El profesor Souto
aventuraba que las palabras, elemento fundamental que la especie humana ha
construido para comunicarse, sobreviven solamente por un permanente y violento
esfuerzo de la memoria, mantenido sin desfalleciemiento en lo más íntimo de
cada ser desde que va conociendo los primeros rudimentos de la lengua. Un desmayo
de esa secreta voluntad y el súbito olvido hará que todo el gigantesco castillo
de las palabras, artificioso, ficticio, pierda su imposible coherencia y se
desmorone. (…) Venía a decir que también las palabras escritas eran, sin duda,
producto de una voluntad poderosa e inconsciente, que reflejaba en el interior
de cada uno el propósito colectivo de que aquellos signos gráficos tuviesen un
significado que trascendía inmensamente su forma; un significado que, al
convertirlas en una denominación reconocible y aceptada, era no sólo la
verdadera señal de la existencia de las cosas del mundo, sino el propio emblema
mágico que las hacía existir.
Dicen que el pensamiento nace a la par que el lenguaje, que
sólo puede desarrollarse una vez la cosa
tienen un nombre, una representación —fónica, gráfica— de sí misma que permite su
comunicación in absentia. Dicen,
también, que el concepto —abstracto en sí mismo— sólo tiene existencia física
dentro de esa representación comunicativa, puesto que nace en un interior intelectual
—individual por definición— que sólo se exterioriza por medio del lenguaje y
del discurso. El pensamiento abstracto, por tanto, depende del lenguaje, pero
el mismo lenguaje se configura en torno a ese pensamiento: el hecho de que todo
concepto abstracto sea femenino en francés, o que en inglés se utilice la misma
forma para el significado “voluntad” y la forma verbal del futuro conllevan no
sólo una forma de expresión, sino una forma de concepción del mundo.
Dicen, así, que el mundo es creado por medio del lenguaje:
el sueño americano parte de un relato escrito por cierto navegante que un día
encontró unas tierras desconocidas y quedó maravillado, no pudiendo comunicar
ese nuevo mundo más que con palabras pertenecientes al viejo, escogiendo entre
ellas las más hermosas, las más favorecedoras, y creando así un nuevo paraíso
terrenal al que sus lectores aspiraron a ir. La necesidad de comunicación de
una realidad para la que no había lenguaje adecuado fue pues la causa de la
creación de un nuevo continente cuya imagen mítica —¿literaria?— despertó
sueños dormidos de futuro y felicidad, provocando movimientos enteros de
migración; cambios drásticos de vida en busca de una promesa imposible de cumplir.
El cuento del navegante, su pintura lingüística, crearon un mito que aún hoy,
cinco siglos después, pervive en el imaginario de todo un planeta.
¿Qué pasa, sin embargo, si esta fe desaparece, si el sueño
muere? ¿Qué pasa si dejamos de creer en ese lenguaje que hace posible el mundo?
¿Desaparece el mundo? ¿Desaparece el lenguaje? ¿Desaparecemos nosotros,
animales racionales, definidos primeramente por medio del nombre de pila, del
de familia? Dicen que la era de la comunicación es también la de la
incomunicación: demasiadas posibilidades abruman, aíslan, enmudecen al
individuo. La relación cara a cara está siendo sustituida por relaciones
virtuales y en los cafés el silencio entre dos tazas se llena de sonidos de
teclas de móvil: existencia escrita y distante que anula la cercanía del discurso
oral, grabando en una memoria impalpable palabras que debería llevarse el
viento, que deberían ser olvidadas, y que sin embargo quedarán fijadas para
siempre, invariables e impertérritas como pruebas irrefutables de abogado
acusador: «Dijiste esto»; «Escribiste lo otro». Y en los cafés, silencio y
distancia; incomunicación. El gesto, la mirada, la risa del directo quedarán olvidadas en el brillo de la pantalla
y de la sucesión de letras, de la tristeza del discurso puramente lingüístico, abstracto
y parcial, frío y embustero. Apenas nuevos códigos de expresión facial —dos
puntos y paréntesis; XD— que codifican y sustituyen pobremente una risa
cristalina o basta o sincera, una ceja escéptica levantada, unos ojos de
sorpresa que cambian con cada interlocutor y que el mensaje escrito despersonaliza,
unificando todas las expresiones en una. Y, poco a poco, el silencio nos
convierte en personajes: yoes escritos y normalizados, codificados bajo un
correlato gráfico que va perdiendo su sonido y su ritmo, su cadencia y
entonación; correlato limitado y que limita, separa, incomunica. Silencio en
los cafés y desaparición de la realidad tangible; y en la era de la comunicación,
comunicación virtual, existencia virtual, relaciones virtuales, yoes virtuales.
Y en la lengua, creadora de esa nueva existencia, “virtual” aparece enlazado
con “ficticio”. Y el yo —el yo narrador; el yo discursivo— no es más que el yo
lingüístico de ese mundo virtual; no es más que el yo ficticio de un correlato
lingüístico, literario; yo ausente del otro, del lector, del receptor de esa
cadena de signos aleatorios y al que sólo conozco por una cadena como la mía. Y
el yo y el otro no son más que ficciones escritas. Y en los cafés, silencio;
silencio y ausencia; incomunicación.
Scala creatorum, recuerda, Amparo. "Sólo por el nombre se conoce a hombre", aunque esto ya parezca una de las máximas de Juego de Tronos.
ResponderEliminarSegún cierto señor búlgaro llamado Todorov todo género literario se corresponde a un acto del habla. De relatar, relatarnos por escrito. De whatsappear, la conversión que sufrimos en personajes de nuestra propia paranoia diaria. El autor es personaje. Una especie de autobiografías virtuales con forma dramática y dialogada se va creando fragmentariamente, como el "corps morcelé" que, según Montaigne, hemos sido desde siempre....