domingo, 18 de noviembre de 2012

Cuestión de límites




El castillo se alza en esta misma comarca, pero no es visible en la vigilia. Para llegar a él hay que encontrar un camino que a veces se presenta durante el sueño, abriéndose delante de nosotros conforme avanzamos paso a paso. El castillo no parece muy grande, pero tras el amplio vestíbulo hay muchos pasillos, en varios pisos, con innumerables puertas idénticas que dan entrada a las habitaciones. Yo conozco la habitación sin límites, donde se cae sin cesar, y la que da acceso a una escalera de caracol que nunca concluye. Conozco también la habitación de los susurros que no se pueden entender, la de las grandes sombras con formas monstruosas, la del reloj que marca cada segundo con una gruesa gota de sangre que salpica las paredes. Y está la habitación del mar de peces muertos, y la de los pájaros ciegos que revolotean sin rumbo. Yo conozco la habitación de las dunas, sembradas de esqueletos de exploradores perdidos, y la de las ciénagas, donde flotan ropas, sombreros, mapas. Ese castillo es peligroso, porque para salir de él es necesario despertar, y muchos no lo consiguen, aunque cada día los veas a tu lado y ellos y tú creáis que están despiertos.


Lo que acaban ustedes de leer es un microcuento. El microcuento —o microrrelato— se adscribe, junto con la novela y el cuento, a los géneros narrativos. Estos se caracterizan por incluir las tres formas posibles de estructura discursiva: narración, descripción y diálogo. Ya saben que el diálogo consiste en una conversación entre dos personajes —lo que se ha dado en llamar estilo directo—, oyendo sus voces. En la narración, sin embargo, lo que escuchamos es la voz del narrador —que por algo se llama narrador— contándonos qué hacen los personajes. En la descripción, lo que nos cuenta es cómo es el paisaje en el que se mueven esos personajes.

Ahora bien, en este cuento no hay ni narración ni diálogo; sólo tenemos descripción. Descripción, además, de lo más sugerente; con una relectura de los espacios borgianos un tanto siniestra. Una descripción de lugares imposibles, oníricos, cuyas breves pinceladas provocan en el lector una sensación casi impropia del género narrativo. O quizás no. Quizás, es cierto que la novela incluye todos los géneros, todas las formas, y por ello puede provocar los efectos de todo el resto de géneros juntos —poesía, teatro—, mezclas que multiplican las posibilidades. Pero esto es un microcuento y, en su brevedad, se ha escogido sólo una; un único efecto impropio del género al que pertenece; un efecto propio de la poesía.

Hay muchos tipos de poesías y, por tanto, muchos efectos diferentes que puede provocar en el lector. Lo que, fundamentalmente, parece diferenciarla del género narrativo es que, frente a la narración de acciones, la poesía pretende captar un momento infinitesimal de la existencia en el que se todos los tiempos —presente, pasado, futuro— se vuelven uno, y desaparece toda división racional de la existencia. Misticismos aparte, lo que no puede negarse es que el género en sí busca despertar una sensación de trascendencia en el lector que, si bien se basa en el aquí y ahora dramático —esto es, teatral—, apela a algo más profundo, más interno, más irracional; a algo que la voz de los personajes, sus movimientos y entonaciones apenas llegan a rozar.

Servidora reconoce que lo suyo no es la poesía. No por nada, sino porque le gusta que le cuenten cosas, acciones. Le gustan los cuentos, los microcuentos… (de vez en cuando, también una novela, por qué no). Y entonces, por pura casualidad, descubre lo que ustedes acaban de leer. Y ciertos esquemas se vienen abajo.

Lo que acaban ustedes de leer es un microcuento. Se supone que narra algo, pero no es así. Se supone que no apela a lo irracional tan directamenet, pero es onírica pura: inverosímil, inconcebible, inennarrable. La pintura del paisaje como medio de transmisión de sensaciones no es nueva en el género narrativo: decir que este castillo podría ser el de Drácula o el del rey de los goblins de Dentro del laberinto, y que sus pasarelas y puertas recuerdan a los pasillos imposibles de Bitelchus no es ninguna tontería pero, frente a estos, que sólo son escenarios para la acción, el castillo es aquí el centro del cuento, es el palacio de Asterión. Sólo que aquí, quien se pierde, somos nosotros; y ahí surge la duda.

Es ahí donde la descripción deja de ser narrativa para convertirse en poética. Poética tipo Baudelaire, por ejemplo. Poética en el sentido de que apela a lo más íntimo del lector, desvelando secretos inconfesables, angustias y miedos incomprensibles por su propia irrealidad. Poética en el sentido en el que toca un algo emocional que todo el mundo a experimentado, pero no todos somos capaces de expresar, de racionalizar mediante la narración. Poética en el sentido de que —sin personajes, sin acciones; tan sólo a través de la descripción de un paisaje— encuentra una veta de algo oculto que potencia; un pasaje hacia lo prohibido —lo autoprohibido por la consciencia, por el pensamiento racional— que agranda, que dilata, permitiendo ver un paisaje que deja en suspenso al lector. Poética en el sentido de que nos lleva a un mundo en el que todo ocurre a la vez y en el mismo lugar; un mundo sin tiempo y espacio diferenciados; un mundo en el que el antes y después se confunden con el ahora en el aquí y allí propio de los sueños.

Intrínsecamente, un discurso lingüístico no tiene más remedio que poner orden lineal en los elementos que incluye. Técnicamente, el lector percibe linealmente —cronológica, individualmente— cada uno de los elementos, pero puede sentirlos simultáneamente, de manera acumulativa; en su conjunto. Las imágenes poéticas apelan a esta forma de percepción irracional; los espacios de este cuento, también. Quizá por ello resulta siniestro; quizá por ello nos provoca angustia. Quizás, es la alusión a un género narrativo en el que también se juega con los límites de la comprensión de la existencia —con la locura, la muerte, lo sobrenatural—; un género en el que espacios laberínticos alejan a los personajes de cualquier referente racional, permitiendo la presencia de seres y elementos que rompen las leyes físicas, amenazando su concepción del mundo; la concepción del mundo del propio lector. Quizás, simplemente, se trate de esa alusión directa, ese «tú» que, en la última oración, convierte al lector en personaje: la ruptura de la cuarta pared, de los límites entre realidad y ficción, de la diferencia entre personaje y lector, puede ser la causa de esa sensación de desvelamiento de lo íntimo a la que apela el género poético, pero el castillo constituye una de las piezas fundamentales de un género narrativo por antonomasia.

Lo que acaban ustedes de leer es un microcuento. O por lo menos, se nos vende como tal: se nos vende como una pieza narrativa de máxima brevedad. Pero esta pieza no narra acciones ni presenta personajes: el protagonista es el lector; la acción, la que éste realiza cada noche. Los límites racionales se ven aquí triplemente amenazados por un tiempo inconcebible dada su carencia de cronología lineal, por un espacio que recoge la locura de la multiplicidad imposible y por un personaje externo al marco de la propia ficción. La trascendencia poética —la búsqueda mística de la unidad del todo— se alía con la sensación de angustia propia a los límites ontológicos difusos. La duda, la inseguridad, se extiende del contenido a la forma: ¿lo que acaban ustedes de leer es un microcuento o un poema en prosa?

lunes, 5 de noviembre de 2012

Zombies y otros sustantivos adjetivados



Lunes por la mañana. Sol de invierno. Café en el campo de batalla.
A propósito de Death snow: ¿si una panda de nazis la espichan y vuelven años después como zombies, son zombies nazis o nazis zombies?
(Hay discusiones que sólo pueden surgir entre filólogos...)

viernes, 2 de noviembre de 2012

De fénix y unicornios





Mais ce qu’il y avait de plus admirable à Babylone, ce qui éclipsait tout le reste, était la fille unique du roi, nommée Formosante. Ce fut d’après ses portraits et ses statues que dans la suite des siècles Praxitèle sculpta son Aphrodite, et celle qu’on nomma la Vénus aux belles fesses. Quelle différence, ô ciel ! de l’original aux copies ! Aussi Bélus était plus fier de sa fille que de son royaume. Elle avait dix-huit ans : il lui fallait un époux digne d’elle ; mais où le trouver ? Un ancien oracle avait ordonné que Formosante ne pourrait appartenir qu’à celui qui tendrait l’arc de Nembrod. Ce Nembrod, le fort chasseur devant le Seigneur, avait laissé un arc de sept pieds babyloniques de haut, d’un bois d’ébène plus dur que le fer du mont Caucase, qu’on travaille dans les forges de Derbent ; et nul mortel, depuis Nembrod, n’avait pu bander cet arc merveilleux.


Aquí el amigo Voltaire. Voltaire es uno de esos tipos franceses empelucados del siglo XVIII que nos pintan de malísimos porque quieren enseñarnos y educarnos a través de la literatura. Lo que no nos cuentan es lo hace con una de cal y una de arena, que se nos alterna una princesa que viaja en grifo con un huevo de fénix en el bolsillo —quien haya leído El prisionero de Azkaban sabe de qué estamos hablando—, con una disertación sobre la resurrección de las almas en humanos y animales digna de la choni de Ciudad K. Lo que no nos dicen es que, junto a un príncipe azul montado en un unicornio y sacado directamente de las novelas de caballerías, encontramos una defensa del vegetarianismo y del respeto mutuo con ligeros ecos de derechos humanos, aliñados con toques de abolición estamental y monarquías democráticas. Lo que no nos cuentan es que al señor Voltaire le pasó con la Semana Santa sevillana lo mismo que a los de Mission Imposible II, pero con la Inquisición de por medio.

Lectura recomendada en las colecciones de literatura juvenil, las aventuras de Formosante, que recorre el mundo en busca de su amado Amazan —el del unicornio—, pueden plantearse como un popurrí de literatura clásica, a caballo entre la Eneida y las Fábulas de Esopo, con una ambientación de lo más maravillosa y una crítica socio-política de lo más sutil. Formosante viaja siguiendo a su amado —que por el chascarrillo de un mirlo cree que ella le ha puesto los cuernos—, y recorre países y ciudades de lo más exóticas, encontrando en cada una una serie de personajes que la instruyen; o, por lo menos, que la instruirían si ella no estuviera tan preocupada por encontrar a Amazan. (Estos adolescentes...) Así, mientras en Babilonia se cuece una guerra por el quítame-allá-esas-pajas de los pretendientes rechazados —amén del amante de la prima de Formosante, que se cree heredera del trono por líos familiares a la shakespeariana—, ella pasa por China y Cimeria, imperios de la tolerancia de creencia y de una justicia social que recuerda el lema del drapeau galo. Hasta ahí las sutilezas, porque de repente cambiamos de protagonista y, con Amazan —dolorido corazón traicionado; vencedor del arco de Nembrod y de un terrible león— el viaje deja de ser por ciudades míticas —razones universales— y se convierte en un recorrido por Europa, sacando los trapos sucios de los Países Bajos —los que no crean nada pero tienen la patente de todo—, Inglaterra —divino, el pasotismo de milord What-then—, Alemania —filosofía y razón, pero una frialdad personal de lo más molesta—, Italia —la fiesta permanente de los niños de Europa— y España. Ahí, quizá, es donde el cuento deja de ser tan cuento y, malgré el humor de la narración —un tanto negro— y los fénix y unicornios, Voltaire nos la mete doblada uno a uno. (Repito: eso de que se acuse a la princesa de bruja por hacer negocios con judíos y se la denuncie a los «druides rechercheurs anthropokaies», pega duro al orgullo de raza.)

Lo peor, sin duda, un final digno de Pérez-Reverte: precipitado y mal atado, no es de extrañar que las dos últimas páginas sean un captatio benevolentiae en el que Voltaire aprovecha para decirnos el pecado y el nombre del pecador, retando a toda la censura de la Inquisición y de la Academia Francesa en una estratégica desviación de la atención hacia enemigos externos para disimular los errores propios. Servidora, que viene de leer lo que viene de leer —y esta perífrasis es un galicismo calculado, oigan— no puede menos que acordarse de ciertos molinos de novela, pero también de cierto tipo duro de esos que, ellos solos, se cargan a todos los malos y no miran atrás en las explosiones (pero con peluca, que les recuerdo que estamos en el XVIII). En cualquier caso, afirmaciones como «ne manquez pas de dire dans vos feuilles, aussi pieuses qu’éloquentes et sensées, que la Princesse de Babylone est hérétique, déiste et athée», pican la curiosidad sobre el tipo de relaciones que el señor Voltaire mantenía con esos castillos de la sabiduría y del buen gusto de la época. Más aún, pican la curiosidad entre, precisamente, esa intención didáctica-moral que dichos castillos defendían y la forma de llevarla a cabo que proponían, ya que no cabe duda de que es en este último punto donde nuestro amigo franchute discrepaba con sus jefes porque, ¿quién se va a creer que un pájaro hable? ¡Eso no es real! ¡Eso no es verisímil! ¡Eso no se debe publicar por muchas verdades que diga y por mucho que eduque! Personalmente, si me permiten la impertinencia, yo soy de aquellas que cree más la palabra de un fénix que la de una persona: quieran que no, la persona piensa como persona y por tanto no es objetiva, pero el fénix...; eso ya es otro cantar: si lo dice un fénix, tiene que ser cierto.