El castillo se alza en
esta misma comarca, pero no es visible en la vigilia. Para llegar a él hay que
encontrar un camino que a veces se presenta durante el sueño, abriéndose
delante de nosotros conforme avanzamos paso a paso. El castillo no parece muy
grande, pero tras el amplio vestíbulo hay muchos pasillos, en varios pisos, con
innumerables puertas idénticas que dan entrada a las habitaciones. Yo conozco
la habitación sin límites, donde se cae sin cesar, y la que da acceso a una
escalera de caracol que nunca concluye. Conozco también la habitación de los
susurros que no se pueden entender, la de las grandes sombras con formas
monstruosas, la del reloj que marca cada segundo con una gruesa gota de sangre
que salpica las paredes. Y está la habitación del mar de peces muertos, y la de
los pájaros ciegos que revolotean sin rumbo. Yo conozco la habitación de las
dunas, sembradas de esqueletos de exploradores perdidos, y la de las ciénagas,
donde flotan ropas, sombreros, mapas. Ese castillo es peligroso, porque para
salir de él es necesario despertar, y muchos no lo consiguen, aunque cada día
los veas a tu lado y ellos y tú creáis que están despiertos.
Lo que acaban ustedes de leer es un microcuento. El microcuento —o microrrelato— se adscribe, junto con la
novela y el cuento, a los géneros narrativos. Estos se caracterizan por incluir
las tres formas posibles de estructura discursiva: narración, descripción y
diálogo. Ya saben que el diálogo consiste en una conversación entre dos
personajes —lo que se ha dado en llamar estilo directo—, oyendo sus voces. En la
narración, sin embargo, lo que escuchamos es la voz del narrador —que por algo
se llama narrador— contándonos qué hacen los personajes. En la descripción, lo
que nos cuenta es cómo es el paisaje en el que se mueven esos personajes.
Ahora bien, en este cuento no hay ni narración ni diálogo;
sólo tenemos descripción. Descripción, además, de lo más sugerente; con una
relectura de los espacios borgianos un tanto siniestra. Una descripción de
lugares imposibles, oníricos, cuyas breves pinceladas provocan en el lector una
sensación casi impropia del género narrativo. O quizás no. Quizás, es cierto
que la novela incluye todos los géneros, todas las formas, y por ello puede
provocar los efectos de todo el resto de géneros juntos —poesía, teatro—,
mezclas que multiplican las posibilidades. Pero esto es un microcuento y, en su brevedad, se ha escogido sólo una; un único efecto impropio del género al que pertenece; un efecto propio de la poesía.
Hay muchos tipos de poesías y, por tanto, muchos efectos
diferentes que puede provocar en el lector. Lo que, fundamentalmente, parece
diferenciarla del género narrativo es que, frente a la narración de acciones,
la poesía pretende captar un momento infinitesimal de la existencia en el que
se todos los tiempos —presente, pasado, futuro— se vuelven uno, y desaparece
toda división racional de la existencia. Misticismos aparte, lo que no puede
negarse es que el género en sí busca despertar una sensación de trascendencia
en el lector que, si bien se basa en el aquí y ahora dramático —esto es,
teatral—, apela a algo más profundo, más interno, más irracional; a algo que la
voz de los personajes, sus movimientos y entonaciones apenas llegan a rozar.
Servidora reconoce que lo suyo no es la poesía. No por nada,
sino porque le gusta que le cuenten cosas, acciones. Le gustan los cuentos, los
microcuentos… (de vez en cuando, también una novela, por qué no). Y entonces, por pura casualidad, descubre lo que ustedes acaban
de leer. Y ciertos esquemas se vienen abajo.
Lo que acaban ustedes de leer es un microcuento. Se supone
que narra algo, pero no es así. Se supone que no apela a lo irracional tan directamenet, pero es
onírica pura: inverosímil, inconcebible, inennarrable. La pintura del paisaje
como medio de transmisión de sensaciones no es nueva en el género narrativo:
decir que este castillo podría ser el de Drácula o el del rey de los goblins de Dentro del laberinto, y
que sus pasarelas y puertas recuerdan a los pasillos imposibles de Bitelchus no es ninguna tontería pero,
frente a estos, que sólo son escenarios para la acción, el castillo es aquí el
centro del cuento, es el palacio de Asterión. Sólo que aquí, quien se pierde,
somos nosotros; y ahí surge la duda.
Es ahí donde la descripción deja de ser narrativa para
convertirse en poética. Poética tipo Baudelaire, por ejemplo. Poética en el
sentido de que apela a lo más íntimo del lector, desvelando secretos
inconfesables, angustias y miedos incomprensibles por su propia irrealidad. Poética
en el sentido en el que toca un algo emocional que todo el mundo a
experimentado, pero no todos somos capaces de expresar, de racionalizar
mediante la narración. Poética en el sentido de que —sin personajes, sin
acciones; tan sólo a través de la descripción de un paisaje— encuentra una veta
de algo oculto que potencia; un pasaje hacia lo prohibido —lo autoprohibido por
la consciencia, por el pensamiento racional— que agranda, que dilata, permitiendo
ver un paisaje que deja en suspenso al lector. Poética en el sentido de que nos
lleva a un mundo en el que todo ocurre a la vez y en el mismo lugar; un mundo
sin tiempo y espacio diferenciados; un mundo en el que el antes y después se
confunden con el ahora en el aquí y allí propio de los sueños.
Intrínsecamente, un discurso lingüístico no tiene más
remedio que poner orden lineal en los elementos que incluye. Técnicamente, el
lector percibe linealmente —cronológica, individualmente— cada uno de los
elementos, pero puede sentirlos simultáneamente, de manera acumulativa; en su
conjunto. Las imágenes poéticas apelan a esta forma de percepción irracional;
los espacios de este cuento, también. Quizá por ello resulta siniestro; quizá
por ello nos provoca angustia. Quizás, es la alusión a un género narrativo en
el que también se juega con los límites de la comprensión de la existencia —con
la locura, la muerte, lo sobrenatural—; un género en el que espacios
laberínticos alejan a los personajes de cualquier referente racional,
permitiendo la presencia de seres y elementos que rompen las leyes físicas, amenazando su
concepción del mundo; la concepción del mundo del propio lector. Quizás, simplemente,
se trate de esa alusión directa, ese «tú» que, en la última oración, convierte
al lector en personaje: la ruptura de la cuarta pared, de los límites entre
realidad y ficción, de la diferencia entre personaje y lector, puede ser la
causa de esa sensación de desvelamiento de lo íntimo a la que apela el género
poético, pero el castillo constituye una de las piezas fundamentales de un
género narrativo por antonomasia.
Lo que acaban ustedes de leer es un microcuento. O por lo
menos, se nos vende como tal: se nos vende como una pieza narrativa de máxima
brevedad. Pero esta pieza no narra acciones ni presenta personajes: el
protagonista es el lector; la acción, la que éste realiza cada noche. Los límites
racionales se ven aquí triplemente amenazados por un tiempo inconcebible dada su
carencia de cronología lineal, por un espacio que recoge la locura de la
multiplicidad imposible y por un personaje externo al marco de la propia ficción.
La trascendencia poética —la búsqueda mística de la unidad del todo— se alía
con la sensación de angustia propia a los límites ontológicos difusos. La duda,
la inseguridad, se extiende del contenido a la forma: ¿lo que acaban ustedes de leer es
un microcuento o un poema en prosa?