Un jeune home… —traçons son portrait d’un seul
trait de plume: figurez-vous don Quichotte à dix-huit ans, don Quichotte
décorcelé, sans haubert et sans cuissards, don Quichotte revêtu d’un pourpoint
de laine dont la couleur bleue s’était transformée en une nuance insaisissable
de lie-de-vin et d’azur céleste. (…) Don Quichotte prenait les
moulins à vent pour des géants et les moutons pour des armées, d’Artagnan prit
chaque sourire pour une insulte et chaque regard pour une provocation.
He aquí la primera imagen del gran héroe de Dumas. Antes de
las películas, antes de las series de dibujos, antes de los cómics… antes que
cualquier otra cosa, la imagen de D’Artagnan fue la de un Don Quijote macarra. La
pregunta es: ¿cómo sería ese macarra hoy en día?
Yo no sé, queridos lectores, cómo se imaginan ustedes a un D’Artagnan
actual: yo, por vicio, me lo imagino a la española. Para empezar, hay que tener
en cuenta que D’Artagnan es de pueblo, oséase, un calorro de manual: coronita
de esa amarillo pollo, diamantes falsos en las orejas…; posiblemente un
piercing sobre el labio superior. Como macarra, lo conveniente es que esté
relativamente mazado —qué mejor para las peleas que unas horitas en el
gimnasio— y que tenga un coche deportivo de esos baratos o del año de la polca,
completamente tuneado, con el que fardar delante de las nenas. En cuanto a la
vestimenta, poco que decir: como macarra, vaqueros y camiseta petados —hay que
lucir músculo—, tenis de marca y gafas de sol tipo esquiador con montura
blanca.
Una vez con esta imagen, suponemos que los hábitos sociales
de un especimen calorro medio son: el gimnasio —como ya hemos dicho—, el
fútbol, los coches y las niñas, y, el fin de semana, fiesta, fiesta y más
fiesta. Lo de la fiesta es, más que nada, porque todo camorrista sabe que el
mejor terreno de batalla es aquel donde corre el alcohol: de las tabernas
irlandesas a los saloons del lejano
oeste, pasando por garitos y discotecas de todas trazas, no hay mejor lugar
para empezar una pelea que un bar. Así pues, he aquí el gran pasatiempo de
nuestro D’Artagnan calorro, que con sus tres colegas se dedica a ir de bar en
bar buscando alguien con quien pegarse. Ah, pero no crean ustedes que se pegan
con cualquiera: como en todos sitios, en el barrio de D’Artagnan hay una banda
contraria —así, como los Jets y los Sharks pero a lo calorro—, que lleva un tal
Rochefort, y cuando se encuentran, como que arde Troya.
Grosso modo,
podríamos destripar setecientas páginas de dimes y diretes, de puyas y
contestaciones, de estocadas y muertos —hasta el apuntador, oiga— en las que,
por supuesto, nuestro querido calorro heroico sale victorioso. En su defensa,
habría que decir que, poco a poco, el hombrecillo se va adaptando a la gran
ciudad, y que abandona esas pintillas iniciales, camuflándose entre la gran
masa. Lo que no abandona, en ningún caso, es el carácter: ese carácter de
gallito camorrista; esa facilidad para desenvainar a la que salta; esa mirada
desafiante del “¿Tú y cuántos más?”. Sentimos decir que D’Artagnan podrá ser
un héroe romanesque y podrá salvar a
Ana de Austria y al duque de Buckinham y a toda Francia, si queremos, pero eso
no quita que —frente a todo lo que nos han dicho, frente a todo lo que nos han
vendido—, el gran personaje de Dumas no sea más que un calorro de pueblo
llegado a la gran ciudad con ganas de pelea de corral. Damas y caballeros,
bienvenidos al baile de espadas e intrigas por cortesía de un donnadie que
podría ser cualquiera, que podría ser uno de ustedes. ¡Disfrútenlo!
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