Tragedia griega: la Rapsodia
in Blue de Fantasía 2000 no está
en Youtube. Siempre se puede descargar la película, pero servidora no puede
evitar preguntarse qué parte de lo que dice se entenderá decentemente si sus
lectores no conocen directamente el material del que habla. Youtube facilita
hasta veinte versiones de la pieza —incluída una por el propio compositor—,
pero en ningún caso el vídeo de la Disney, lo cual nos deja con sólo la mitad
de los datos. Siento decir que los deberes son que se busquen ustedes las
castañas para conseguirlo.
Bien. En otro orden de cosas, un poco de historia al
respecto de la pieza: George Gershwin, más conocido por sus innumerables piezas
de música ligera, tipo jazzístico —de Fred Astaire a La Voz, pasando por Billie
Hollyday, Ella Fitzgerald e incluso instrumentistas como Louis Armstrong, Charlie
Parker o Benny Goodman, por citar los más conocidos—, tiene en su haber tres
grandes piezas serias. A saber: la que nos ocupa; aquella que da nombre a un
conocido musical dirigido por Vicente Minnelli y protagonizado por Gene Kelly;
y una ópera de temática amorosa cuya ambientación recuerda a la de Las aventuras de Huckleberry Finn.
Una vez situados, decir que Gershwin pertenece a esos
compositores de vanguardia que, tras la crisis de la tonalidad culminada por
Mahler, intentan resucitar la música clásica de alguna manera y se deciden por
la mezcla con la música popular. Al igual que Lorca encasquetó imágenes
surrealistas en romances agitanados o Stravinsky incluyó y reinstrumentó
melodías típicas rusas en sus piezas, Gershwin hizo lo propio. Claro que
hablamos de un neoyorquino engominado, con traje de raya diplomática y
zapatos blanquinegros de mafioso. ¿Cuál es entonces la música popular de la que
parte? El jazz, of course. ¿Qué otra
podría recuperar un yanqui urbanita? Obviamente, el country no —entre otras cosas
porque la música country todavía estaba en pañales en ese momento—. Podría haberle
dado también por el blues o el charlestón —y, de hecho, cuando una escucha sus
piezas nunca termina de descartar del todo el primero—, pero la mayor parte de
las versiones que se han realizado de sus obras serias han sido por músicos de
jazz, así que juzguen ustedes mismos.
En cuanto a la versión Disney de Rapsodia in Blue, lo más sorprendente es la relectura de una pieza
estrenada en 1924, con una estética propia de la época y una historia más
adecuada a los comienzos del siglo XXI. Dejando al margen el hábil uso de los colores para diferenciar a los personajes protagonistas de la masa urbana monocromática, las historias que se nos presentan pueden muy bien darse —de hecho se
dan— hoy en día: el obrero con aspiraciones artísticas; el desempleado en busca
de trabajo; el burgués atrapado por las obligaciones de una vida vacía; la niña
con falta de cariño familiar. Dos aspiraciones profesionales y dos anhelos emocionales:
la intrahistoria de una vida urbana insatisfactoria y alienante muy en consonancia con la situación actual.
Vayamos por partes. La Rapsodia
in Blue es un concierto para piano y orquesta, lo que vemos en el contraste
melódico individuo/sociedad, tan bien representado por esos personajes comprimidos
en metros y ascensores y que, fuera de la lata de sardinas que los obliga al
contacto físico, viven en la completa incomunicación que todo aquel que haya
cogido la línea 10 en hora punta conoce. El allegro
orquestal, caos y prisa de la ciudad, arrastra a la masa anónima de un sitio a
otro, de una actividad a otra, sin momento de respiro o reflexión y
trivializando una vida de liebre de fábula. Nuestra protagonista infantil es
uno de esos casos: la voluntad y el deseo anulados ante la imposición de un
ritmo inasequible, ante la disolución del solista en el todo orquestal. La
pérdida de la pelota —último fuerte de contención contra el abuso vital— supone
la gota que coma el vaso. Por supuesto, hablamos de la Disney y siempre hay
final feliz, pero más de un padre debería replantearse sus prioridades respecto
al bienestar emocional y a la educación de sus hijos (más que nada porque las otras
víctimas de los niños de la llave somos los profesores, y servidora barre para
casa.)
El otro personaje anhelante es el burgués, cuyo solo de los patines no tiene precio. Personaje
simpático, podrían hacerse lecturas feministas en cuanto a la imagen del
matrimonio que presenta, pero para qué vamos a complicarnos cuando la mujer es
un simple tópico en el que se reflejan todos aquellos compromisos propios de la
vida adulta y que, a la postre, no son más que una tela de araña que va
atrapando —poco a poco y muy sibilinamente— a la persona. Esclavo de su situación,
el pobre tipo, que sólo encuentra aliciente en niñerías como jugar a la rayuela
o imitar a un mono, no se atreve a romper con esta dinámica impuesta: no en
vano, su final feliz viene también de una casualidad, un agente puramente
externo. Incluso para lo bueno es la vida la que se le impone, lo cual
lleva a preguntarse sobre la posible desaparición de la propia voluntad en el caos acelerado
que nos rodea.
En cuanto a las dos historias referentes al mundo laboral,
quién le iba a decir a la Disney que su retrato del Crack del 29 iba a cobrar
tanto sentido catorce años después del estreno de la película. Por supuesto, a
ningún parado real le llueven las ofertas del cielo, pero, a día de hoy, más de
uno —exactamente, más de cinco millones de españoles— puede sentirse
identificado con ese pobre hombre que no tiene ni para un café y que ve el
cielo abierto ante un contrato de trabajo (o, seamos realistas, ante un trabajo
sin contrato, con tal de que sea un trabajo). Otra cosa es en lo que éste consista:
si bien dada la situación la gente ve sus gustos y preferencias arrinconados por la
necesidad imperiosa del sueldo, no puede olvidarse que, a la postre, el horario
laboral ocupa, como mínimo, un tercio de nuestra vida; cálculo a tener en
cuenta en los marcadores de felicidad y realización personal a la hora de
escoger una dedicación. Eso lleva, por supuesto, a nuestro único personaje
agente de su felicidad: aquel que tiene la valentía de escoger entre la
taladradora y las baquetas.
Recordemos que estamos hablando de la Rapsodia in Blue. La temática musical no es, por tanto, baladí. La imagen
positiva del músico, tampoco: no en vano, es el primer personaje que conocemos
y aquel con el que se cierra la pieza; no en vano, es el único cuyo sueño se
hace realidad exactamente como se había imaginado. Servidora duda de que, siendo la
Disney, la reprise de las imágenes de
ese solo presentado como el punto
álgido de la historia —ese momento en el que nuestros cuatro personajes anhelan
otra vida mirando al vacío desde las ventanas— para las escenas finales,
obedezca a una cuestión de ahorro en la producción. Nueva York, años 20:
rascacielos y jazz en un personaje cuya decisión de ruptura con la imposición
cotidiana —cuya vida nocturna y pelea con el despertador— desencadena el final
feliz de los otros protagonistas. La música como vía de escape en una relectura
que pone historia a aquel arte postulado por algunos como puramente
autorreferencial y emocional. Ahí es nada.
Como curiosidad final, notar que la Disney respeta las
unidades de tiempo y lugar de Aristóteles. Con una historia que sugiere la
traducción de cierto título co-dirigido por Stanley Donen y Gene Kelly —esta
vez sin música de Gershwin— y un espacio único introducido por ese glissando —marca de virtuosismo que todo
clarinetista ha intentado alguna vez— que escala el esbozo de un rascacielos,
por ese solo que, a modo de
introducción, dibuja la ciudad que acogerá a nuestros protagonistas. Si la
Disney suele destacarse por la exquisita coordinación rítmica y expresiva entre
música e imagen que a tantos nos ha conquistado, el comienzo de su Rapsodia in Blue podría considerarse
como uno de los momentos estrella. Aunque, bien es cierto, toda lectura es
subjetiva, y servidora barre para casa.
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