martes, 28 de mayo de 2013

How would you say "mal rollo" in...?






Servidora ha vuelto a caer en los vicios intelectuales; esto es, en hacer turismo de biblioteca en búsqueda constante de citas de autoridad. Y digo citas de autoridad porque, para una niñata de licenciatura, ver sus intuiciones corroboradas por los mayores —y por mayores entiéndase aquellos a los que se ha publicado y republicado y a los que otros nombres publicados y republicados hacen referencia— lleva a una hinchazón del ego que no viene nada mal de vez en cuando y, más aún, cuando de lo que hablamos es, como decía antes, de uno de sus géneros favoritos.

Ahora bien, servidora tiene una importante pega que hacerles a los mayores y es que, a veces, parece que se olvidan de leer literatura: cuando uno se mueve por ciertos andurriales, debería tener siempre presentes textos —textos concretos, oséase, citas— de autores como Hoffmann y Gautier, como Poe y Maupassant y como, por supuesto, Shelley y Stoker. Quiero decir con esto que la cronología —tanto literaria como teórica— no está exenta de cambios conceptuales ligados a la evolución darwiniana, pero ello no debería ser óbice ni cortapisa para mantener los pies en el suelo sobre ciertas constantes genéricas que parecen desaparecer con los cambios terminológicos. Me refiero, fundamentalmente, a la distinción entre género fantástico y género de terror.

Cualquiera que se adentre en esta oscuridad conceptual se dará cuenta, en poco tiempo, de que lo que empezó siendo definido como literatura de terror pasó a convertirse en «lo fantástico». No nos vamos a detener ahora en el juego lingüístico que supone el uso de un enclítico deíctico para referirse a un concepto al que se asocian términos como «indecible», «inefable», «irracional» —muy a la manera freudiana— y que es definido por algunos como «lo que debiendo permanecer oculto, se ha revelado», provocando un efecto de inquietud en el pobre desgraciado que se haya atrevido a asomarse a ese abismo de oscuridad que suponen los límites epistemológicos y metafísicos del conocimiento humano, esto eso, a lo desconocido, incomprensible e inconcebible para la mente racionalista que se impone en nuestra realidad cotidiana. Para no enrollarnos con los tencnicismos, resumiremos el concepto diciendo que, dado que de lo que aquí se habla es de una suerte de extra-realidad que da muy mal rollo.

Un lector normal asociaría esta sensación directamente al género terror y no se equivocaría. Un teórico, sin embargo, dividiría este género en tres etapas —el gótico (en el siglo XVIII), el fantástico (en el XIX) y el neofantástico (en el XX)— y postularía esta evolución en base a cambios en las estrategias narrativas de representación de la realidad derivadas de la propia comprensión socio-cultural de esta realidad. En cristiano: si lo que da mal rollo es la ruptura de los esquemas mentales que organizan nuestra realidad a causa del enfrentamiento con un elemento externo a ella, la representación literaria —y ficcional— viene marcada por la percepción de realidad que una cultura tiene en cada momento. En el siglo XVIII, el conflicto se establece por la expulsión del elemento sobrenatural de los esquemas racionalistas impuestos por la Ilustración, de manera que el monstruo sigue teniendo la materialidad corpórea propia del folklore colectivo, tan recientemente desechado: lo que cambia es la realidad misma. En el XIX, la evolución de la narrativa moderna —esto es, de la novela en la que los personajes evolucionan psicológicamente— lleva a una progresiva interiorización del problema en la que el monstruo pasa a convertirse en los propios fantasmas del personaje, en ese aterrador lado irracional e incivilizado que más tarde se denominaría como inconsciente y que conlleva que el monstruo es el propio ser humano: lo que cambia somos nosotros. En el siglo XX, sin embargo, el mal rollo no proviene de una duda en cuanto a lo que ocurre y percibimos o en cuanto a lo que verdaderamente somos, sino de la crisis de fe en la existencia de una realidad estable y definida a la que atenerse: la realidad racionalista desaparece, diluída en otra realidad, y es esa incapacidad de establecer una u otra como verdadera lo que da el mal rollo, condición sine qua non para que un texto se inscriba en el género fantástico: lo que cambia es el texto.

Si más arriba decíamos que «lo fantástico» se asocia a ciertos términos que denotan la crisis del lenguaje, en el siglo XX esta crisis está directamente relacionada con la percepción de realidad, no por nada, sino porque la realidad pasa a ser exclusivamente la del texto y, como bien saben, la materia prima del texto es el lenguaje. Ahora bien, si el lenguaje deja de referirse a una realidad extratextual —esto es, referencial—, «lo fantástico» queda exclusivamente al nivel de la narración —y es la propia construcción de la narración lo que le da forma—, el lenguaje, en tanto forma de comunicación, entra en crisis. De ahí las referencias a la inefabilidad, a la indecibilidad y a sinónimos varios que resumen dicha incapacidad del lenguaje y que, por otro lado, se constituye como el cimiento del mal rollo que el texto fantástico genera en el lector.

Volviendo un poco al inicio, la crítica fundamental que servidora hace a los mayores es su apelación exclusiva a autores del siglo XX a la hora de explicar esta crisis del lenguaje y de relacionarla con ciertas narrativas. Bien es cierto que Lovecraft —y seguidores— y Cortázar serían los autores que mejor representarían esta relación intrínseca entre los límites de la realidad y los límites del lenguaje pero la presencia de éste último aparece en la literatura de terror desde el principio de los tiempos. Me refiero, con esto, a las dos grandes obras que algunos han postulado como modelo de las dos estructuras fundamentales del género, a saber, Frankenstein y Drácula.

Grosso modo, si se postula el terror como el enfrentamiento entre lo conocido explicable de la mente racional y lo desconocido inexplicable de algo más allá de lo racional —llámese sobrenatural, inconsciente o realidad paralela—, el terror en estas dos obras viene provocado, respectivamente, por el exceso de curiosidad y por la ignorancia; concretamente, en cuanto a uno de los grandes misterios del Ser Humano: la muerte. Shelley, más cercana a los inicios de la explosión racionalista de la Ilustración, se remonta al Fausto de Marlowe —o, más posiblemente, al de Goethe—, obra escrita durante el primer periodo cientifista de la Modernidad occidental, para presentarnos un conflicto que el refranero español tiene la bondad de resumirnos como «la curiosidad mató al gato» y que, enfocado a la aplicación de los avances científicos para la resolución de uno de los grandes límites del conocimiento humano, acaba por producir una amenaza para la propia humanidad. Stoker, por su parte, retoma una figura folklórica, aparecida por separado en cada una de las grandes culturas de la Antigüedad —de Grecia a Japón, pasando por Babilonia y las culturas precolombinas—, y que se convierte en amenaza a causa de la negación de su existencia por la mente racionalista, esto es, por la frontera científica estipulada ante uno de los límites del saber humano. Conocimiento, muerte y amenaza se postulan pues como los elementos estructurales de dos novelas de mensaje antitético y que se inscriben, ambas, dentro de ese género que los lectores llaman terror y los teóricos, fantástico siniestro.

Bien es cierto que estas obras pertenecen a esa etapa de «lo fantástico» en la que el monstruo aún es externo al protagonista —el otro es otro y no yo mismo— y que, por tanto, no es necesaria la crisis del lenguaje que, en los últimos tiempos, parece ser tan necesaria para crear la sensación de mal rollo propia del género. Sin embargo, olvidar la importancia dada por Shelley y Stoker al lenguaje es un completo error: baste recordar la detallada descripción del proceso de adquisición de la lengua inglesa por el monstruo y su petición de escucha a su creador; baste notar la sensación de incomodidad de Harker ante su desconocimiento de las lenguas eslavas en la puerta de la fonda o los constantes errores gramaticales de Van Helsing. La incomunicación lingüística fluye como tema implícito a lo largo de ambos textos, poniendo de manifiesto la relación entre el horror y el lenguaje ya desde los primeros tiempos, antes de que éste entre en la crisis definitiva del siglo XX.

 Podríamos, en este momento, remontarnos a ciertas ideas demiúrgicas que también tienen su origen en el principio de los tiempos; aquellas que defienden la creación del mundo a través de la palabra y que los Románticos —¡Oh, casualidad! ¡Seguimos en el siglo XIX!— tomaron como pendón de guerra para su lucha contra la mímesis aristotélica. Podríamos, ahora, recordar ciertas teorías filosóficas que postulan que el lenguaje marca los límites de la realidad humana, ya que es el nombre lo que da forma a los conceptos con los que categorizamos y organizamos esta realidad. Podríamos, también, retomar ciertas hipótesis sobre la comunicación exlusivamente lingüística de un discurso filosófico —y, más concretamente, metafísico— centrado en el estudio de los límites entre el yo y el mundo. O podríamos, simplemente, retomar esa idea de «lo fantástico» como la forma narrativa que enfrenta lo posible y lo imposible, lo conocido y lo desconocido, intentando expresar mediante el lenguaje aquello que no entra en el propio lenguaje.

La imposiblidad de comunicación lingüística, pues, no se constituye como un rasgo adquirido a través de una evolución del género de terror, sino como algo propio, ya latente en las primeras obras. Obviamente, los niveles de imbricación temática y formal no son tan fuertes en un momento en el que no se deconstruye la realidad textual —esto es, la representación de la realidad extratextual en el texto—, pero lo que esto conlleva no es la ausencia, sino su representación de otra manera: si en el sigloXX esta amenaza a los esquemas de realidad se construye gracias a una desestructuración en el nivel de la narración —es decir, de manera estructural y lingüística, fundamentalmente—, la exterioridad del monstruo decimonónico se corresponde con un planteamiento de la imposibilidad de comunicación en un nivel más externo, es decir, al discurso de los personajes. Así, tanto en Frankenstein como en Drácula se alude a dos niveles lingüísticos: de un lado, la alusión a las lenguas extranjeras y, del otro, la incapacidad del propio lenguaje para designar la nueva realidad. En cuanto al primero, el desconocimiento de la lengua del otro —el moldavo para Jonathan Harker, el sistema lingüístico en sí para el monstruo de Frankenstein— se constituyen como una barrera infranqueable de comunicación con el otro, equivalente a la del autor con el lector a la hora de plasmar en el texto ese elemento incomprensible. Cabe destacar, en este sentido, las constantes referencias a las traducciones de libros en los Mitos de Cthulhu, que, a la manera del diccionario de bolsillo de Harker, simbolizan físicamente  el desfase lingüístico entre el contenido conceptual y la forma de comunicarlo, es decir, la imposibilidad de establecer una conexión lógico-lingüística entre el yo conocido y el otro desconocido. El monstruo de Frankenstein, por su parte, se sitúa precisamente en el otro lado; en el lado de lo desconocido que pretende hacerse entender para dejar de constituirse como una amenaza y que  ha de esperar hasta adquirir los conocimientos necesarios de la norma lingüística para realizar su primer intento de comunicación. El fracaso de la criatura al ser vista —es decir, al ser percibida no a través de esa forma de comunicación lingüística, sino mediante el sentido de la vista, que pone de manifiesto su monstruosidad física, que no intelectual— corresponde, de nuevo, con esa incapacidad del lenguaje referencial para comunicar aquello que va más allá de lo racionalmente conocido, puesto que la apariencia de la criatura supera lo visualmente conocido, o mejor, aceptado.

En cuanto al hecho comunicativo en sí, ha de retomarse aquí el principio de cooperación, propio de la pragmática lingüística: igual que dos no se pelean si uno no quiere, no hay comunicación si uno se niega a escuchar. Así, los ruegos de la criatura hacia su propio creador remiten a la negación de la mente racionalista por aceptar un área de realidad que sobrepasa los límites del conocimiento científico sobre las leyes de la vida y la muerte y que, a su vez, supone la base sobre la que se cimienta el propio género fantástico y de terror. Cabe destacar, a este respecto, el contraste que Van Helsing supone respecto a Frankenstein: pese a pertenecer ambos al mundo científico, este último se enmarca en el racionalismo post-ilustrado de principios de siglo, focalizando su rechazo hacia lo antinatural (a falta de sobrenatural en el relato), mientras que el primero pertenece a otra forma de pensamiento más próxima a la futura crisis del siglo XX y que pone en entredicho el establecimiento de la realidad en función de los conceptos de natural y sobrenatural, defendiendo una apertura del pensamiento científico a la consideración de la existencia real de elementos inexplicables por las leyes naturales. Si a nivel narrativo esta idea se plantea en no pocas ocasiones —Van Helsing es el que introduce la idea del vampiro en la mente racionalista del resto de personajes—, a nivel lingüístico vemos a un holandés que no se ve frenado por su conocimiento relativamente bajo de una lengua extranjera a la hora de intentar, por todos los medios, comunicarse con el resto de personajes y convencerles de la existencia del ser sobrenatural. Así, los continuos errores gramaticales que caracterizan su discurso —tan similares, por otra parte, a la ruptura lingüística que caracteriza los relatos de Cortázar— podrían fácilmente asimilarse a esa imposibilidad de enunciación de lo incomprensible, a esa fractura entre lenguaje y realidad derivada del enfrentamiento de la mentalidad racional con lo imposible, postulada como rasgo propio del género fantástico y que pasará a ser fundamental durante el siglo XX.

El discurso de Van Helsing, pues, anticipa algo que los teóricos tan sólo resaltarán en la narrativa fantástica posterior pero que, como vemos, está ya latente en las obras más clásicas del género: la correlación entre la crisis del concepto de realidad narrativa y la crisis del lenguaje utilizado en la narración. La crítica que servidora hace de los mayores, pues, es el olvido de los grandes clásicos del terror por otros textos literarios con los que comparten los dos rasgos caracterizadores del género, a saber: el mal rollo y la crisis del lenguaje que conlleva la representación lingüística de lo imposible (y, por tanto, innombrable). Más aún, la crítica que servidora hace de los mayores es que ese olvido viene causado por un intento de legitimación del género impuesto por un cambio terminológico con el que se pretende disimular el carácter de literatura popular que tradicionalmente ha tenido el terror, sustituyéndolo por la lexicalización «lo fantástico» con el fin de incluir este género entre aquellas categorías literarias dignas de interés para su estudio. Esto es: si, efectivamente, «lo fantástico» es ese tipo de narración en la que salen a la luz aquellos puntos oscuros del saber humano que huyen de toda clasificación racional y en la que se habla sobre lo inefable, es comprensible la elección de un término que, como ya se ha dicho antes, diluye su propio significado con el uso de un enclítico deíctico que apunta, precisamente, a la imposibilidad de nombrar —y clasificar— el contenido del relato. Dicho cambio terminológico apunta a un desplazamiento del interés por el género —desde el efecto que causa en el lector hacia los mecanismos que provocan este efecto— que, a su vez, provoca un desfase entre la percepción del género por parte del lector y por parte de la teoría, puesto que para el primero sigue constituyéndose como terror y, para la otra, como fantástico. Plantear los orígenes de «lo fantástico» en el terror, defender como propia la sensación de mal rollo y la crisis del lenguaje, contradice no sólo la percepción que el lector tiene del género, sino también la de los autores como el tan admirado Lovecraft. Imponer, por tanto, una nomenclatura específica, sólo aplicada en el campo teórico con el objetivo de introducir el género dentro del marco de interés académico, no es sino una pretensión propia de ese racionalismo ilustrado que resultó caldo de cultivo para el propio género del terror: la de introducir y categorizar aquello que existe en la realidad literaria pero que la teoría se niega a aceptar por pertenecer a ese mundo de superstición propio de la mentalidad popular, del lector a pie de calle. La pega de servidora a los mayores es que, lejos de imitar a Van Helsing y aceptar la existencia del terror como género propio, optan por el rechazo de Frankenstein a su criatura, intentando negar su propia creación al cambiarle el nombre. «Lo fantástico», pues, no es sino la respuesta atemorizada de un lenguaje que se niega a aceptar lo incomprensible: la literatura de terror no es, como siempre se ha pensado, una tontería cualquiera; la literatura de terror enlaza con la metafísica, la ontología y la epistemología y muestra los límites de lo cognoscible, y por eso es de terror. Señores, respeto sus canas y me han enseñado mucho, pero no se confundan: el mal rollo es mal rollo, lo llamen ustedes como lo llamen. Y, de toda la vida, los lectores lo hemos llamado literatura de terror.

jueves, 2 de mayo de 2013

Scribo ergo sum




Un soneto me manda hacer Violante,
que en mi vida me he visto en tanto aprieto;
catorce versos dicen que es soneto;
burla burlando, van los tres delante.

Yo pensé que no hayara consonante,
y estoy a la mitad de otro cuarteto;
mas si me veo en el primer terceto,
no hay cosa en los cuartetos que me espante.

Por el primer terceto voy entrando,
y parece que entré con pie derecho,
pues fin con este verso le voy dando.

Ya estoy en el segundo, y aún sospecho,
que voy los trece versos acabando;
contad si son catorce, y está hecho.


La playa. Servidora se va a estudiar a la playa. Supuestamente a escribir. (Sí, escribir. Eso que no hace desde siglos ha, sólo que en serio, para un trabajo de nota.) Total, que aquí está: mirando un mar nublado y con los pies pegados a la calefacción. ¿Que qué ventaja frente al despacho usual? Unas vistas de atalaya morisca limitadas por sendos cabos que abrazan ese azul inmenso que corta la palidez del atardecer nuboso. A la espalda, desierto norteño de Levante, con palmeras y un sol de justicia del que hemos salido guiri-gambas con sólo ir al mercado.

La playa, para escribir. Sí, sí; muy bien. Pero cuando tienes algo que escribir. No cuando son cuatrocientas cosas diferentes, con tantos detalles, tan organizados, tan esquemáticos. Servidora está aprendiendo a odiar la rigitud de los esquemas. ¡Viva el discurso redactado! ¡Vivan las vueltas y revueltas! ¡Viva el laberinto montaignese (no sé si existe esa palabra) del flujo de conciencia! ¡Viva, viva! ¡Y mueran los guiones y las llaves, las jerarquías, los destrenzamientos de los conceptos! ¡Muerte al collar de engarces baratos entre conceptos!

Porque ustedes han de saberlo: un esquema es lo más antilingüístico que uno pueda echarse a la cara. Las palabras desaparecen en sí mismas: desaparecen sus relaciones naturales, su sensualidad, su mezcla; el toque único del término exacto es anulado por la fría definición contextuada por el concepto concreto. La palabra del esquema es una palabra muerta, encadenada sin remedio en una celda oscura, apenas comunicada con otras celdas a través de un pasillo de prisión precedido por una antecámara y de la que sale otro pasillo que comunica con otras antecámaras, y éstas, a su vez, con otras por pasillos similares; y así hasta llegar a la puerta de entrada, al concepto que encabeza la primera llave. El esquema se convierte así en el aterrador laberinto que aprisiona las palabras en celdas de incomunicación.

Y luego, claro, pretenden que esas celdas se enlacen así, como si nada. Y servidora, que ya ha perdido la costumbre (porque ustedes pensarán que no, pero dedicarse a escribir paridas, de coña y por libre, ayuda a la hora de tener que hacerlo seriamente, para un trabajo de nota), se planta ante la dichosa hoja en blanco a ver pasar elefantes volando desde su atalaya morisca.

A todo esto, decir que lo que le ronda a una en la cabeza es cierto cuento de Unamuno en el que el hombre se hace autopublicidad como catedrático de griego y se convierte en héroe de su propio cuento chino. Aquí, todos héroes: el escritor, el que le ha encargado el cuento y don Miguel, el héroe de su cuento. Y él, venga a dar vueltas y revueltas sin llegar a ningún sitio claro. ¿Qué? ¿Se creen ustedes que lo de Quevedo viene de la nada? ¡No, hombre! Lo de Quevedo viene de que don Miguel le va citando según escribe el cuento que le han encargado y que, claro, como él no es escritor de cuentos, pues a ver qué va a escribir. Y a todo esto servidora, que se ha venido a la playa a hacer un trabajo y que no sabe cómo empezarlo, y que realmente lo que quiere es escribir sus propias paridas y no las paridas de nota. En fin...

Aunque, bien mirado, ¿por qué no iba a ser ésta una parida propia? ¿Por qué no iban a ser ustedes mis conejillos de indias (ahora que me he aficionado a esto de los experimentos de lectura)? Y, peor todavía, ¿qué diablos hacen ustedes leyéndome todavía? Porque, claro, se pensarán que detrás de todo esto hay una persona de carne y hueso. Y es hasta posible —yo no digo que no—, pero harto improbable; porque ya saben ustedes que la primera persona de toda narración es un «yo» ficticio como una casa. ¡Scribo ergo sum! Pero sum en una dimensión paralela, exclusivamente de palabras. Ahora, eso sí: palabras vivas y en redacción; si no, ese sum desaparece. ¡Muerte a los esquemas! ¡Viva la redacción!

Además, miren cómo se pasa el tiempo escribiendo paridas: que si paras, que si corriges, que si te lías un piti, que si vuelves a leerlo, una ojeada por la ventana... y de repente ya es de noche y no se ve el mar. No está mal, para echar la tarde, para ir calentando. A lo mejor así el dichoso soneto sale mejor. Pero ya mañana, cuando haga sol; cuando al mirar por la ventana de la atalaya morisca se vuelva a ver el azul inmenso abrazado por los dos cabos de tierra firme.