jueves, 2 de mayo de 2013

Scribo ergo sum




Un soneto me manda hacer Violante,
que en mi vida me he visto en tanto aprieto;
catorce versos dicen que es soneto;
burla burlando, van los tres delante.

Yo pensé que no hayara consonante,
y estoy a la mitad de otro cuarteto;
mas si me veo en el primer terceto,
no hay cosa en los cuartetos que me espante.

Por el primer terceto voy entrando,
y parece que entré con pie derecho,
pues fin con este verso le voy dando.

Ya estoy en el segundo, y aún sospecho,
que voy los trece versos acabando;
contad si son catorce, y está hecho.


La playa. Servidora se va a estudiar a la playa. Supuestamente a escribir. (Sí, escribir. Eso que no hace desde siglos ha, sólo que en serio, para un trabajo de nota.) Total, que aquí está: mirando un mar nublado y con los pies pegados a la calefacción. ¿Que qué ventaja frente al despacho usual? Unas vistas de atalaya morisca limitadas por sendos cabos que abrazan ese azul inmenso que corta la palidez del atardecer nuboso. A la espalda, desierto norteño de Levante, con palmeras y un sol de justicia del que hemos salido guiri-gambas con sólo ir al mercado.

La playa, para escribir. Sí, sí; muy bien. Pero cuando tienes algo que escribir. No cuando son cuatrocientas cosas diferentes, con tantos detalles, tan organizados, tan esquemáticos. Servidora está aprendiendo a odiar la rigitud de los esquemas. ¡Viva el discurso redactado! ¡Vivan las vueltas y revueltas! ¡Viva el laberinto montaignese (no sé si existe esa palabra) del flujo de conciencia! ¡Viva, viva! ¡Y mueran los guiones y las llaves, las jerarquías, los destrenzamientos de los conceptos! ¡Muerte al collar de engarces baratos entre conceptos!

Porque ustedes han de saberlo: un esquema es lo más antilingüístico que uno pueda echarse a la cara. Las palabras desaparecen en sí mismas: desaparecen sus relaciones naturales, su sensualidad, su mezcla; el toque único del término exacto es anulado por la fría definición contextuada por el concepto concreto. La palabra del esquema es una palabra muerta, encadenada sin remedio en una celda oscura, apenas comunicada con otras celdas a través de un pasillo de prisión precedido por una antecámara y de la que sale otro pasillo que comunica con otras antecámaras, y éstas, a su vez, con otras por pasillos similares; y así hasta llegar a la puerta de entrada, al concepto que encabeza la primera llave. El esquema se convierte así en el aterrador laberinto que aprisiona las palabras en celdas de incomunicación.

Y luego, claro, pretenden que esas celdas se enlacen así, como si nada. Y servidora, que ya ha perdido la costumbre (porque ustedes pensarán que no, pero dedicarse a escribir paridas, de coña y por libre, ayuda a la hora de tener que hacerlo seriamente, para un trabajo de nota), se planta ante la dichosa hoja en blanco a ver pasar elefantes volando desde su atalaya morisca.

A todo esto, decir que lo que le ronda a una en la cabeza es cierto cuento de Unamuno en el que el hombre se hace autopublicidad como catedrático de griego y se convierte en héroe de su propio cuento chino. Aquí, todos héroes: el escritor, el que le ha encargado el cuento y don Miguel, el héroe de su cuento. Y él, venga a dar vueltas y revueltas sin llegar a ningún sitio claro. ¿Qué? ¿Se creen ustedes que lo de Quevedo viene de la nada? ¡No, hombre! Lo de Quevedo viene de que don Miguel le va citando según escribe el cuento que le han encargado y que, claro, como él no es escritor de cuentos, pues a ver qué va a escribir. Y a todo esto servidora, que se ha venido a la playa a hacer un trabajo y que no sabe cómo empezarlo, y que realmente lo que quiere es escribir sus propias paridas y no las paridas de nota. En fin...

Aunque, bien mirado, ¿por qué no iba a ser ésta una parida propia? ¿Por qué no iban a ser ustedes mis conejillos de indias (ahora que me he aficionado a esto de los experimentos de lectura)? Y, peor todavía, ¿qué diablos hacen ustedes leyéndome todavía? Porque, claro, se pensarán que detrás de todo esto hay una persona de carne y hueso. Y es hasta posible —yo no digo que no—, pero harto improbable; porque ya saben ustedes que la primera persona de toda narración es un «yo» ficticio como una casa. ¡Scribo ergo sum! Pero sum en una dimensión paralela, exclusivamente de palabras. Ahora, eso sí: palabras vivas y en redacción; si no, ese sum desaparece. ¡Muerte a los esquemas! ¡Viva la redacción!

Además, miren cómo se pasa el tiempo escribiendo paridas: que si paras, que si corriges, que si te lías un piti, que si vuelves a leerlo, una ojeada por la ventana... y de repente ya es de noche y no se ve el mar. No está mal, para echar la tarde, para ir calentando. A lo mejor así el dichoso soneto sale mejor. Pero ya mañana, cuando haga sol; cuando al mirar por la ventana de la atalaya morisca se vuelva a ver el azul inmenso abrazado por los dos cabos de tierra firme.

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