17/07/2012
(…) ese carácter seductor como el
rasgo decisivo que permite, al que luego se descubre como vampiro,
poseer el alma, la identidad, la subjetividad del otro.
Es reconfortante, cuando una lee,
encontrar intuiciones propias desarrolladas por gente importante a la
que le editan libros. Tiempo ha, servidora se propuso una
investigación sobre el mito del vampiro desde el principio de los
tiempos, culminándolo en un personaje tan poco sangriento como
Dorian Gray. Desgraciadamente, la falta de tiempo hizo que el asunto
no pasara de Drácula, quedándose en el vampiro meramente
carnal, pero abriendo puertas a un interés que se remonta más allá
de la figura meramente literaria, de su introducción y desarrollo en
la cultura exclusivamente occidental de la modernidad.
A día de hoy, aún el vampiro sigue
teniendo cierta relevancia en nuestra cultura: literatura, cine,
series, cómics…; la figura del no-muerto chupasangre sigue
presente por doquier. Ha perdido, sin embargo, el carácter
monstruoso: herejías como Crepúsculo o Being human le
confieren una humanidad sentimentaloide y lacrimosa completamente
ofensiva, perversión sacrílega del gran predador fantástico del
ser humano primitivo, incapaz ante la amenaza de la oscuridad y de
las fuerzas de la naturaleza, temeroso de las leyes incomprensibles
de la vida y la muerte. Tan sólo el fetichismo por la sangre,
tristemente erotizado —peor aún, “amorizado”—, se mantiene,
convirtiendo al vampiro en bebedor de horchata: la violencia, la
amenaza, el sentimiento de peligro y pequeñez del hombre han
desaparecido en una domesticación de la fiera.
En la ficción, el vampiro muere:
reflejo de los valores de su época —de su ausencia—, la
conversión del otro en el yo se presenta no como una asimilación,
sino como una adaptación a la comprensión de la realidad de una
sociedad que no deja lugar al misterio. Avances como la luz eléctrica
—permanente claridad—, la medicina —pequeña conquista al
terreno de la muerte— o las comunicaciones —el constante e
inmediato control de la persona en cualquier lugar y momento— son
tomados como grandes hitos materiales, sin darnos cuenta del
empobrecimiento espiritual y emocional que conllevan. El vampiro,
encarnación de los más siniestros terrores del hombre natural, ve
reducido su margen de acción y efecto a pasos agigantados y,
acorralado por el hombre, desaparece entre la multitud urbana, en las
iluminadas calles de la metrópoli; confundiéndose en ellas como un
habitante más, como un hombre más. (También los avances
tecnológicos vampíricos como ciertas vacunas que permiten su
aparición a la luz del día, o sueros artificiales sustitutos de la
sangre, han colaborado a la hora de su propia desaparición como
predador.)
Aun así, y precisamente frente a esta
degradación del vampiro ficticio, el vampiro real crece y prolifera
peligrosamente. Dorian Gray es ahora modelo a imitar en un mundo en
que valores tradicionales como la solidaridad, el respeto o la
conciencia de la comunidad no vienen ya regidos por imposiciones
divinas, por el miedo al castigo. El vampiro moral campa a sus anchas
en nuestro mundo, pero su apariencia humana no nos permite verlo. Los
vampiros políticos, económicos, empresariales, son dueños del
mundo, y las pobres víctimas, al igual que antaño, no pueden luchar
contra ellos. El hombre actual, domesticado como el vampiro ficticio,
no sabe ya defenderse, no sabe luchar e imponerse: ha olvidado ya la
violencia y la sangre que le mueven y le dan vida, que le hacen ser
lo que es. Licuado por la falta de orgullo, por el olvido de sí
mismo, de su lugar en la pirámide alimenticia, el hombre olvida que
es posible acabar con el vampiro, que existen estacas de madera y
balas de plata con las que luchar y acabar con la amenaza, y tan sólo
se refugia en su hogar al llegar la noche, tratando de ignorar el
peligro, la sensación de desasosiego; haciendo oídos sordos al
grito desesperado de la víctima que desgarra la oscuridad. El hombre
actual, con horchata en las venas, mira hacia otro lado cuando el
vampiro aparece en el pueblo, y evita el enfrentamiento directo con
el monstruo; se esconde, en lugar de hacerle cara; huye en lugar de
luchar. Olvidado el uso de las armas, el hombre actual tan sólo sale
a la luz del día, cuando el vampiro duerme, pero no busca su pútrido
escondrijo y lo aniquila, cortándole la cabeza y prendiéndole
fuego. Quizá, inocentemente, espera que el vampiro muera por sí
solo, o que aparezca un Van Helsing salvador: su cobardía le impide
cualquier acción propia, cualquier iniciativa real, y espera. Espera
en la falsa seguridad de su hogar a que el problema se solucione
solo; a que la amenaza chupasangre desaparezca por arte de magia. Y,
mientras tanto, cada noche el vampiro vuelve a salir en busca de
nuevas víctimas; y cada mañana aparece un nuevo cadáver corrupto;
y cada día son menos los habitantes del pueblo capaces de luchar y
vencerle. Como en una cuenta atrás, el número de hombres se va
reduciendo y el de vampiros aumenta: el predador, siguiendo su
instinto de supervivencia, aprovecha la desaparición de este mismo
instinto en la víctima, y campa a sus anchas por el mundo,
extendiéndose, riéndose para sí; jugando al ratón y al gato. El
vampiro mira desde arriba a su víctima y, al igual que el Lestat
hedonista, se regodea en la tortura y el sufrimiento de su víctima,
disfrutando su posición superior, su posición de predador.
El vampiro ficticio muere, dejando paso
al vampiro real. La sangre, representación carnal del alma,
desaparece, y con ella la conciencia del predador, el sentimiento
latente de una amenaza que crece en las sombras de lo intangible, en
el terreno de lo moral. El vampiro moderno es, si cabe, más
peligroso que el antiguo, pues devora a miles, a millones, en cada
caza. ¿A qué esperamos para defendernos? ¿A qué esperamos para
salvar nuestra vida? ¿Acaso el artificio humano, la razón humana,
ha llegado tan lejos como para atrofiar nuestro instinto de
supervivencia? ¿Acaso hemos de vivir sólo a la luz del día,
temiendo por la noche ser la próxima víctima? Somos humanos: hemos
vencido la infinitud del espacio y las profundidades del mar; la sed
del desierto y la enfermedad de la selva tropical. ¿Qué nos pasa
frente al vampiro? Como ficción, nosotros lo creamos y nosotros
podemos destruirlo. Pero hace falta valor; valor y determinación.
Contra el vampiro, hace falta sangre en las venas y no la tenemos:
tenemos horchata. Y el vampiro moderno ríe, porque sabe a ciencia
cierta su triunfo.
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