Intelligence? You can
give intelligence to a machine. I gave her a soul!
Todo el mundo ha oído alguna vez historias de adolescentes
conflictivos: un crío que es una ricura llega a cierta edad y se pone rebelde, contesta
y desobedece, llevando a los padres por el camino de la desesperación. Las malas
compañías no ayudan mucho e intentar serpararle de ellas no hace sino empeorar
las cosas. El mecanismo es propio a la lógica de la edad: todo lo que digan los
padres va en mi contra. Ahora bien, ¿alguna vez se les ha ocurrido que estos
problemas generacionales ocurren también entre naves espaciales?
Hablamos de Farscape,
una serie australiana de aventuritas espaciales con una puesta en escena divina
—véanse esas iluminaciones de lo más teatrales y las curradísimas
caracterizaciones de la multitud de aliens que aparecen, especialmente de la
piba azul— y unos argumentos estupendos (personalmente, la presencia de lo sobrenatural
en una serie de ciencia-ficción es algo que me encanta). Si alguna vez
escucharon aquello de “el espacio como personaje”, éste sería, sin lugar a
dudas el mejor ejemplo. Imagínense: como en toda serie o película de naves, el
medio de transporte se constituye como el espacio fundamental —salvo en los
capítulos de desembarco— para el desarrollo de la acción, pero ¿y si es una
nave biomecánica? ¿Y si es una nave que tiene miedo, que da fallos mecánicos
por alergia al polen? ¿Y si es una nave que se queda preñada?
Así es Moya. Una nave biomecánica; un personaje más. Un medio
de transporte que desobedece las órdenes del capitán y del piloto porque puede
más su instinto maternal que su dedicación al deber o al grupo que forma la
tripulación; que llega incluso a atacar a ésta cuando está cabreada; que se
para en medio de la nada espacial porque no está de acuerdo con alguna orden o
dirección que se le ha dado. Moya, una nave con escudos protectores y capacidad
para saltar al hiperespacio (bueno, realmente funciona diferente, pero a la
postre es darle a un botón y aparecer en otro punto de la galaxia); un espacio cerrado
en el que se sitúan las acciones protagonizadas por los otros personajes; un
refugio móvil para una panda de proscritos espaciales.
Y ahora, el bebé: Talyn es concebido no se sabe cómo —culpa
del acento australiano, que a veces cuesta; sorry—
y tiene un parto complicado, en parte, por las alteraciones genéticas que los
malos —una especie de Imperio a lo Star
Wars— han realizado en la madre, y que han dado como resultado que el bebé
salga armado (no sé a ustedes, pero a mí el asunto me recuerda a Lobezno). Hay que
decir que Moya es una nave de lo más pacífica, pero su condición biológica ha
sido vilmente aprovechada por estos malotes que persiguen a nuestros protas y
que, de hecho, son la causa de la mala adolescencia de Talyn: la diferencia de
caracteres entre madre e hijo y sus reacciones contrarias ante las amenazas
serán el hilo del que tire el mayor enemigo del prota —que es el único humano, by the way— para abrir brecha entre
ellos y llevar a Talyn hacia el Lado Tenebroso de la Fuerza. Lo que les decía:
las malas compañías.
Moya está desesperada: su hijo no sólo le lleva la
contraria, sino que deja de hablarla. Es entonces cuando el archienemigo —que
de hecho luego desaparece para dar paso a uno peor, menos humanoide y más
malrollero; que sólo con llamarse Scorpius pueden hacerse una idea— aprovecha
para colarse de mediador intergeneracional, ya que él comparte la mentalidad bélica
de Talyn, y ya de paso comerle la cabeza y volverle totalmente en contra de la
madre. ¿Que cómo los protas dan a este elemento tal voto de confianza? Pues
porque son unos panolis seguidores de Rousseau, que así se meten en los
marrones que se meten, claro. Y así pierden a Talyn, que un buen día decide
que se las pira con su nuevo mejor amigo, dejando a todos patidifusos y a la
pobre Moya al borde de la depresión profunda.
A todo esto, decir que estas naves biomecánicas son
biológicamente una pasada pero intelectualmente bastante básicas, como queda
claro cuando se comentan los sentimientos de Moya o cuando, en cierto capítulo,
la desgraciada madre realiza una comunicación lingüística que nada tiene que
envidiar al famoso «Yo Tarzán; tú Jane». De ahí la fortaleza del instinto
maternal de Moya, que en medio de un campo de asteroides y con toda la flota de
Peacekeepers rondando —los del Imperio, vamos—, pretende ir por ahí pegando
gritos en busca de su retoño; de ahí la facilidad del malo para camelarse a
Talyn con cuatro cucamonas militares y un par de piropos a sus dotes
armamentísticas. Aclaro esto porque, ya que hablamos de reproducción animal,
deben ustedes saber que, a efectos de capacidad e independiencia de las crías
de nave espacial, la de Taleyn es equivalente a la de un caballo: nada más
nacer, ya puede volar solito. De hecho, creo que sólo tarda un par de capítulos
en pirárselas, porque además el chico es listo y aprende lo de la
hipervelocidad mucho antes de lo que nadie se esperaba (para doloroso orgullo
de su madre).
Lo de quitarse al offspring
de enmedio es, obviamente, un recurso narrativo: los problemas de
maternidad espacial pueden ser una línea argumental válida —y de hecho,
fascinante—, pero no permanente. Aun así, Talyn sigue haciendo reapariciones
ocasionales, como en uno de los últimos capítulos que he visto, en el que unos
de por ahí se quieren cargar a Moya por un ataque de Talyn, que se dedica a
hacer gamberradas con el malote por toda la galaxia y luego, claro, le echan la
culpa a la madre por no haber sabido educarle como debe. Y es que, incluso en ambientes
espaciales, la madre tiene siempre esa responsabilidad de la educación en
valores para con sus hijos y de la que, todo sea dicho, muchas madres de hoy en
día no son conscientes. Talyn podría convertirse así en un modelo de conducta
de lo más actual y representativo pero Moya está, en este caso, disculpada, ya
que todos los problemas responden no a su falta de interés o de esfuerzo —que
les aseguro que la pobre nave hace todo lo posible por convencer a su hijo de
quedarse con ella y los buenos—, sino a las manazas perversas de esos malos
que, al alterarla genéticamente, producen un pequeño monstruito de terquedad
incontrolable y cierta tendencia a la violencia. Lo que sí es representativo de la relación de los adolescentes
con los padres es la falta de comunicación: Talyn, en su obtusidad adolescente, sólo
escucha al malote, con quien comparte la visión bélica del mundo.
Resumiendo un poco, lo que narrado vía lingüística —por medio
de palabras— puede resultar de lo más normal, visto en una serie en la que los
protagonistas de este drama adolescente son dos naves espaciales, cambia mucho.
El carácter biológico de Moya es, sin duda, uno de los grandes aciertos de esta
serie y, pese a que su maternidad sea el signo más relevante —¿alguna vez se
habló de algo parecido en referencia a la TARDIS?—, constantemente se alude a este carácter biológico, tanto en los problemas de funcionamiento
de la nave como en una voluntad propia que, muchas veces, entra en conflicto
con la de sus tripulantes. El concepto de una nave viva; una nave que puede llevar la contaria, que puede
tener enfermedades, que puede reproducirse y dar a luz, es simplemente
fascinante. Ahora bien, la pregunta es si de verdad se necesita ser australiano
y vivir cabeza abajo para que se te ocurran esas cosas. Porque, de ser así, yo ya
estoy haciendo las maletas y yéndome a vivir con los canguros.
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