1- Le droit de ne pas lire.
2- Le
droit de sauter des pages.
3- Le
droit de ne pas finir un livre.
4- Le
droit de relire.
5- Le
droit de lire n’importe quoi.
6- Le
droit au bovarysme (maladie textuellement transmissible).
7- Le
droit de lire n’importe où.
8- Le
droit de grappiller.
9- Le
droit de lire à haute voix.
10- Le
droit de nous taire.
Aquí arriba, algo que todo lector debería conocer: sus
derechos. Aclaremos, primero, aquellos que la imaginación lingüística no nos
permite descifrar: el «bovarismo» es la desaparición del lector en el libro;
dejarse llevar por la acción; “beber” ávidamente una página tras otra con los
músculos en tensión o sentir el frío de la noche de invierno que envuelve al
personaje. Grappiller significa hojear;
pasar páginas hasta detener la vista en alguna palabra que nos llame la
atención y leer algunos párrafos sueltos para, enseguida, saltar a otra página
en busca de nuevas palabras que nos detengan por un momento.
Todo lector debería conocer sus derechos. Todo profesor de
literatura debería dárselos a conocer a sus alumnos. Truco traicionero, pourtant: el alumno que no quiere leer
podría apelar a su primer derecho; aquel que tacha el libro de interminable, al
segundo; al que no le gustan los finales trágicos, al tercero. Los lectores
están en su derecho y el profesor se arrepiente, se desespera. (¿Por qué les
habrá dado esas armas contra él? Hubiera sido mejor mantenerse en la tiranía
absolutista; en el control de la situación gracias a la ignorancia, a la
omisión de información.) La eterna dicotomía querer/deber explota ante
novelas de dos kilos en la mochila, ante páginas y páginas sin un punto y
aparte, ante descripciones que matizan cada hebra de lana en un abrigo y
personajes que no tocan a los alumnos; ante historias aparentemente obsoletas.
(¿Por qué no se divorcia para irse con ella? No lo entiendo...) La eterna
dicotomía querer/deber explota ante la lectura obligada por el adulto, controlada
por el examen, amenazante por la nota.
Seamos realistas: ningún profesor comunicaría a sus alumnos
sus derechos como lector. Demasiado complicado; demasiado que explicar. La difusa
separación entre alumno y lector en una clase de literatura —los deberes de
uno; los derechos del otro— plantean una paradoja difícilmente salvable ante una
concepción de la lectura como acto sin finalidad, sin objetivo; la lectura por
placer. Leer por leer —leer porque nos gusta, porque disfrutamos, porque toca
un nosequé ahí dentro— no queda contemplado en ningún plan de estudios: hay que
leer para aprender, para pensar, para ser crítico...; en ningún caso por el
mero hedonismo de recorrer las palabras, del soniquete silencioso, de la imagen
dentro de los párpados o al fondo del cerebro, bajo el pelo. Leer tiene que
servir para algo, y por eso hay que leer este libro, y éste, y este otro, pero
no los de la otra estantería: nada de best-sellers,
de literatura de piscina, de libros infantiles (¿Lees Roal Dahl? ¿Por qué, si
es de niños!).
Deber leer es odiar leer. Lo ha sido siempre: nada como la imposición
de un título —quizá le habías echado el ojo, pero ya se te han quitado las ganas—
para provocar la búsqueda fugaz del número de la última página, la lectura
escéptica de la sinopsis, la constatación de que el libro no te va a gustar, antes
incluso de leer la primera frase. Todo profesor lo sabe —porque ha sido alumno
y recuerda— y por ello teme dar a sus alumnos los derechos que les corresponden
y quedar indefenso. O quizá no. Quizá el profesor valiente los lanza como un
reto; a modo de guante, esperando el duelo.
Todo profesor de literatura debería dar a sus alumnos los
derechos del lector. No es imposible, pero sí difícil. Para empezar, el
profesor debe ser juglar o encantador de serpientes: sólo el que ama la
literatura hará buen uso de sus derechos como lector, y es deber del profesor
hacer que sus alumnos entren en el club. (Porque el profesor pertenece a ese
club, ¿verdad? Al club de pirados que leen por placer, ¿no?) La lectura
—palabra escrita; forma abstracta y borrones vacíos sobre la hoja en blanco— debe
ser primero transformada en sonido, y de ahí a la imagen, a la historia, al
sentido velado por la representación gráfica: entrenamiento de aprendiz y paciencia
de maestro; voz descubridora de mundos lejanos y exóticos, inimaginables quizá,
pero tan parecidos al nuestro... Del tamiz sonoro que viste la intención de las
palabras, que da sentido a los signos reconocidos —ya por fin comprensibles—,
a los primeros pasos por uno mismo: de la mano primero; con caídas después;
luego, intentar correr y la ilusión de conseguirlo sin ayuda, la búsqueda de
aprobación con la mirada, el orgullo de poder hacerlo él solito. El alumno
—joven padawain; pequeño
saltamontes—, ya lee, ya comprende, ya disfruta; el profesor siente su
conquista de lo imposible. Orgullo de Chanfalla, de flautista de Hamelín.
La prueba de fuego son los derechos del lector: si el
profesor la salva, el resto del curso irá rodado. Clase especial y mucha
seguridad en sí mismo: el público pide más, pero siempre lleva frutas y huevos
podridos en los bolsillos, por si acaso. Las armas dialécticas bien afiladas y
desparpajo de esgrimista discursivo: dar la vuelta a la tortilla de sus
afirmaciones; hacer notar sus incoherencias; sembrar la duda de las propias
opiniones. (Pobres novatos del arte de la palabra: tan torpes, tan inexpertos.
Podría descuartizarlos aquí mismo con un simple argumento. Cosinas, ellos.) Si
la cosa se pone fea, siempre se puede jugar sucio y tirar de vizcaína:
desgraciadamente, no son lectores libres —lectores por placer, lectores con
derechos— sino alumnos con deberes. Derechos también, pero no sin deberes. (Se
siente: es lo que hay. Lo podemos hacer a las buenas o a las malas...) Pero el
profesor está seguro de sí mismo: la seducción ha dado sus frutos; la confianza
en el maestro es ciega. Aún quedan muchos mundos por descubrir y ellos saben
que les va a gustar, que los van a disfrutar. Ya han probado la manzana
prohibida. Y quieren más.
Todo profesor de literatura debería dar a sus alumnos los
derechos del lector. Es difícil, pero no imposible: el profesor de literatura
es también artista de la palabra. Conmover y convencer, que diría Poe. Es lo
único que tiene que hacer. Lo primero. Lo más importante. El resto viene solo. Y
los alumnos disfrutarán de sus derechos como lectores libres: serán lectores por placer.
Casualidades de la vida o no, hemos estado hablando de estos "derechos del lector" en clase de catalán. Y se ha sacado la misma conclusión, que no es otra que la tuya o la de Cicerón hace la tira de años: conmover, convencer, complacer.
ResponderEliminarJajaja! Si es que todo está ya dicho...
ResponderEliminarMe gusta eso de complacer. Gracias, Amparina :)
Me gusta. Tambén está la posibilidad de desaconsejar, o, directamente, prohibir, la lectura de un libro utilizando los argumentos que utilizaría la ideología bienpensante, como estrategia para despertar las ganas de leer la fruta supuestamente prohibida. No leas esto por indecente, subversivo, inmoral, disoluto, etc. ¿Quién se resistiría?
ResponderEliminar100% de acuerdo. Lo prohibido, el sexo y el decirles que son demasiado pequeños para entenderlo. Nada como un "no" para que lo hagan :)
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