10/07/2012
Y dejad que el temporal
Desguace sus alas blancas.
Dicen que lo sublime es un sentimiento
de pequeñez ante la infinitud del mundo, de la naturaleza: las
grandes montañas, el desierto, el mar…; la violencia de una tarde
de tormenta. Cuando el hombre se encuentra frente a ellos, siente en
su interior un encogimiento de sí mismo, la cerrazón de la boca del
estómago; y al mismo tiempo, la fascinación por todo lo grande, por
todo lo caótico e incontrolable que le rodea, que le rodeaba en su
estado primitivo. La civilización, la doma del medio —la
castración de la naturaleza—, el nombre de las cosas hacen al
hombre moderno olvidar ese sentimiento de pequeñez, pero aún quedan
reductos de sensación primigenia fuera de las ciudades.
El mar, con su extensión hasta donde
alcanza la vista, es sin duda una de las grandes fuentes del
sentimiento de lo sublime. Retomando a Kant, retomando la idea del
velo rasgado, del desvelamiento de lo que debía permanecer oculto,
la superficie contemplada desde la playa, ese azul que se confunde
con el cielo, rompiendo con el constante brillo cambiante de las olas
la estéril e inocua vaguedad del espacio adivinado, el mar es él
mismo el velo. Masa infinita, incontrolada, bajo la aparente calma
esconde un mundo de maravillas y horrores, de vida y muerte, apenas
entrevisto en los cien primeros metros que se adentran desde la
playa. Tras ellos, tan sólo rumores de un mundo desconocido y
fascinante en el que todas las leyes de la física terrestres se ven
subvertidas; un mundo prohibido al ser humano, incapaz de adentrarse
en él sin la tecnología que siglos y siglos de investigación nos
ha proporcionado.
¿Qué era el mar para los antiguos?
¿Qué es para los habitantes costeros, para aquellos que, lejos de
hacerse eco de esos avances tecnológicos, específicos, reservados
sólo a unos pocos, se enfrentan a él con las mismas armas que en
tiempos pasados? La mar para el pescador es una belleza mortal, un
monstruo fecundo. Tan sólo conoce de él su superficie: desde ella
apenas adivina, apenas intenta entrever los secretos ocultos en sus
profundidades. Sabe que de su vientre saldrá el sustento del día y
por ello la ama. Pero también conoce su furia en los días de
grandes olas, cuando el barco se tambalea peligrosamente en medio de
una nada infinita, sin asidero ni salvación. Y conoce también su
fuerza; esa fuerza arrebatadora que aleja al desprevenido de la
playa, de la tierra segura, arrastrándolo allí donde nada ni nadie
podrán socorrerle. Conoce también la soledad del trabajo: el
ensordecedor murmullo que silencia cualquier otro sonido salvo del de
las olas; el ardor del sol en la piel curtida, quemada ya; el sabor
salado en los labios cortados, sempiterno gusto del que no puedrá
nunca desasirse; el doloroso reflejo que sube de esa superficie
informe que le rodea por los cuatro costados, aislándole en medio de
la nada, de la soledad, de la muerte. El pescador conoce todo eso, y
se enfrenta a ello a diario: de ese horror, de esa amenaza sale la
fuente de vida, el alimento que le permitirá volver al día
siguiente a enfrentarse a ese castigo divino que se repite
cíclicamente con la salida del sol.
Tan sólo por la noche, en la seguridad
del pie sobre tierra firme, reflexione quizá el pescador sobre la
belleza del monstruo. Desde la orilla, observa de lejos su sustento
de vida, y se admira de su misterio. El infinito que nace en la arena
cambia de color al caer el sol, y el azul, la plata, la linea del
horizonte desaparecen en la nada oscura de la noche. Solamente el
murmullo de las olas, acariciando el oído, permiten adivinar lo que
a la luz juzgan los ojos: rítmico, eterno, el vaivén del rompeolas
en una noche tranquila torna en presencia ausente de lo que es y no
es, de lo que está y no está. Ciego, el pescador escucha, y sabe si
la mar está tranquila o enfurecida, si al día siguiente será
benévola o cruel. Quizá, en noches de luna la línea del horizonte
pueda adivinarse más allá del reflejo. En esas noches la negrura
inconmesurable del cielo y el mar son divididas por la luz ilusoria
del falso astro, y el pescador ve de nuevo el infinito ante sí.
Desde tierra, el camino de plata sólo reservado a la noche despejada
semeja una promesa de sueño y magia, un puente cristalino que
recorre la inmensidad, y el pescador siente que sólo entonces podrá
descifrar el misterio de las profundidades. Desde tierra, admira la
belleza de la terrible fiera, olvidando la soledad a la que le
obliga, la muerte con la que le amenaza, y, por un momento, el
pescador piensa en el secreto que esconde y siente de nuevo la fuerza
que le hace amarla y temerla a un mismo tiempo. Desde tierra, desde
la seguridad del pie en tierra, la fascinación se convierte para él
en una promesa de mañana que desaparecerá bajo la luz del sol,
descolorida por el brillo en sus ojos doloridos y silenciada por el
viento ensordecedor, maldita por los labios resecos y la sensación
de ardor en la piel; olvidada en medio de la inmensidad que le acoge
y le atrapa.
Tan sólo el pescador filósofo puede
sentir esta fascinación. Tan sólo aquel que al atracar el barco,
que al descargar la ganancia del día, vuelve los ojos a la
inmensidad y se recrea en ella, en un instante de comunión, puede
sentir la sublimidad de la mar. Sólo desde la seguridad de la tierra
firme es posible olvidarse del yo, de la propia existencia, de la
supervivencia en la nada infinita, y amarla con los cinco sentidos.
Tan sólo en ese último momento de luz, antes de que la oscuridad le
ciegue y la belleza y el terror se conjuguen en el sonido del
constante cambio, puede el pescador recordar el por qué de su
existencia, el por qué de su dolor, el por qué de su amor por ella.
El crepúsculo, fin del ciclo diario, abre las puertas del alma del
pescador, que sólo entonces se pregunta por el misterio que esconde
la límpida superficie infinita que contempla ante él. Sólo
entonces, en el segundo anterior a la total oscuridad, se revela la
belleza del monstruo, del caos, de la inmensidad.
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