13/07/2012
Dice Valle Inclán que el Logos
Espermático se convierte en Numen gracias a una larva angélica. Ahí
es poco: con un pelotazo lingüístico como éste, cualquiera se cae
de culo antes de entender una sola palabra.
Para empezar, metámonos un poco en
situación: Valle Inclán es ese tipo que pasó de la estética
prerrafaelita —digamos El nacimiento de Venus de Botticelli—
a una nueva estética que se sacó de la manga llamada Esperpento,
más acorde con las Pinturas Negras de Goya. O sea, de lo
cursi romántico a lo grotesco macabro de un plumazo. (Sólo con que
vean la diferencia entre unas pinturas y otras, pueden hacerse una
idea del cambio, pero si aún no les queda claro, véanse La
comunidad, que es esperpento puro.) Ahora bien, por mucho que, de
repente, Valle pasara de hablar de princesitas a hablar de partidos
de fútbol con bebés muertos a modo de balón —véase Divinas
palabras—, lo que nunca fue capaz de cambiar fue su sentido
musical.
Valle es el más grande compositor en
lengua española. Hijo de un momento de ruptura, juega a romper el
ritmo binario propio a nuestra lengua con síncopas vocálicas y
tresillos acentuales. Melódicamente, gusta de enlazar los sonidos en
la fuerza de la caída a tiempo, de las sílabas trabadas por acordes
de tónica en fundamental o de dominante con séptima, y realizar
suaves modulaciones tonales que equilibran, como en las mejores obras
de Mozart, ese diatonismo —pilar de la música occidental— con un
cromatismo oscuro y barroco, remembranza de las piezas de órgano de
Bach. Valle combina la claridad clásica de la cadencia perfecta con
la inestabilidad del acorde romántico, de la novena sin fundamental,
de la ambivalencia tonal de la dominante, y juega en sus frases con
armonías duales, sugiriendo una tonalidad mayor que se revela menor
en el momento clave, y a la inversa; hilando el círculo de quintas
con maestría absoluta en apenas dos palabras para convertir la luz
en oscuridad, la claridad en desasosiego armónico. El son
lingüístico de Valle recoge las mejores sonoridades de todos los
tiempos, combinando fuertes bajos nasales y vibrantes con las más
sutiles y delicadas melodías de las sonoras; los ataques marcados de
las sordas y oclusivas con el sugerente legatto de las
laterales y sibilantes; las siniestras vocales cerradas con el brillo
de las abiertas. Su música juega con la antítesis y la ambigüedad,
con timbres contrarios y armonías disonantes voluntariamente
irresolutas. Bebiendo de Berlioz y Stravinsky, de Beethoven y
Monteverdi, Valle combina la belleza singular de cada uno para crear
una nueva música, también singular y única; una música
lingüística: la suya propia.
Sin embargo, la lengua no es
exclusivamente sonoridad, sino también idea. “Logos Espermático”
o “larva angélica” obedecen, claro está, a un desdoble rítmico
de compás binario que comienza con semicorcheas y corcheas
—respectivamente— para terminar en el tresillo desestabilizador
de las esdrújulas; primeros tiempos en anacrusa, armonizados por
sonoras y diferenciados por sibilantes y palatales, que caen a tiempo
de compás en una única cadencia de oclusiva sorda; semifrases cuyo
orden inverso responde al cronológico de la idea, formando una única
frase marcada por la cadencia imperfecta de la vocal abierta, fecunda
feminidad de sugerencia, y la cadencia perfecta de la vocal cerrada,
masculina fuerza de clausura sonora: la larva angélica y el Logos
Espermático dan lugar al Numen.
El Numen, murmullo cerrado e íntimo de
nasales, es definido por la jerga mística como la inspiración del
poeta o artista. La larva angélica es definida por Valle como la
intuición estética. El Logos Espermático es ampliamente descrito
sin llegar a ser definido en ningún momento. Pensemos tan sólo en
la combinación léxica: musicalmente, una anacrusa de segundo tiempo
completo que comienza con ataque medio de lateral, seguida por la
oscuridad de dos vocales cerradas, sugerencias de una tonalidad menor
que se abre en modulación hacia la dominante de la vocal media,
marcada por sibilantes que suavizan la transición hacia el ataque
seco de la bilabial sorda, anticipo de la resolución de la
modulación en la vocal abierta. Ésta, caída al tiempo fuerte del
siguiente compás, supone la tónica de la nueva tonalidad mayor, del
nuevo carácter armónico reforzado por el stacatto de las
sordas que ya anticipara la última nota del compás anterior con su
ruptura del fraseo de la última nota de la primera parte de la
frase, la segunda vocal media. Abierta, picada, la caída se dibuja
así como el cierre brillante de un motivo que parece empezado por
las cuerdas graves, relevado por llamadas de los metales que tornan
la oscura sugerencia en una guerrera declaración de principios.
Conceptualmente, la expresión “Logos
Espermático” responde al mismo cambio de fraseo, timbre y
tonalidad, yuxtaponiendo dos términos de tan diferente registro.
Logos, del griego, hace referencia al pensamiento y a la palabra:
dualidad intelectual de lo intangible y su representación material,
de una capacidad humana elevada a lo divino por los pensadores y de
la única posibilidad de comunicación de la idea por medio del
lenguaje. Espermático remite a la creación, a la fecundidad, pero
aparece teñido de erotismo y carnalidad, de materialidad exacerbada;
de apología del cuerpo y el deseo, de violencia y pasión a un mismo
tiempo: nada más lejos de la connotación del nombre al que acompaña
y, sin embargo, nada más cerca en una mistificación de la creación
estética que busca la unidad del todo, el fin de la división del
hombre en cuerpo y alma. “Logos Espermático” es una expresión
que concreta en el cuerpo el deseo del alma, pero lo hace desde la
combinación de dos términos independientes y hasta contrarios en su
uso natural; dos términos cuya diferencia de registros, de ámbitos
de uso, parecen establecerlos como excluyentes. Sólo alguien como
Valle Inclán, alguien que busca la sonoridad material del lenguaje
como principio estético, podría pensar en unirlos para dar nombre a
un concepto tan abstracto, tan místico, tan divinizado; sólo el
creador del Esperpento podría definir la iluminación del alma con
una imagen erótica.
Valle Inclán es, con mucho, el gran
compositor de la lengua española: juega con música y luz; juega con
idea y palabra. El contraste y la modulación, la antítesis y el
fraseo, la paradoja y el desequilibrio armónico y rítmico se funden
en su prosa con la magia de una melodía tradicionalmente monocorde
—la de la lengua española— que de pronto cobra vida polifónica;
una melodía singular, nunca vista anteriormente y que nunca se
repetirá; una melodía que esconde la fealdad del concepto y la
herramienta lingüística bajo la sutileza de la combinación sonora,
que tamiza la imagen grotesca con la belleza musical. El Logos
Espermático —vehículo del alma en su proceso de encarnación y
reencarnación, también conocido como pneuma— es una de sus
grandes bromas, de sus grandes paradojas: mirando hacia atrás, Valle
Inclán confiesa todas sus atrocidades literarias desde la mística
más pura, pero lo hace desde la posición desafiante de la elección
léxica que le llevó al maltrato y animalización de sus personajes,
a la miseria y crueldad de las situaciones, a la búsqueda de lo feo,
lo desagradable, lo grotesco en su esencia más pura. Y sin embargo,
siempre en estas obras se encuentra la frase bella, el término
exótico, la conciencia musical. Con Valle Inclán, la expresión
«una de cal y otra de arena» cobra sentido pleno: la obra equilibra
su propio horror en el diatonismo claro del lenguaje; la estética,
la belleza conceptual en la disonancia cromática de la palabra.
Valle Inclán es compositor del Esperpento, ¿cómo olvidarlo? ¿Cómo
sustraerse a ese cinismo romántico? Imposible. Imposible reflexionar
sobre la propia estética abandonándola por completo. Valle Inclán
no puede evitarse a sí mismo: la expresión “Logos Espermático”
es la prueba. Nada más musical y místico; nada más esperpéntico
que el Logos Espermático.
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