Servidora ha vuelto a caer en los vicios intelectuales; esto
es, en hacer turismo de biblioteca en búsqueda constante de citas de autoridad.
Y digo citas de autoridad porque, para una niñata de licenciatura, ver sus
intuiciones corroboradas por los mayores —y por mayores entiéndase aquellos a
los que se ha publicado y republicado y a los que otros nombres publicados y
republicados hacen referencia— lleva a una hinchazón del ego que no viene nada
mal de vez en cuando y, más aún, cuando de lo que hablamos es, como decía
antes, de uno de sus géneros favoritos.
Ahora bien, servidora tiene una importante pega que hacerles
a los mayores y es que, a veces, parece que se olvidan de leer literatura:
cuando uno se mueve por ciertos andurriales, debería tener siempre presentes
textos —textos concretos, oséase, citas— de autores como Hoffmann y Gautier,
como Poe y Maupassant y como, por supuesto, Shelley y Stoker. Quiero decir con
esto que la cronología —tanto literaria como teórica— no está exenta de cambios
conceptuales ligados a la evolución darwiniana, pero ello no debería ser óbice
ni cortapisa para mantener los pies en el suelo sobre ciertas constantes genéricas
que parecen desaparecer con los cambios terminológicos. Me refiero,
fundamentalmente, a la distinción entre género fantástico y género de terror.
Cualquiera que se adentre en esta oscuridad conceptual se
dará cuenta, en poco tiempo, de que lo que empezó siendo definido como
literatura de terror pasó a convertirse en «lo fantástico». No nos vamos a
detener ahora en el juego lingüístico que supone el uso de un enclítico
deíctico para referirse a un concepto al que se asocian términos como
«indecible», «inefable», «irracional» —muy a la manera freudiana— y que es
definido por algunos como «lo que debiendo permanecer oculto, se ha revelado»,
provocando un efecto de inquietud en el pobre desgraciado que se haya atrevido
a asomarse a ese abismo de oscuridad que suponen los límites epistemológicos y
metafísicos del conocimiento humano, esto eso, a lo desconocido, incomprensible
e inconcebible para la mente racionalista que se impone en nuestra realidad
cotidiana. Para no enrollarnos con los tencnicismos, resumiremos el concepto
diciendo que, dado que de lo que aquí se habla es de una suerte de
extra-realidad que da muy mal rollo.
Un lector normal asociaría esta sensación directamente al
género terror y no se equivocaría. Un teórico, sin embargo, dividiría este
género en tres etapas —el gótico (en el siglo XVIII), el fantástico (en el XIX)
y el neofantástico (en el XX)— y postularía esta evolución en base a cambios en
las estrategias narrativas de representación de la realidad derivadas de la
propia comprensión socio-cultural de esta realidad. En cristiano: si lo que da
mal rollo es la ruptura de los esquemas mentales que organizan nuestra realidad
a causa del enfrentamiento con un elemento externo a ella, la representación
literaria —y ficcional— viene marcada por la percepción de realidad que una
cultura tiene en cada momento. En el siglo XVIII, el conflicto se establece por
la expulsión del elemento sobrenatural de los esquemas racionalistas impuestos
por la Ilustración, de manera que el monstruo sigue teniendo la materialidad
corpórea propia del folklore colectivo, tan recientemente desechado: lo que
cambia es la realidad misma. En el XIX, la evolución de la narrativa moderna
—esto es, de la novela en la que los personajes evolucionan psicológicamente—
lleva a una progresiva interiorización del problema en la que el monstruo pasa
a convertirse en los propios fantasmas del personaje, en ese aterrador lado
irracional e incivilizado que más tarde se denominaría como inconsciente y que
conlleva que el monstruo es el propio ser humano: lo que cambia somos nosotros.
En el siglo XX, sin embargo, el mal rollo no proviene de una duda en cuanto a
lo que ocurre y percibimos o en cuanto a lo que verdaderamente somos, sino de
la crisis de fe en la existencia de una realidad estable y definida a la que
atenerse: la realidad racionalista desaparece, diluída en otra realidad, y es esa
incapacidad de establecer una u otra como verdadera lo que da el mal rollo,
condición sine qua non para que un
texto se inscriba en el género fantástico: lo que cambia es el texto.
Si más arriba decíamos que «lo fantástico» se asocia a
ciertos términos que denotan la crisis del lenguaje, en el siglo XX esta crisis
está directamente relacionada con la percepción de realidad, no por nada, sino
porque la realidad pasa a ser exclusivamente la del texto y, como bien saben,
la materia prima del texto es el lenguaje. Ahora bien, si el lenguaje deja de
referirse a una realidad extratextual —esto es, referencial—, «lo fantástico»
queda exclusivamente al nivel de la narración —y es la propia construcción de
la narración lo que le da forma—, el lenguaje, en tanto forma de comunicación,
entra en crisis. De ahí las referencias a la inefabilidad, a la indecibilidad y
a sinónimos varios que resumen dicha incapacidad del lenguaje y que, por otro
lado, se constituye como el cimiento del mal rollo que el texto fantástico genera
en el lector.
Volviendo un poco al inicio, la crítica fundamental que
servidora hace a los mayores es su apelación exclusiva a autores del siglo XX a
la hora de explicar esta crisis del lenguaje y de relacionarla con ciertas
narrativas. Bien es cierto que Lovecraft —y seguidores— y Cortázar serían los
autores que mejor representarían esta relación intrínseca entre los límites de
la realidad y los límites del lenguaje pero la presencia de éste último aparece
en la literatura de terror desde el principio de los tiempos. Me refiero, con
esto, a las dos grandes obras que algunos han postulado como modelo de las dos
estructuras fundamentales del género, a saber, Frankenstein y Drácula.
Grosso modo, si se
postula el terror como el enfrentamiento entre lo conocido explicable de la
mente racional y lo desconocido inexplicable de algo más allá de lo racional
—llámese sobrenatural, inconsciente o realidad paralela—, el terror en estas
dos obras viene provocado, respectivamente, por el exceso de curiosidad y por
la ignorancia; concretamente, en cuanto a uno de los grandes misterios del Ser
Humano: la muerte. Shelley, más cercana a los inicios de la explosión
racionalista de la Ilustración, se remonta al Fausto de Marlowe —o, más posiblemente, al de Goethe—, obra escrita
durante el primer periodo cientifista de la Modernidad occidental, para
presentarnos un conflicto que el refranero español tiene la bondad de
resumirnos como «la curiosidad mató al gato» y que, enfocado a la aplicación de
los avances científicos para la resolución de uno de los grandes límites del
conocimiento humano, acaba por producir una amenaza para la propia humanidad.
Stoker, por su parte, retoma una figura folklórica, aparecida por separado en
cada una de las grandes culturas de la Antigüedad —de Grecia a Japón, pasando
por Babilonia y las culturas precolombinas—, y que se convierte en amenaza a
causa de la negación de su existencia por la mente racionalista, esto es, por
la frontera científica estipulada ante uno de los límites del saber humano.
Conocimiento, muerte y amenaza se postulan pues como los elementos
estructurales de dos novelas de mensaje antitético y que se inscriben, ambas,
dentro de ese género que los lectores llaman terror y los teóricos, fantástico
siniestro.
Bien es cierto que estas obras pertenecen a esa etapa de «lo
fantástico» en la que el monstruo aún es externo al protagonista —el otro es
otro y no yo mismo— y que, por tanto, no es necesaria la crisis del lenguaje que,
en los últimos tiempos, parece ser tan necesaria para crear la sensación de mal
rollo propia del género. Sin embargo, olvidar la importancia dada por Shelley y
Stoker al lenguaje es un completo error: baste recordar la detallada
descripción del proceso de adquisición de la lengua inglesa por el monstruo y
su petición de escucha a su creador; baste notar la sensación de incomodidad de
Harker ante su desconocimiento de las lenguas eslavas en la puerta de la fonda
o los constantes errores gramaticales de Van Helsing. La incomunicación lingüística
fluye como tema implícito a lo largo de ambos textos, poniendo de manifiesto la
relación entre el horror y el lenguaje ya desde los primeros tiempos, antes de
que éste entre en la crisis definitiva del siglo XX.
Podríamos, en este
momento, remontarnos a ciertas ideas demiúrgicas que también tienen su origen
en el principio de los tiempos; aquellas que defienden la creación del mundo a
través de la palabra y que los Románticos —¡Oh, casualidad! ¡Seguimos en el
siglo XIX!— tomaron como pendón de guerra para su lucha contra la mímesis
aristotélica. Podríamos, ahora, recordar ciertas teorías filosóficas que
postulan que el lenguaje marca los límites de la realidad humana, ya que es el
nombre lo que da forma a los conceptos con los que categorizamos y organizamos
esta realidad. Podríamos, también, retomar ciertas hipótesis sobre la
comunicación exlusivamente lingüística de un discurso filosófico —y, más
concretamente, metafísico— centrado en el estudio de los límites entre el yo y
el mundo. O podríamos, simplemente, retomar esa idea de «lo fantástico» como la
forma narrativa que enfrenta lo posible y lo imposible, lo conocido y lo
desconocido, intentando expresar mediante el lenguaje aquello que no entra en
el propio lenguaje.
La imposiblidad de comunicación lingüística, pues, no se
constituye como un rasgo adquirido a través de una evolución del género de
terror, sino como algo propio, ya latente en las primeras obras. Obviamente,
los niveles de imbricación temática y formal no son tan fuertes en un momento en
el que no se deconstruye la realidad textual —esto es, la representación de la
realidad extratextual en el texto—, pero lo que esto conlleva no es la
ausencia, sino su representación de otra manera: si en el sigloXX esta
amenaza a los esquemas de realidad se construye gracias a una desestructuración
en el nivel de la narración —es decir, de manera estructural y lingüística,
fundamentalmente—, la exterioridad del monstruo decimonónico se corresponde con
un planteamiento de la imposibilidad de comunicación en un nivel más externo,
es decir, al discurso de los personajes. Así, tanto en Frankenstein como en Drácula
se alude a dos niveles lingüísticos: de un lado, la alusión a las lenguas
extranjeras y, del otro, la incapacidad del propio lenguaje para designar la
nueva realidad. En cuanto al primero, el desconocimiento de la lengua del otro
—el moldavo para Jonathan Harker, el sistema lingüístico en sí para el monstruo
de Frankenstein— se constituyen como una barrera infranqueable de comunicación
con el otro, equivalente a la del autor con el lector a la hora de plasmar en
el texto ese elemento incomprensible. Cabe destacar, en este sentido, las
constantes referencias a las traducciones de libros en los Mitos de Cthulhu, que, a la manera del diccionario de bolsillo de
Harker, simbolizan físicamente el
desfase lingüístico entre el contenido conceptual y la forma de comunicarlo, es
decir, la imposibilidad de establecer una conexión lógico-lingüística entre el
yo conocido y el otro desconocido. El monstruo de Frankenstein, por su parte,
se sitúa precisamente en el otro lado; en el lado de lo desconocido que
pretende hacerse entender para dejar de constituirse como una amenaza y
que ha de esperar hasta adquirir los conocimientos
necesarios de la norma lingüística para realizar su primer intento de
comunicación. El fracaso de la criatura al ser vista —es decir, al ser
percibida no a través de esa forma de comunicación lingüística, sino mediante
el sentido de la vista, que pone de manifiesto su monstruosidad física, que no
intelectual— corresponde, de nuevo, con esa incapacidad del lenguaje
referencial para comunicar aquello que va más allá de lo racionalmente
conocido, puesto que la apariencia de la criatura supera lo visualmente
conocido, o mejor, aceptado.
En cuanto al hecho comunicativo en sí, ha de retomarse aquí
el principio de cooperación, propio de la pragmática lingüística: igual que dos
no se pelean si uno no quiere, no hay comunicación si uno se niega a escuchar.
Así, los ruegos de la criatura hacia su propio creador remiten a la negación de
la mente racionalista por aceptar un área de realidad que sobrepasa los límites
del conocimiento científico sobre las leyes de la vida y la muerte y que, a su
vez, supone la base sobre la que se cimienta el propio género fantástico y de
terror. Cabe destacar, a este respecto, el contraste que Van Helsing supone
respecto a Frankenstein: pese a pertenecer ambos al mundo científico, este
último se enmarca en el racionalismo post-ilustrado de principios de siglo,
focalizando su rechazo hacia lo antinatural (a falta de sobrenatural en el
relato), mientras que el primero pertenece a otra forma de pensamiento más
próxima a la futura crisis del siglo XX y que pone en entredicho el
establecimiento de la realidad en función de los conceptos de natural y
sobrenatural, defendiendo una apertura del pensamiento científico a la
consideración de la existencia real de elementos inexplicables por las leyes
naturales. Si a nivel narrativo esta idea se plantea en no pocas ocasiones —Van
Helsing es el que introduce la idea del vampiro en la mente racionalista del
resto de personajes—, a nivel lingüístico vemos a un holandés que no se ve
frenado por su conocimiento relativamente bajo de una lengua extranjera a la
hora de intentar, por todos los medios, comunicarse con el resto de personajes y
convencerles de la existencia del ser sobrenatural. Así, los continuos errores
gramaticales que caracterizan su discurso —tan similares, por otra parte, a la
ruptura lingüística que caracteriza los relatos de Cortázar— podrían fácilmente
asimilarse a esa imposibilidad de enunciación de lo incomprensible, a esa
fractura entre lenguaje y realidad derivada del enfrentamiento de la mentalidad
racional con lo imposible, postulada como rasgo propio del género fantástico y
que pasará a ser fundamental durante el siglo XX.
El discurso de Van Helsing, pues, anticipa algo que los
teóricos tan sólo resaltarán en la narrativa fantástica posterior pero que,
como vemos, está ya latente en las obras más clásicas del género: la
correlación entre la crisis del concepto de realidad narrativa y la crisis del
lenguaje utilizado en la narración. La crítica que servidora hace de los
mayores, pues, es el olvido de los grandes clásicos del terror por otros textos
literarios con los que comparten los dos rasgos caracterizadores del género, a
saber: el mal rollo y la crisis del lenguaje que conlleva la representación
lingüística de lo imposible (y, por tanto, innombrable). Más aún, la crítica
que servidora hace de los mayores es que ese olvido viene causado por un
intento de legitimación del género impuesto por un cambio terminológico con el
que se pretende disimular el carácter de literatura popular que
tradicionalmente ha tenido el terror, sustituyéndolo por la lexicalización «lo
fantástico» con el fin de incluir este género entre aquellas categorías
literarias dignas de interés para su estudio. Esto es: si, efectivamente, «lo fantástico»
es ese tipo de narración en la que salen a la luz aquellos puntos oscuros del
saber humano que huyen de toda clasificación racional y en la que se habla
sobre lo inefable, es comprensible la elección de un término que, como ya se ha
dicho antes, diluye su propio significado con el uso de un enclítico deíctico
que apunta, precisamente, a la imposibilidad de nombrar —y clasificar— el contenido
del relato. Dicho cambio terminológico apunta a un desplazamiento del interés por
el género —desde el efecto que causa en el lector hacia los mecanismos que
provocan este efecto— que, a su vez, provoca un desfase entre la percepción del
género por parte del lector y por parte de la teoría, puesto que para el
primero sigue constituyéndose como terror y, para la otra, como fantástico. Plantear
los orígenes de «lo fantástico» en el terror, defender como propia la sensación
de mal rollo y la crisis del lenguaje, contradice no sólo la percepción que el
lector tiene del género, sino también la de los autores como el tan admirado
Lovecraft. Imponer, por tanto, una nomenclatura específica, sólo aplicada en el
campo teórico con el objetivo de introducir el género dentro del marco de
interés académico, no es sino una pretensión propia de ese racionalismo
ilustrado que resultó caldo de cultivo para el propio género del terror: la de introducir
y categorizar aquello que existe en la realidad literaria pero que la teoría se
niega a aceptar por pertenecer a ese mundo de superstición propio de la mentalidad
popular, del lector a pie de calle. La pega de servidora a los mayores es que,
lejos de imitar a Van Helsing y aceptar la existencia del terror como género
propio, optan por el rechazo de Frankenstein a su criatura, intentando negar su
propia creación al cambiarle el nombre. «Lo fantástico», pues, no es sino la respuesta
atemorizada de un lenguaje que se niega a aceptar lo incomprensible: la
literatura de terror no es, como siempre se ha pensado, una tontería
cualquiera; la literatura de terror enlaza con la metafísica, la ontología y la
epistemología y muestra los límites de lo cognoscible, y por eso es de terror. Señores,
respeto sus canas y me han enseñado mucho, pero no se confundan: el mal rollo
es mal rollo, lo llamen ustedes como lo llamen. Y, de toda la vida, los
lectores lo hemos llamado literatura de terror.