viernes, 20 de julio de 2012

Bebedores de horchata


17/07/2012

(…) ese carácter seductor como el rasgo decisivo que permite, al que luego se descubre como vampiro, poseer el alma, la identidad, la subjetividad del otro.


Es reconfortante, cuando una lee, encontrar intuiciones propias desarrolladas por gente importante a la que le editan libros. Tiempo ha, servidora se propuso una investigación sobre el mito del vampiro desde el principio de los tiempos, culminándolo en un personaje tan poco sangriento como Dorian Gray. Desgraciadamente, la falta de tiempo hizo que el asunto no pasara de Drácula, quedándose en el vampiro meramente carnal, pero abriendo puertas a un interés que se remonta más allá de la figura meramente literaria, de su introducción y desarrollo en la cultura exclusivamente occidental de la modernidad.

A día de hoy, aún el vampiro sigue teniendo cierta relevancia en nuestra cultura: literatura, cine, series, cómics…; la figura del no-muerto chupasangre sigue presente por doquier. Ha perdido, sin embargo, el carácter monstruoso: herejías como Crepúsculo o Being human le confieren una humanidad sentimentaloide y lacrimosa completamente ofensiva, perversión sacrílega del gran predador fantástico del ser humano primitivo, incapaz ante la amenaza de la oscuridad y de las fuerzas de la naturaleza, temeroso de las leyes incomprensibles de la vida y la muerte. Tan sólo el fetichismo por la sangre, tristemente erotizado —peor aún, “amorizado”—, se mantiene, convirtiendo al vampiro en bebedor de horchata: la violencia, la amenaza, el sentimiento de peligro y pequeñez del hombre han desaparecido en una domesticación de la fiera.

En la ficción, el vampiro muere: reflejo de los valores de su época —de su ausencia—, la conversión del otro en el yo se presenta no como una asimilación, sino como una adaptación a la comprensión de la realidad de una sociedad que no deja lugar al misterio. Avances como la luz eléctrica —permanente claridad—, la medicina —pequeña conquista al terreno de la muerte— o las comunicaciones —el constante e inmediato control de la persona en cualquier lugar y momento— son tomados como grandes hitos materiales, sin darnos cuenta del empobrecimiento espiritual y emocional que conllevan. El vampiro, encarnación de los más siniestros terrores del hombre natural, ve reducido su margen de acción y efecto a pasos agigantados y, acorralado por el hombre, desaparece entre la multitud urbana, en las iluminadas calles de la metrópoli; confundiéndose en ellas como un habitante más, como un hombre más. (También los avances tecnológicos vampíricos como ciertas vacunas que permiten su aparición a la luz del día, o sueros artificiales sustitutos de la sangre, han colaborado a la hora de su propia desaparición como predador.)

Aun así, y precisamente frente a esta degradación del vampiro ficticio, el vampiro real crece y prolifera peligrosamente. Dorian Gray es ahora modelo a imitar en un mundo en que valores tradicionales como la solidaridad, el respeto o la conciencia de la comunidad no vienen ya regidos por imposiciones divinas, por el miedo al castigo. El vampiro moral campa a sus anchas en nuestro mundo, pero su apariencia humana no nos permite verlo. Los vampiros políticos, económicos, empresariales, son dueños del mundo, y las pobres víctimas, al igual que antaño, no pueden luchar contra ellos. El hombre actual, domesticado como el vampiro ficticio, no sabe ya defenderse, no sabe luchar e imponerse: ha olvidado ya la violencia y la sangre que le mueven y le dan vida, que le hacen ser lo que es. Licuado por la falta de orgullo, por el olvido de sí mismo, de su lugar en la pirámide alimenticia, el hombre olvida que es posible acabar con el vampiro, que existen estacas de madera y balas de plata con las que luchar y acabar con la amenaza, y tan sólo se refugia en su hogar al llegar la noche, tratando de ignorar el peligro, la sensación de desasosiego; haciendo oídos sordos al grito desesperado de la víctima que desgarra la oscuridad. El hombre actual, con horchata en las venas, mira hacia otro lado cuando el vampiro aparece en el pueblo, y evita el enfrentamiento directo con el monstruo; se esconde, en lugar de hacerle cara; huye en lugar de luchar. Olvidado el uso de las armas, el hombre actual tan sólo sale a la luz del día, cuando el vampiro duerme, pero no busca su pútrido escondrijo y lo aniquila, cortándole la cabeza y prendiéndole fuego. Quizá, inocentemente, espera que el vampiro muera por sí solo, o que aparezca un Van Helsing salvador: su cobardía le impide cualquier acción propia, cualquier iniciativa real, y espera. Espera en la falsa seguridad de su hogar a que el problema se solucione solo; a que la amenaza chupasangre desaparezca por arte de magia. Y, mientras tanto, cada noche el vampiro vuelve a salir en busca de nuevas víctimas; y cada mañana aparece un nuevo cadáver corrupto; y cada día son menos los habitantes del pueblo capaces de luchar y vencerle. Como en una cuenta atrás, el número de hombres se va reduciendo y el de vampiros aumenta: el predador, siguiendo su instinto de supervivencia, aprovecha la desaparición de este mismo instinto en la víctima, y campa a sus anchas por el mundo, extendiéndose, riéndose para sí; jugando al ratón y al gato. El vampiro mira desde arriba a su víctima y, al igual que el Lestat hedonista, se regodea en la tortura y el sufrimiento de su víctima, disfrutando su posición superior, su posición de predador.

El vampiro ficticio muere, dejando paso al vampiro real. La sangre, representación carnal del alma, desaparece, y con ella la conciencia del predador, el sentimiento latente de una amenaza que crece en las sombras de lo intangible, en el terreno de lo moral. El vampiro moderno es, si cabe, más peligroso que el antiguo, pues devora a miles, a millones, en cada caza. ¿A qué esperamos para defendernos? ¿A qué esperamos para salvar nuestra vida? ¿Acaso el artificio humano, la razón humana, ha llegado tan lejos como para atrofiar nuestro instinto de supervivencia? ¿Acaso hemos de vivir sólo a la luz del día, temiendo por la noche ser la próxima víctima? Somos humanos: hemos vencido la infinitud del espacio y las profundidades del mar; la sed del desierto y la enfermedad de la selva tropical. ¿Qué nos pasa frente al vampiro? Como ficción, nosotros lo creamos y nosotros podemos destruirlo. Pero hace falta valor; valor y determinación. Contra el vampiro, hace falta sangre en las venas y no la tenemos: tenemos horchata. Y el vampiro moderno ríe, porque sabe a ciencia cierta su triunfo.

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