Alzar la vista y ver azul. Azul mar, azul cielo, azul de
montañas lejanas. No el gris triste que atrapa y empequeñece, que prohíbe los
rayos de sol; ese blanco sucio que apenas si promete, en algunos reflejos
angulares —tan perfectos, tan de noventa grados enfrentados—, un algo más allá
de muros infranqueables como de prisión. Ese frío de piedra artificial y
alienante del compás y la regleta, de la línea recta que desaparece en un punto
de fuga que no acaba nunca. Esas múltiples rupturas, siempre iguales, siempre
calculadas, promesas de infinitud laberíntica tiznada de ruidos perennes, de
luces sin horario, de tiempo más allá del tiempo real. Apenas un soplo de vida
que logra penetrar, pasajeramente, celadas inertes de urbanidad oscura; vaga
sensación de déjà vu color tierra y
olor a romero, de brillos argentinos en el sol de mediodía. Apenas la débil
sugerencia de otro espacio y otro tiempo; de cielo azul turquesa y brisa que
revuelve el cabello, de bocanadas de aire con sabores; de primavera real, para
los cinco sentidos. Apenas un gesto de color que roza y desaparece, engullido
por la tétrica risa de un fantasma inconsciente de sí mismo, ufano de su propia
ignorancia. Apenas un intento de juego rápidamente llamado al orden por el
despotismo encuadrado y ciego de la baldosa y la gravilla, del límite y la
cerradura, de la paralela exacta y cartesiana del bloque de cemento que se
perpetúa hasta el infinito, telaraña mortal que atrapa con engañosa invitación. Tan
sólo queda alzar la vista. Alzar la vista y ver azul. Azul intangible,
azul inalcanzable, azul de promesas con sonrisa.
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