la razón y defensora de un modelo de comportamiento contrario al de la corte escandinava a la que vuelve y, por tanto, a su padre y a la idea del uso de la violencia como solución efectiva de conflictos sociales y de poder. Hal, sin embargo, es un alma sensitiva, amante de los placeres del cuerpo, que toman forma en el admirable Falstaff: «That trunk of humours, that bolting-hutch of beastliness, that swollen parcel of dropsies, that huge bombard of sack, that stuffed cloak-bag of guts, that roasted Manningtree ox with pudding in his belly, that reverend vice, that grey Iniquity, that father ruffian, that vanity in years?».

Falstaff es gordo y viejo ­—como Santa Clavos—; peca de gula y lujuria; es mentiroso y ladrón. O no: Fastaff es un bon vivant, un amante de la vida, defensor del Carpe Diem. ¿Viejo? Sí, y resabiado, de vuelta de todo: de las traiciones, de las decepciones, de las esperanzas frustradas. ¿Gordo? Por supuesto, como amante de los placeres de la comida y el vino, de la fiesta y el baile. ¿Mentiroso? Claro, como todos: como el rey y el arzobispo, con sus mafias políticas y sus guerras de poder; como el príncipe Hal, dividido entre el querer y el deber, entre el hoy y el mañana; como cualquiera en la mascarada. Falstaff es la alegría de vivir personificada, las ganas de disfrutar encarnadas: si más sabe el Diablo por viejo que por diablo, la vejez de Falstaff no es sino conciencia del paso del tiempo y la brevedad de la vida; su gordura, la filosofía epicúrea del desengaño, del «no hay más fe que la piel/ni más ley que la ley del deseo», como diría Sabina.

Falstaff es el deseo de Hal, la encarnación de su alma sensitiva: una representación física de unos deseos físicos. Hamlet, por su parte, no necesita compañero: su inclinación intelectual, el carácter abstracto y racional de ésta, lo aíslan en el ámbito individual del pensamiento; una soledad que lo enfrenta a la corte en la que vive. Más aún, frente al Falstaff vital y físico, a Hamlet se le aparece un fantasma, es decir, el espectro de un muerto: una presencia exclusivamente visual, no corpórea, marcada tradicionalmente por la carencia de una resolución total en el mundo de los vivos y que vuelve a éste para recordar a éstos aquello que aún queda por terminar. Así, la oposición del principio de vida aristotélico entre ambos príncipes se ve subrayada por medio de sus respectivos acompañantes: si el viejo gordo aparece como encarnación de la plenitud vitual, postulándose como alegoría de los deseos y placeres carnales, el fantasman paterno viene a representar visualmente la duda existencial de una mente intelectual y el sentimiento de culpa ante la propia irresolución a la hora de acometer un deber. Hamlet, pues, al conocer la traición y enfrentarse a la restauración de la justicia que debe llevar a cabo, intenta evitar la acción violenta de la venganza, solución contraria a sus principios humanistas pero necesaria en una sociedad medieval en la que la acción intelectual y artística —la obra teatral representada ante el asesino—, símbolo de otra forma de resolución de los conflictos más acorde con sus propias ideas, fracasa estrepitosamente. La figura fantasmal refleja, pues, ese alma intelectiva y abstracta, distanciada del nivel físico y sensitivo en el que Hamlet se encuentra; un contexto en el que la acción discursiva y artística aún no tienen la misma fuerza que la acción real de la venganza. El conflicto, pues, viene de un querer intelectual ante un deber tan físico como es la muerte del asesino de su padre: la intimidad e individualidad de la inclinación de Hamlet, en tanto actividad abstracta e incorpórea, regida por el logos, choca pues con la imposición de una acción material situada en el nivel sensitivo de su existencia, cuyo mayor representante es el derramamiento de sangre, y que vincula factualmente  al príncipe con la sociedad que le rodea. Una sociedad, ésta, que situaría al príncipe en el  mundo adulto al que aún no ha accedido, y en cuyo seno habría caído directamente de haber cumplido bien su deber activo —la venganza—, pues habría accedido al trono, convirtiéndose en rey.

Por su parte, el conflicto de Hal es, precisamente el contrario: su inclinación por los placeres físicos, por ciertas acciones sensitivas excesivas, alejan al príncipe de la acción reflexiva propia a un alma intelectiva y necesaria para el buen gobierno de un rey. Falstaff, encarnación de estos excesos corporales, es espontaneidad y exceso; es cobardía y bellaquería; es confusión y volubilidad, egoísmo y astucia. Cuando Hal madura y ocupa el trono, se le exige justo lo contrario: sabiduría y mesura, valentía y nobleza, decisión y firmeza,  justicia y bondad. La corona —el deber— de Hal le exige una vida en la que Falstaff no tiene cabida; una vida regida por el alma intelectiva en todo momento, pues las responsabilidades a las que tiene que hacer frente son muchas y muy serias. Ser rey requiere una dedicación total de la persona: en tiempo, puesto que la solución de los problemas de gobierno necesita una reflexión y un cálculo de posibilidades y consecuencias muy complejo (aquí en España eso todavía está por descubrir); en cuerpo, puesto que la figura de rey, en tanto representación física del reino y su gobierno, no puede permitirse según qué libertades que dañen su imagen (sin comentarios al respecto); en alma porque, independientemente de la profesión de uno, si todo su tiempo está dedicado a su trabajo y su cuerpo controlado por él, no tiene posibilidad alguna de desligamiento o pausa, resultando de ello una cuasi-desaparición de la persona individual en favor de la figura social (aquí eso se lleva divinamente: la figura social sirve para esconder los tejemanejes personales al público).

Vemos, pues, cómo para ambos príncipes, el proceso de madurez —el sometimiento al deber—  supone un sacrificio personal: Hamlet, alma intelectiva, debe abandonar la individualidad pasiva del pensamiento, actividad interna, para realizar una acción no sólo física, sino también violenta; Hal, alma sensitiva, modera sus excesos, anteponiendo, a la alegría de vivir y las acciones que la facilitan, una actividad reflexiva e intelectual. Cada uno de ellos sacrifica su querer particular —la actividad intelectual uno, el placer sensual el otro— por obedecer a ese deber social que supone su acceso al mundo adulto; un sacrificio, éste, del que ninguno de los dos saldrá idemne: si Hamlet, amante de lo abstracto, muere físicamente, Hal lo harce simbólicamente al desterrar al Falstaff.

La muerte de Fasltaff —la real, no la fingida— es pues la muerte del príncipe Hal: en tanto encarnación de los deseos de éste, Falstaff es dependiente de él. Al desterrarlo, Hal rechaza su alma sensitiva, el impulso vital que le ha movido a lo largo de la adolescencia —de la obra—, desligándose de ese reflejo de sí mismo, de sus deseos inferiores. Ser de taberna sin cabida en la corte, alma sensitiva ajena a las reflexiones del gobernante intelectivo, Falstaff, como alegoría de los placeres y proyección de los deseos inferiores de Hal, pierde así su punto de referencia y muere por necesidad, pero esta muerte física no es más que el reflejo de la muerte simbólica de Hal: en tanto el deber de ser rey se plantea como conflicto, el personaje no puede morir físicamente, pero su alter-ego sensitivo, la encarnación de su querer, sí. De esta manera, la muerte de Falstaff presenta sobre escena la desaparición del individuo Hal bajo la figura social de Henry V; una muerte explícita para el espectador por el abandono de la escena que hace el rey tras la orden de destierro, dejando agonizante a encarnación de la parte de sí mismo que el deber le ha obligado a abandonar.

Muerte real de Hamlet y Falstaff, muerte simbólica de Hal y el fantasma. Si más arriba hablábamos de estructuras inversas de las obras, también las relaciones lo son: dos protagonistas con inclinaciones contrarias —los placeres sensibles Hal, el saber intelectual Hamlet— acompañados por dos sombras de sí mismos —la una de vitalidad y plenitud, la otra de estatismo e intangibilidad—. Si el conflicto de Hamlet se inicia con la orden concreta de un fantasma paterno y le persigue durante toda la obra, el de Hal aparece sugerido como un destino amenazante, también paterno, que sólo se concreta al final, teniendo como consecuencia la muerte de Falstaff. Una antítesis que, sin embargo, gira en torno a la dicotomía querer/deber, a una obligación inevitable de sacrificio personal por una necesidad social condicionada por una imposición incuestionable; a un sometimiento de la libertad individual a la colectividad como resultado del proceso de madurez y la entrada en el mundo adulto. La inevitabilidad del lazo sanguíneo se iguala pues a la del desarrollo humano y social: no hay poder contrario a esas imposiciones; no hay libertad de elección ante las leyes físicas de la vida.


Postula Aristóteles dos maneras de entender el concepto de alma: una, el principio de vida, ligado al placer sensitivo; la otra, el principio de racionalidad, ligado al placer intelectual. Postula, también, que «la virtud está en el punto medio entre dos extremos viciosos». Podríamos decir que es la carencia del punto medio lo que lleva a nuestros príncipes a sus trágicos finales: la muerte de Hamlet viene por la falta absoluta de actividad sensitiva, por mantenerse en el extremo intelectual hasta el punto de no saber interactuar con el mundo físico y social que le rodea; la de Falstaff representa para Hal el salto de un extremo a otro de la escala, manteniéndose aún en los puntos viciosos. Visto así, Shakespeare parece defender el principio sensitivo en base a la capacidad de acción, aunque la elegida no sea la mejor: la muerte de Hamlet, causada por la inactividad, es completa, cerrando así el ciclo del fantasma; el cambio de Hal, muerte parcial, permite todavía una corrección a posteriori, una segunda oportunidad para encontrar el punto medio necesario. Vida y acción aparecen pues íntimamente ligados: el ser humano siempre tendrá un deber que cumplir, pero también tendrá un poder para actuar y un querer que alcanzar. La cuestión es el encontrar el equilibrio, el punto medio entre deber y querer: si el primero puede parecer ineludible, el segundo tiene la capacidad, no de anularlo, pero sí de cambiarlo. Al fin y al cabo, dicen que querer es poder.

2 comentarios:

  1. qué difícil. a mí se me cae de las manos ya la epístola moral a fabio, y la tan barroca aceptación de la derrota de los anhelos, y no creo ni en el punto medio ni en equilibrio alguno entre el querer y el deber, y no soy partidario de acortar y ceñir el deseo, y sí, en cambio, de esperar obstinada y locamente. pero yo no sé vivir.

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  2. Ya, si estoy contigo. Pero si no encontramos happy-ending ni siquiera en la ficción, vaya tela de existencia nos espera :S

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