Un soneto me manda
hacer Violante,
que en mi vida me he
visto en tanto aprieto;
catorce versos dicen
que es soneto;
burla burlando, van
los tres delante.
Yo pensé que no hayara
consonante,
y estoy a la mitad de
otro cuarteto;
mas si me veo en el
primer terceto,
no hay cosa en los
cuartetos que me espante.
Por el primer terceto
voy entrando,
y parece que entré con
pie derecho,
pues fin con este
verso le voy dando.
Ya estoy en el
segundo, y aún sospecho,
que voy los trece
versos acabando;
contad si son catorce,
y está hecho.
La playa. Servidora se va a estudiar a la playa.
Supuestamente a escribir. (Sí, escribir. Eso que no hace desde siglos ha, sólo
que en serio, para un trabajo de nota.) Total, que aquí está: mirando un mar
nublado y con los pies pegados a la calefacción. ¿Que qué ventaja frente al
despacho usual? Unas vistas de atalaya morisca limitadas por sendos cabos que
abrazan ese azul inmenso que corta la palidez del atardecer nuboso. A la
espalda, desierto norteño de Levante, con palmeras y un sol de justicia del que
hemos salido guiri-gambas con sólo ir al mercado.
La playa, para escribir. Sí, sí; muy bien. Pero cuando
tienes algo que escribir. No cuando son cuatrocientas cosas diferentes, con
tantos detalles, tan organizados, tan esquemáticos. Servidora está aprendiendo
a odiar la rigitud de los esquemas. ¡Viva el discurso redactado! ¡Vivan las
vueltas y revueltas! ¡Viva el laberinto montaignese (no sé si existe esa
palabra) del flujo de conciencia! ¡Viva, viva! ¡Y mueran los guiones y las llaves,
las jerarquías, los destrenzamientos de los conceptos! ¡Muerte al collar de
engarces baratos entre conceptos!
Porque ustedes han de saberlo: un esquema es lo más
antilingüístico que uno pueda echarse a la cara. Las palabras desaparecen en sí
mismas: desaparecen sus relaciones naturales, su sensualidad, su mezcla; el
toque único del término exacto es anulado por la fría definición contextuada
por el concepto concreto. La palabra del esquema es una palabra muerta,
encadenada sin remedio en una celda oscura, apenas comunicada con otras celdas
a través de un pasillo de prisión precedido por una antecámara y de la que sale
otro pasillo que comunica con otras antecámaras, y éstas, a su vez, con otras
por pasillos similares; y así hasta llegar a la puerta de entrada, al concepto
que encabeza la primera llave. El esquema se convierte así en el aterrador
laberinto que aprisiona las palabras en celdas de incomunicación.
Y luego, claro, pretenden que esas celdas se enlacen así,
como si nada. Y servidora, que ya ha perdido la costumbre (porque ustedes
pensarán que no, pero dedicarse a escribir paridas, de coña y por libre, ayuda
a la hora de tener que hacerlo seriamente, para un trabajo de nota), se planta
ante la dichosa hoja en blanco a ver pasar elefantes volando desde su atalaya
morisca.
A todo esto, decir que lo que le ronda a una en la cabeza es
cierto cuento de Unamuno en el que el hombre se hace autopublicidad como
catedrático de griego y se convierte en héroe de su propio cuento chino. Aquí,
todos héroes: el escritor, el que le ha encargado el cuento y don Miguel, el
héroe de su cuento. Y él, venga a dar vueltas y revueltas sin llegar a ningún
sitio claro. ¿Qué? ¿Se creen ustedes que lo de Quevedo viene de la nada? ¡No,
hombre! Lo de Quevedo viene de que don Miguel le va citando según escribe el
cuento que le han encargado y que, claro, como él no es escritor de cuentos,
pues a ver qué va a escribir. Y a todo esto servidora, que se ha venido a la
playa a hacer un trabajo y que no sabe cómo empezarlo, y que realmente lo que
quiere es escribir sus propias paridas y no las paridas de nota. En fin...
Aunque, bien mirado, ¿por qué no iba a ser ésta una parida
propia? ¿Por qué no iban a ser ustedes mis conejillos de indias (ahora que me
he aficionado a esto de los experimentos de lectura)? Y, peor todavía, ¿qué
diablos hacen ustedes leyéndome todavía? Porque, claro, se pensarán que detrás
de todo esto hay una persona de carne y hueso. Y es hasta posible —yo no digo
que no—, pero harto improbable; porque ya saben ustedes que la primera persona de
toda narración es un «yo» ficticio como una casa. ¡Scribo ergo sum! Pero sum
en una dimensión paralela, exclusivamente de palabras. Ahora, eso sí: palabras
vivas y en redacción; si no, ese sum
desaparece. ¡Muerte a los esquemas! ¡Viva la redacción!
Además, miren cómo se pasa el tiempo escribiendo paridas:
que si paras, que si corriges, que si te lías un piti, que si vuelves a leerlo,
una ojeada por la ventana... y de repente ya es de noche y no se ve el mar. No está
mal, para echar la tarde, para ir calentando. A lo mejor así el dichoso soneto
sale mejor. Pero ya mañana, cuando haga sol; cuando al mirar por la ventana de
la atalaya morisca se vuelva a ver el azul inmenso abrazado por los dos cabos
de tierra firme.
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