“Who are you and where do you come from, may I
ask?”
“You may indeed! I come from under the hill,
and under the hills and over the hills my paths led. And through the air. I am
he that walks unseen. (…) I am the clue-finder, the web-cutter, the stinging
fly. I was chosen for the lucky number. (…) I am he that buries his friends
alive and drowns them and draws them alive again from the water. I came from
the end of a bag, but no bag went over me. (…) I am the friend of bears and the
guest of eagles. I am Ring-winner and Luckwearer; and I am Barrel-rider.”
Dicen que
la novela moderna nace con la creación del yo narrador; esto es, un
narrador en primera persona que, lo que nos narra, es su propia experiencia. De
las confesiones de San Agustín a las de De Quincey, pasando por las memorias
galantes del marqués de Bradomín y las del propio Bilbo Bolsón, lo que caracteriza
a la novela moderna es que un yo maduro, actual —un yo que es en el aquí y ahora del momento de escritura— se retrotrae a su
propio pasado, narrándonos las obras y milagros de un yo joven, inexperto, lejano
en el tiempo y en el espacio: un yo sacado de la memoria que alguna vez fue pero ya no es.
Lo que este desdoblamiento de personalidad supone es,
siguiendo al gran Poe, la construcción de una narración que apunta hacia un
final concreto y calculado —el yo presente— y, para llegar a este final, hace
falta un encadenamiento de las acciones siguiendo la tan científica fórmula de
acción-reacción o, en su caso, de causa-consecuencia. Digamos que en la novela
antigua simplemente se recogían una serie de episodios que presentaban una
serie de elementos comunes —el protagonista, por ejemplo— pero no tenían por
qué estar lógicamente unidos. (Siguiendo esto, podríamos considerar las
aventuras de Sherlock Holmes o las de su yang francés, Arsène Lupin, como
novelas a la antigua.) Sin embargo, en la novela moderna hay un encadenamiento
lógico de los episodios, lo que conlleva una evolución del personaje e, incluso,
un proceso de envejecimiento: del yo narrador al yo narrado media una vida de
distancia; una vida llena de aventuras, encuentros, decisiones que van
añadiendo, poco a poco, los elementos que desembocarán en un yo que se narra a
sí mismo. Un yo, además, que escoge y elimina, se recrea o pasa de puntillas, manipulando
a su antojo los hechos de su propia vida y construyendo —más que
reconstruyendo— a su yo pasado. Es igual que cuando uno cuenta una anécdota del
verano pasado y, cuanto más la cuenta y más pasa el tiempo, más difiere la
historia de lo que sucedió en realidad.
Hasta aquí la novela moderna. Cambiemos de tercio: en el
mundo de la ontología —esto es, la parte de la filosofía que se preocupa del
conocimiento del mundo—, encontramos a un inglesito con mucho humor negro
llamado Hume. Empirista, bon vivant
de la Ilustración, lo que Hume viene a decirnos es que es imposible conocer lo
que nos rodea por una razón muy simple: lo que nos rodea pertenece al mundo
sensible y sólo es percibido a través de los sentidos —vista, oído, olfato,
tacto y gusto—, pero para conocer las cosas es necesario un proceso mental de
razonamiento. Sin embargo, el proceso de razonamiento no trabaja con la
información sensitiva, sino con la marca que dicha información ha dejado en el
abstracto racional, por lo que el material de base para el proceso de
conocimiento está inherentemente alterado, manipulado; de ahí que todo lo que
se construya a partir de dicho material no sea fiable; de ahí que todo
conocimiento sea inválido. Dicho de otra manera: la piel actuaría como límite
entre lo de dentro y lo de fuera de nosotros mismos —es decir, entre el yo y el
mundo—; los sentidos son los transmisores a través de los cuales llega la
información exterior, pero dicha información llega de manera instintiva e
irracional, siendo necesario un proceso de abstracción y conceptualización para
convertirlas en material racional apto para utilizar en el proceso de conocimiento.
Para Hume, lo del conocimiento es un poco como lo del diamante en bruto: antes
de montarte el solitario tienes que quitar la morralla, pulirlo y darle forma; no
puedes utilizarlo exactamente igual que lo encontraste y, por desgracia, la
manipulación previa del material —la sensación— resta credibilidad al producto
—la teoría sobre el conocimiento del mundo—.
Ahora bien, lo que esto supone para Hume es que la única
verdad de la que podemos fiarnos es la del aquí y ahora del momento de la
percepción: el recuerdo de esa percepción es uno de los medios de manipulación
racional; la anticipación hipotética de una percepción similar —basada además
en un recuerdo de esa misma sensación, lo cual implica un doble proceso que
retrotrae hacia el pasado para proyectar hacia el futuro— es otro. De esta
manera, tan sólo en el presente de la sensación tenemos un ápice de realidad no
alterada por el proceso racional: pasado y futuro no son más que frutos de la
manipulación mental y, por tanto, ficciones.
Apliquemos ahora estas ideas a una teoría existencialista:
si tan sólo es válida la realidad del aquí y ahora, ¿qué pasa con el yo? ¿Es el
yo narrador el mismo que el yo narrado? ¿Tan sólo es real el yo narrador? ¿Y
qué hay de un yo hipotético, proyectado hacia el futuro? La respuesta, desde estos
postulados, es obvia: tan sólo el yo presente es real; el yo pasado y el yo
futuro no son sino ficciones que el yo presente recrea y crea, respectivamente.
Hasta aquí todo claro, ¿no? Hasta aquí, ningún problema. El problema viene
cuando nos paramos a pensar en la definición del pronombre yo como “primera
persona del singular”.
El pronombre “yo” se define como singular, pero bajo esta
palabra se recogen tres personas: el yo pasado, el presente y el futuro. Lo que
nos interesa no es ya tanto la realidad de cada uno de esos yoes, sino la
contradicción que supone la aplicación de una definición singular a un
constructo plural: no existe un único yo, sino una multiplicidad de yoes. Es más:
si hasta ahora teníamos tres, podemos elevar potencialmente esta trilogía,
dividiendo el pasado y el futuro en cada uno de los momentos de los que cada
uno de ellos está formado. Es más: podemos multiplicar esta potencia por cada
uno de los puntos de vista que nos permite el cambio de referencia temporal de
los tiempos verbales (ya saben, lo del “como/he comido”, “comí/hube comido”, “comeré/habré
comido”, etc.), y que en español no son pocos. Es más: si recordamos a Freud y
su división de la personalidad en el ello, el yo y el super-yo, podemos multiplicar
esa temporalidad caleidoscópica del yo por los tres niveles de conciencia. El yo
se postula entonces como una multiplicidad casi inabarcable resumida,
irónicamente, en un monosílabo definido como “singular”.
Creo que a estas alturas mis lectores saben ya por donde
voy: la definición gramatical del yo —y de hecho, también de los otros
pronombres singulares como “tú”, “él”, “ella”—como “primera persona del
singular” es falaz y, por tanto, también lo es su uso. De tener en cuenta
lingüísticamente estas consideraciones, habría de sustituir el pronombre “yo”
por el “nos”, ya que tan sólo este pronombre de primera persona recoge la
pluralidad de la que vengo hablando. Obviamente, lo que esto supone es un
cambio de mentalidad lingüística imposible: no hablamos ya de la resistencia
natural de la personalidad humana al rechazo de la propia unicidad —yo soy uno
y único—, sino de una convención lingüística que alteraría la primera conciencia de identidad, desechando la
representación verbal que nos separa del mundo; convención extendida
a todo hablante desde la primera conciencia de su propia identidad,
independientemente de la lengua que hable. Echar a abajo una convención lingüística
que parte de un egocentrismo antropológico (y que conste que en este caso no
hablamos de un egocentrismo negativo) resultaría un cambio de mentalidad, de
percepción del mundo, tan sumamente radical que, de hecho, podría llevarnos a
algo peor que la propia postmodernidad que estamos viviendo, y en la que el yo
es el único valor al que nos aferramos.
Para aquellos que, sin embargo, sí hemos caído en la
paradoja, nos queda una última posibilidad: bien es cierto que el “yo” puede
seguir definiéndose como singular, pero tan sólo bajo ciertas consideraciones
puramente lingüísticas en las que se constituiría como un pronombre colectivo,
similar a sustantivos como “rebaño” o “manada” (personalmente, siempre he
preferido el ejemplo “piara”, pero quizá es un poco despectivo para aplicarlo
al “yo”) en los que se recoge un único grupo, compuesto, eso sí, de múltiples
sujetos. Tan sólo de esta manera podría considerarse válida la definición de
este pronombre como singular. Tan sólo así podría entenderse el yo narrador y el yo narrado como un mismo “yo”. Tan sólo considerando el “yo”
como el punto de referencia presente sobre el que se construye una identidad
temporal proyectada hacia el pasado y el futuro puede mantenerse la definición
gramatical tradicional. El “yo” volvería así a ser uno y único a lo largo de la
existencia, pero recuerden: el “yo” sólo es real aquí y ahora. Los demás son ilusiones,
son sombras, son ficciones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario