lunes, 30 de julio de 2012

La Tercera del Diablo


27/07/2012




La “Tercera del Diablo” es un intervalo absolutamente prohibido en la música occidental hasta finales del siglo XIX. Toda una tradición musical ha vivido siglos y siglos temiendo esta distancia tritonal que oscura, desequilibrada, ambigua, era relacionada con el mismísimo Infierno. Según Leonard Bernstein, no es hasta Debussy cuando esta tercera maldita es por fin aceptada: en pleno decadentismo; en plena crisis de la tonalidad, agotamiento de las posibilidades armónicas. Debussy, en su Prélude à l'après midi d'un faune, no sólo retoma el intervalo prohibido, sino que lo propone como base armónica de toda la pieza a un nivel subliminal, implícito, en el que la disonancia se convierte en sugerencia, llegándonos directamente al inconsciente y creando esa sensación de tensión —ese escalofrío— que todo aquel que haya oído la pieza podrá recordar.

Ahora bien: ¿qué tiene de especial la Tercera del Diablo? ¿Por qué la prohibición? ¿Por qué el miedo? ¿Qué oscuridad terrible tiene ese intervalo para ganarse el nombre de diavolos in musica? Para empezar, debemos saber que una tercera es ese intervalo —oséase, distancia— en el que vamos a encontrar dos notas separadas por una intermedia. Dicho de otra manera: una tercera sería un salto tipo Do-Mi o Re-Fa o Mi-Sol. Lo del nombre de tercera —y esto nunca te lo explican bien en clase—­ es porque, si cantáramos no sólo las notas que suenan, sino también las que hay entre medias en la escala, saldrían tres notas; a saber: Do-(Re)-Mi. Si habláramos de una quinta, por ejemplo, nos quedaría algo como Do-(Re-Mi-Fa)-Sol, que incluye cinco notas. Esto vale tanto para el intervalo ascendente como descendente, como en la cuarta La-(Sol-Fa)-Mi.

Eso, por una parte, es la definición del intervalo. Luego están los tipos de intervalo: los tres intervalos básicos son la cuarta —Do-Fa, por seguir con Do Mayor—, la quinta —Do-Sol— y la octava —Do1-Do2—, porque son aquellos en los que se basa el diatonismo y en los que, partiendo de la tónica, se asienta la tonalidad: si la tónica —en este caso, el Do— abre y cierra la escala; la dominante —la quinta; el Sol— asienta la armonía, abriendo a su vez puertas a la modulación, y la subdominante —la cuarta; el Fa— sirve como punto de apoyo para impulsar tanto la afirmación como el cambio. Estos tres intervalos —cuarta, quinta, octava­— son, de base, justos, frente a todo el resto de intervalos —segunda, tercera, sexta, séptima— que pueden ser mayores o menores. A su vez, todos pueden ser disminuidos y aumentados. A su vez, puesto que hablamos de distancia, cualquier intervalo puede partir de cualquier nota, de la que, con las alteraciones —sostenidos y bemoles— tenemos tres posibilidades. A su vez, dos notas escritas diferente pueden sonar exactamente igual, pero aunque para el oído sean lo mismo —¿podríamos hablar de polisemia?—, para la vista y para el concepto armónico no —¿o quizá es mejor catalogarlo como sinonimia?—.

Como esto es un lío si no se ve por escrito —oséase, en un pentagrama—, vamos a ver qué tiene en particular nuestra tercera diabólica. Una tercera es mayor cuando tiene dos tonos, y menor cuando tiene un tono y medio: Do-Mi es mayor; Do#-Mi y Do-MiƄ son terceras menores. La Tercera del Diablo, sin embargo, tiene tres tonos; tres tonos enteros. Eso quiere decir que supera incluso los dos tonos y medios de la tercera aumentada, ya de por sí inestable puesto que hace enarmonía —suena— igual que la cuarta justa —Do-Mi# es lo mismo que Do-Fa—: cuando una tercera, cuyo significado armónico es el de la tríada de tónica —el acorde que parte de la nota más importante de la tonalidad— provoca ambigüedad con el de la cuarta —recordemos: otra de las bases armónicas de la tonalidad—, y tan sólo el antes y el después de este intervalo y de su acorde puede cerrar esa ambigüedad, resolviéndola según una posibilidad u otra. Eso son cosas que se fueron investigando en el Romanticismo, especialmente con los acordes de séptima disminuída, pero todavía no se había llegado a la tercera tritonal, a la Tercera del Diablo.

Esta tercera está maldita incluso desde su propio nombre: no tiene otro que el de “Tercera del Diablo”; no existe algo así como “tercera sobre-aumentada” o “doble-aumentada” o cualquier otro término medianamente neutral afín a la terminología musical comúnmente utilizada. Posiblemente, su temprana prohibición y su tardía recuperación —que de hecho anticipa los grandes movimientos musicales de principios del siglo XX— han tenido la culpa. Ese silencio, esa maldición, ese terror —ese Voldemort de la armonía— obedece a una ambigüedad tal del intervalo que provoca una grieta de oscuridad armónica por la que cualquier cosa puede colarse en el sistema. Una tercera tritonal sería un DoƄ-Mi# —seguimos con la tónica de Do Mayor, pero esto se puede trasladar a cualquier otra nota con tal de que la distancia sea la misma—. Piénsenlo bien: un DoƄ-Mi# —tan extraño a la vista como tercera—, suena igual que las cuartas aumentadas Si-Mi# y DoƄ-Fa; o peor, que la quinta disminuida Si-Fa. Teniendo en cuenta la fuerza de la tercera mayor como subsidiaria armónica de la tónica, o la fuerza propia de las cuartas y las quintas justas como pies fundamentales de la tonalidad— junto con aquella—, un intervalo como esta tercera tritonal, que sugiere lo que podríamos llamar “deformaciones” de los pilares armónicos desde la apariencia aberrante de una tercera excesiva, rebosante, bien merece un nombre como Tercera del Diablo.

Ahora bien, este nombre es incluso anterior al sistema tonal: ya desde los modos griegos, la tercera tritonal era un intervalo a evitar. Oscuro, ambiguo, completamente desestabilizador del sistema, este intervalo se presentaba como una atentado al equilibrio, a la claridad sonora; su disonancia era demasiado potente; sus sugerencias, demasiado siniestras. El nombre, obviamente, proviene de la Edad Media y de las primeras exploraciones melódicas de la homofonía, desarrolladas, fundamentalmente —y como todo en ese momento— en los monasterios: un desequilibrio tal debía ser obra del Diablo; un monstruo melódico como ése no podía más que provenir del mismísimo Infierno. Más adelante, en las investigaciones armónicas de Bach, el trasfondo vertical podía encubrir la oscura brecha horizontal, disimulándola, pero nunca anulándola, y por ello también se evitó. El equilibrio clásico —Haydn, Mozart— huyó totalmente de esos agujeros, de esas ambigüedades, de esa negrura amenazante del significado. Quizá el Romanticismo podía haberlo aprovechado: quizá el goticismo de Berlioz, o la pregunta constante de Listz podían haber hecho referencia al misterio que se esconde tras esa tercera maldita, sugerencia del Más Allá; pero aquel fue un momento de esperanza e ilusión, y se sentía que toda pregunta tenía una respuesta. No, no fue hasta el final del siglo XIX, hasta los primeros indicios del Apocalipsis tonal —como lo describe Bernstein— que esa oscuridad, esa ambigüedad, esa pregunta sin respuesta encontró su lugar: en un momento de agotamiento de las posibilidades, de máxima explotación armónica, de disolución del sistema de significados en favor de la expresividad exacerbada. Tan sólo en un momento en el que las imágenes oníricas del más puro insconsciente se introducen en la música tiene cabida ese Ello amenazante, esa brecha tonal, esa Tercera del Diablo.

Leía, hace poco, que el siglo XX es aquel en el que la filosofía ha aceptado sus propios límites, en el que se ha dado cuenta de su incapacidad para desentrañar todos los misterios, para conocerlo todo, y que con ello se ha dado carta blanca a la introducción de un algo siniestro —algo incognoscible— que anula el modo de pensamiento, sumiendo en las más absolutas tinieblas a los hijos póstumos del Siglo de las Luces, a los buscadores de respuestas y de verdad. He leído también, junto a esta muerte de la filosofía, una progresiva muerte de los elementos que intervienen en el discurso literario, de las anclas de los estudios de la literatura —primero el autor, luego el texto; quizá, pronto, el lector— y que con ello se pone en paralelo a la situación filosófica, quedando toda reflexión en mero juego intelectual, en mero hedonismo. En música, Bernstein defiende que, junto a la muerte de la sintaxis y del sentido lógico en poesía —véase Mallarmé o Joyce—, muere también el sistema tonal, y propone a Shöemberg y a Stravinsky como intentos de supervivencia a esa muerte; una muerte, ésta, que comienza a finales del siglo XIX con la introducción de la Tercera del Diablo, con la aceptación del intervalo maldito y la apología de su siniestralidad. Por doquier se habla de muerte y apocalipsis, del final de una era, de crisis del pensamiento, la creatividad y la estética; de agotamiento de las posibilidades. No es que la realidad que nos rodea ayude mucho a iluminar el panorama, a dar un rayo de esperanza. Todo parece ser oscuridad; todo parece ser miedo y angustia a nuestro alrededor. Y una no puede menos que preguntarse: ¿es verdad? ¿En serio estamos viviendo un apocalipsis? ¿En serio nos vamos a ir todos al carajo? ¿O puede más nuestro instinto de supervivencia, nuestro afán de vivir? ¿O acaso ésta es la misma sensación apocalíptica que se ha vivido en cada gran cambio histórico? ¿Quedan aún caminos por descubrir? ¿Quedan aún posibilidades por explorar? ¿Se puede saltar la brecha, tender un puente hacia tierra firme; hacia una tierra prometida de paz y estabilidad? Quizás. O quizá no. Quién sabe. Y como cantaba Doris Day: «The future’s not ours to see. ¿Qué será, será? What will be, will be.».

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