viernes, 30 de diciembre de 2011

Frikada del día



Aladino por Tim Burton.
Y Spock haciendo de la parte mágica de Yafar.

Luego revisen la de Disney y me cuentan.

jueves, 29 de diciembre de 2011

Sólo el que salte de la cabeza del león...



Lo que tiene el estarse leyendo los artículos de Tolkien en el metro es que, cuando una llega a la biblio, en lugar de estudiar, se pone a hacer turismo bibliotecario y a frikear buscando sagas islandesas y diccionarios artúricos. Y, como las primeras sólo se las prestan a los profes, que son unos enchufados, una se vuelve sólo con Arturos y Lanzarotes y Ginebras. Total, que, mientras se echa un piti al solecito, empieza a echar un ojo al asunto y, pasando las páginas, encuentra lo siguiente:

Puente de la espada: (…) Los caballeros que acompañarn a Lanzarote creen ver al otro lado del puente dos leones o dos leopardos atados a una grada. (…) En cualquier caso, el puente en sí mismo es claramente inusual. (…) De hecho, el Puente de la Espada será el paso final y definitivo para conseguir el objeto buscado por el caballero —la reina— (…).

Y es entonces cuando a una se le enciende la bombilla.

Lo gracioso del tema es que yo ya he trabajado este libro, aunque no precisamente este tema —que es un libro que da para mucho, oye. Y lo gracioso es que hablamos de una de mis escenas favoritas de una de mis trilogías —quien me discuta la denominación de trilogía será considerado hereje— favoritas.

Porque, vamos a ver, ¿a quién no se le ha ocurrido que Indi es un caballero andante? Bueno, más que caballero, es una mezcla entre vaquero, aventurero y ese profe que toda alumna sueña con tener: está como un tren, sabe un copón y más, explica divinamente y encima no aparece la mitad de las clases, con lo que tienes horas de cafetería para aburrir. Recordemos la escena de los párpados con el I love you: yo lo haría.

En fin, que, como iba diciendo, una de las cosas que más me gustan de esta peli es, precisamente, el tema caballeritos y espadas y búsquedas imposibles —bueno, y esa pedazo de persecución caballo vs. tanque, que no tiene precio. Especialmente cuando, al contrario que nuestro Lancelot, que se come el marrón por gusto propio y porque se le cae la baba por la Ginebra hasta puntos insospechados —recomiendo la escena de empanamiento en el lago—, mientras que Junior lo hace a regañadientes. Cierto que los dos van en busca de alguien, pero si uno lo hace por amor, el otro, dada la relación que presenta la película —escena del zepelín—, lo hace por deber filial. Lo del Grial, para Indi, no es por motus propio, sino porque su padre es un colgado de la vida. Algo así como Sancho y Don Quijote. Voilà la visión moderna del caballero.

Este tema, creo, se merece un diez y todo el quid de la question: ¿cómo meter una de caballeros en el siglo XX? Pues, por supuesto, desdoblando al caballero: por un lado la fe y por el otro la aventura. Más aún: ¿os sorprende que la segunda sea hija de la primera? ¿Qué fueron acaso las Cruzadas, sino guerras de fe? Bueno, para el Corazón de León también fue un escaqueo de su deber de rey y de una corte medieval alienante, que ya le veo yo como al Hamlet cuando vuelve de Paris. Pero eso es otra historia.

A lo que yo iba, de hecho, es al tema del puente y el león. Para Lancelot —permítanme llamarlo así, que Lanzarote nunca me ha gustado—, este puente supone la última prueba, el último sacrificio físico antes de encontrar a Ginebra. De alguna manera, y dada la relación que hay entre ellos y el hecho de que no sabemos cómo se llama el caballero hasta que la reina no lo nombra —en serio, te pasas la primera mitad del libro sin saber cómo se llama el protagonista—, el pasar por el puente se presenta como una inmolación de la que el caballero sale casi sin pies y sin manos; sufrimiento que afronta sólo por amor. Bueno, también hay lecturas místico-cristianas que dicen que realmente, Lancelot es como el cuerpo en busca de sí mismo y de su propia identidad, y que hasta que Ginebra no le llama no hay tutía (sí, es una sola palabra; buscadlo en el diccionario).

Algo así le pasa a Indi, no se vayan a creer: él, caballero a la fuerza, materialista y escéptico, ha de recurrir a esa fe que le falta —inspirada por su padre moribundo, recordemos— para pasar esa última prueba que todos aquellos que ambicionan el Cáliz —corramos un estúpido velo sobre temas de símbolos femeninos y masculinos— no han sabido pasar. De hecho, decíamos, no es una fe propia, sino prestada: Sancho se ha quijotizado y por ello alcanza la gracia, no de la imaginación, pero sí de la creencia. El caso es que ésta última prueba viene siendo igual que el Puente de la Espada, ya que justo después él también encuentra el objeto de su búsqueda. Aquí, el caballero no ha encontrado su identidad, pero sí algo igual de importante, algo de lo que ha carecido a lo largo de toda la aventura y en torno a lo que gira el argumento de la película. Es más: el hecho de que sea el padre el creyente, el romántico, acerca aún más a ambos personajes, ya que si Lancelot es el caballero sin origen, Indiana, por esa relación de niño semi-abandonado y renegador de la figura paterna, de alguna manera presenta una carencia similar; el primero, la de la identidad dada por la familia, el segundo la de la educación, digamos, moral y religiosa. Así, el puente y el león, diferentes en ambos pero no muy lejanos entre sí, se presentan como una misma prueba con un resultado muy similar.

El caballero que cruza el puente del león para llegar a la tierra de la magia —del amor, de la fe— y allí encontrarse a sí mismo. Siete siglos de distancia y todavía funciona. Pero qué poco hemos cambiado...


Et le pont jeté en travers
ne ressemblait à aucun autre,
on n’en vit, on n’en verra jamais de tel.
Il n’y eut jamais, si vous voulez la vérité,
de si funeste pont, de si funeste planche.
une épée était solide et rigide,
et elle avait la longueur de deux lances.
Il y avait de part et d’autre un grand billot
où elle était soigneusement fixée.
N’allez pas craindre une chute
parce qu’elle romprait ou fléchirait,
on l’avait si bien travaillée
qu’elle était capable de supporter un grand poids.
Mais ce qui désespérait
les deux compagnons du chevalier,
c’était qu’ils croyaient voir
de l’autre côté, au bout du pont
deux lions ou bien deux léopards
enchaînés à un bloc de pierre.
L’eau, le pont, les lions
les mettent dans une telle frayeur
qu’ils disent : «Monseigneur, écoutez donc
un conseil sur ce que vous voyez,
car vous en avez le plus grand besoin.
Sinistre est la façon et l’art
de ce pont, et sinistre l’ouvrage de charpente. (…)»
Quant à lui, pour traverser le gouffre,
du mieux qu’il peut, il s’apprête.
Il fait une chose étrange et merveilleuse :
il désarme ses pieds et ses mains.
Il n’en sortira pas indemne ni tout à fait valide,
s’il parvient de l’autre côté.
Il s’était assuré une bonne prise sur l’épée,
plus affilée qu’une faux,
aux mains nues et tout déchaussé,
car il n’avait gardé au pied
soulier, chausse ni empeigne.
Il ne s’inquiétait guère
de s’entailler les mains et les pieds,
il aimait mieux se mutiler
que tomber du pont et nager
dans cette eau d’où plus jamais il ne sortirait.
En grande souffrance, il passe au-delà
comme il le voulait, dans les tourments.
Il se blesse aux mains, aux genoux et aux pieds,
mais Amour qui tout au long le guide
lui verse un baume et tout entier le guérit.
Il lui était doux de souffrir.
S’aidant des mains, des pieds et des genoux,
il gagne enfin l’autre côté.
Alors lui reviennent à la mémoire
les deux lions qu’il croyait
y avoir vus quand il était
sur l’autre bord. Il est attentif à regarder :
rien, pas même un lézard
ou quoi que ce soit qui lui fasse du mal !

miércoles, 28 de diciembre de 2011

Los cuentos según Gaiman (II)


Todas y cada una de las personas que han habitado, habitan o habitarán en este planeta tienen su propia canción. No es una canción escrita por otra persona. Es una canción con su propia melodía y sus propia letra. Son pocos los que llegan a cantar su propia canción. La mayoría tememos que nuestra voz no le haga justicia, o que nuestras palabras sean demasiado tontas, o demasiado honestas, o demasiado raras. Así que la gente acaba viviendo las canciones de los demás en lugar de cantar la suya propia. (c. VII)

¿Veis? ¡Si es que no soy la única loca que dice que la vida puede ser un musical! ¡Claro! Anda que no alegra el día llegar por la mañana y saludar al personal con el Good morning de Cantando bajo la lluvia. O va alguien y se mosquea, y entonces le cantas el Let it be. O, no sé, llega alguien a rayarte y le saltas lo de Don’t rain on my parade. Hay una canción para todo. (Siento no dar más ejemplos, pero en este momento llevo en el mp3 todo Disney y no se me ocurren).

 Lo que pasa es que somos así de idiotas y nos da vergüenza. Hay que joderse: para un karaoke, con micro y sobre un escenario —que nos vea bien todo el mundo— hacemos cola para desgañitarnos y desafinar a piacère, y eso que encima vamos jumaos. Ahora, que uno está tranquilamente por los pasillos de la facul y tú ponte a cantar, que los caretos del personal son un poema. Pero ¡eh!, no me vengáis con cuentos chinos con el corto ése de las 7.35, que eso no me vale: si uno canta, canta; lo de obligar al resto ya es otra historia. Además, a la peña le gusta cantar, así que si no te achantas y sigues, te acaban haciendo los coros. Comprobado, ¿eh?

Lo que pasa, decía, es que nos da vergüenza. Nos sentimos inseguros. Pensamos que desafinamos, o que no tenemos voz, o que ponerse a cantar en medio de la calle o de la oficina o de cualquier sitio público es cosa de borrachos y pirados. ¡Qué diablos! ¡Y a quién le importa! (¿Veis? Hay canciones para todo.) O, también, que no tenemos un buen repertorio a mano, que no se nos vienen las canciones a la cabeza en el momento oportuno. Realmente, una canción es como un refrán: tienes que cantarla cuando salga a colación, si no, no vale. Aunque sean sólo un par de estrofas.

En definitiva, que a la postre, si no cantamos no es porque no queramos, sino por el miedo del qué dirán. Es decir, son los otros —la sociedad— la que coharta nuestra creatividad, la que nos impide expresarnos como nos dé la real gana. O, peor todavía, somos nosotros quienes nos autocensuramos pensando en lo que los otros pensarán de nosotros si de repente nos ponemos a cantar y bailar en medio de una cafetería o de una plaza. Y eso sí que es grave: que la sociedad nos cape es una putada; que lo hagamos nosotros mismos por lo que ella pueda pensar, eso es ser gilipollas. Especialmente si hablamos de canciones —no le busquen tres pies al gato, que para otras cosas tipo instintos asesinos, un poquito de autocontrol no viene mal.

Y es que ya se sabe: la música amansa a las fieras. La música hacernos cambiar de humor en el suspiro que tarda entre que empieza la intro y reconoces la canción hasta que empieza el cantante y tú ya estás con la voz preparada para ponerte a berrear. Porque, a ver, ¿quién no se pone la canción X por la mañana y se le alegra el día? ¿O la canción Z y se pone de un agresivo que pa qué? (No sé si algún lector le pasa. Yo tuve que dejar de escuchar a Extremoduro mientras conducía.)

La gente toma la forma de las canciones y los cuentos que les rodean, especialmente si no tiene una canción propia. Y en los tiempos del Tigre todas las canciones eran siniestras. Comenzaban con lágrimas y terminaban con sangre, y eran las únicas historias que aquellos hombres conocían. Y entonces llegó Anansi. (…) Pues bién, en los cuentos de Anansi había ingenio, bromas y sabiduría.  (…) En ese momento fue cuando la gente empezó a usar la cabeza. Algunos creen que las primeras herramientas fueron las armas, pero es justo al revés. En primer lugar, la gente es la que interpreta para qué puede servir determinada herramienta. La muleta fue siempre antes que la cachiporra. Porque entonces la gente contaba cuentos de Anansi, y empezaba a pensar en cómo conseguir un beso, o cómo conseguir algo a cambio de nada siendo más listo o más gracioso que otro. Y entonces fue cuando se empezó a construir el mundo. (c. XI)

Nada, nada: que cantar es bueno para la salud. Que deberíamos pasarnos por el forro lo que piensen los demás, y deberíamos olvidarnos de lo que dice la sociedad sobre los lunáticos cantarines, y mandar al carajo a los amargados que defienden que los musicales no son algo natural. Lo que tendríamos que hacer —lo que de verdad deberíamos hacer—, es dejarnos llevar. Dejarnos llevar por nuestro estado de ánimo y por la música que lo acompañe. ¡Seamos libres! ¡Cantemos también fuera de la ducha y del karaoke! ¡Pongamos BSO a nuestra vida! ¡Convirtámosla en un musical! Y, al que no le guste, que se tape los oídos.


…and music makes me do
the things I never should do!

martes, 27 de diciembre de 2011

Los cuentos según Gaiman (I)


La palabra, ésa era la parte más difícil. Fabricar una araña, o algo bastante parecido, a base de arcilla, saliva y sangre, había sido fácil. Los dioses, incluso un travieso dios menor como Araña, sabía cómo hacerlo. Pero la fase final de la Creación prometía ser realmente difícil. Hace falta una palabra para insuflarle vida a la materia. Hay que nombrarla. (c. XII)

Y el verbo se hizo carne. ¿No lo dicen así en la Biblia? El Dios creador; el narrador demiurgo. Necesitamos la palabra para crear el mundo, para darle forma; para comprenderlo y hacer que el otro lo comprenda. El lenguaje no recrea el mundo, no lo convierte en meramente referencial, sino que lo delimita, lo clasifica, le da la forma con la que lo recordamos. El lenguaje introduce el mundo en nosotros, lo idealiza —en el sentido de convertirlo en idea— y es esta idea, este concepto, el que permanecerá en nuestra memoria. No en vano, el niño no comprende el mundo hasta que no aprende a nombrarlo, hasta que no aprende a hablar.

Cantando, habló de los nombres y de las palabras, de las bases sobre las que se asienta la realidad, de los mundos sobre los que se construyen otros mundos, de la verdad que se esconde tras las apariencias. (…) Cantó el mundo. (c. XIV)

Si no hay palabra, no hay mundo. El lenguaje no recrea el mundo; el lenguaje lo crea: él lo modifica. O mejor, él modifica la percepción que tenemos del mundo.

Por eso son tan importantes los cuentos. Por eso lo fueron en épocas antiguas, en edades remotas en las que el mundo era incomprensible y misterioso y amenazador. Los cuentos explicaban el mundo, le daban un sentido, un por qué. Le daban una forma, una imagen. Lo creaban, de la misma manera que Colón creó América en su diario.

¿Qué más da? La gente responde a los cuentos. Se los cuentan a sí mismos. Los cuentos se propagan a través de la gente que los cuenta, los cuentos cambian a quien los cuenta. Porque esos mismos que nuna habían pensado en nada que no fuera huir de los leones, o mantenerse alejados de los ríos para no ser devorados por los coccodrilos, esos mismos, decía, empezaron a soñar con un mundo completamente nuevo. Puede que el mundo fuera el mismo, pero estaba pintado de otro color. ¿Me sigue? El cuento no ha cambiado, es el mismo de siempre, lo que sí ha cambiado es el significado del cuento. (c. XI)

No, el cuento no ha cambiado. Quienes hemos cambiado hemos sido nosotros. Nosotros, con nuestra gris realidad; con nuestra prosaica ciencia; con nuestro frío hecho empírico. Ya hemos comprendido casi todo el mundo: poco a poco, la magia ha ido desapareciendo. La fé y la imaginación murieron a manos de la curiosidad satisfecha, de la manzana prohibida. Y olvidamos que todo empezó con cuentos. Olvidamos que el mundo empezó en un cuento, que el ser humano es un personaje de cuento. Y olvidamos, también, que fueron los cuentos los que nos hicieron desear y soñar, los que nos dieron la ilusión por descubrir, la curiosidad para investigar.  

Algunos creen que las primeras herramientas fueron las armas, pero es justo al revés. En primer lugar, la gente es la que interpreta para qué puede servir determinada herramienta. La muleta fue siempre antes que la cachiporra. Porque entonces la gente contaba cuentos de Anansi, y empezaba a pensar en cómo conseguir un beso, o cómo conseguir algo a cambio de nada siendo más listo o más gracioso que otro. Y entonces fue cuando se empezó a construir el mundo. (c. XI)

Hemos crecido. Hemos crecido y hemos olvidado los cuentos. Y hemos olvidado la magia. Y hemos olvidado lo que es no saber, no comprender el mundo. En nuestro siglo XXI hemos olvidado cómo contar cuentos, cómo crear mundos. Hemos perdido la práctica. Ya tenemos nuestro mundo interpretado, nombrado, y, cuando encontramos algo que no cuadra, algo que no podemos explicar, o que no podemos nombrar, nos da miedo.

Los ojos varían de una criatura a otra. Los ojos de los seres humanos (a diferencia de los que poseen, por ejemplo, los gatos, o los pulpos) sólo pueden percibir una única versión de la realidad. Gordo Charlie veía ahora una cosa con sus ojos y, al mismo tiempo, en su mente, veía otra distinta. Y en el espacio que quedaba entre ambas, acechaba la locura. (c. VII)

Ahora, estamos tan seguros de todo, tan seguros del mundo y de la realidad, que no somos capaces de ver lo que los ancestros veían. No somos capaces de encontrar la magia, de explicarla, de darle un nombre. Los cuentos han muerto en favor de la historia y el hombre moderno, en su afán positivista, olvida lo que fué. Nada queda de los cuentos, nada de los sueños que inspiraban; nada de la magia que explicaba el mundo. Ahora, todo eso pertenece al psicoanálisis, a conexiones neuronales. Todo es lógica. Y lo que no entra dentro de la lógica es malo. Las cosas son como son, y creer lo contrario es locura. Sólo a los niños se les cuenta cuentos. Solo a los niños se les permite la magia. Y sólo ellos pueden ver las dos caras de la moneda.  

Según todos los cuentos, Anansi es una araña, pero también un hombre. No es difícil tener en la cabeza dos ideas al mismo tiempo. Hasta un niño puede hacerlo. (c. VII)

domingo, 25 de diciembre de 2011

Comida de Navidad: ¿Vania o Lear?


Una sala. Una mesa. Tres generaciones.

Las comidas familiares son como una obra de teatro. Son ese tipo de reuniones en las que aparecen todas las miserias, todas las rencillas y rencores de un grupo de personas atrapadas en el pequeño espacio del comedor que, como si de un escenario se tratara, los convierte en personajes de teatro obligados a relacionarse, a hablar, y a poner de manifiesto todos esos sentimientos contradictorios callados a lo largo del año. Es quizá, en estos momentos, cuando podemos comprender por fin eso de la «distancia brechtiana»: uno puede interpretar bien su papel, dejarse llevar por las pasiones y los desencuentros y participar en la conversación y en las discusiones y peleas, o simplemente quedarse al margen, enmudecer y observar el pequeño drama burgués que tiene ante sus ojos.

Bendita familia. Bendita imagen ideal de la happy family vendida hasta la saciedad, utilizada hasta el hastío. Pero luego, cuando preguntas, nadie es capaz de decirte si existe o no; nadie puede confirmarte ni siquiera la más mínima posibilidad de la realización de esa utopía: en todas las casas hay historias; en todas las casas hay peleas; en todas las casas hay problemas existenciales y luchas de poder.

¿Vania o Lear? ¿Nunca os habéis fijado que esas son las dos tipologías de comidas familiares que podemos encontrar? La primera, la de los apartes, la de los dramas internos, las verdades dichas a medias; la de la educación y la apariencia; la de la buena imagen y la tensión disimulada y las sonrisas falsas. La segunda, la de las discusiones y las peleas; la de las verdades hirientes y las pérdidas de nervios; la de los insultos y la violencia y los platos volando; la de la explosión de las pasiones.

Distancia brechtiana: callar y escuchar; no sentirte parte del drama. Y, cínicamente, en nuestro fuero interno, reírnos. Reírnos del drama; reírnos de las peleas; reírnos de las apariencias; reírnos de la happy family. Aunque quizá, aspiramos a mucho comparándonos con los dos grandes europeos. Quizá somos demasiado españoles, y nuestra risa no viene de Brecht, sino de Valle. De nuestro gran Valle. Al fin y al cabo, esa sala, y esa mesa, y esas tres generaciones no son el espacio ni los personajes de una tragedia, de un drama. Qué le vamos a hacer: somos ibéricos; somos esperpénticos. Riámonos de nosotros mismos.

sábado, 24 de diciembre de 2011

Declaración de principios

No es que sea Nochebuena. Eso lo puedo asegurar.

Quizá es porque he dormido hasta hartarme. Quizá, porque la semana que viene huyo por fin de un trabajo alienante. O por un solsticio de invierno amparil planeando un paint-ball entre el D y el E. O quizá porque he retomado a Borges, y he empezado a estudiar, y en esa pequeña pajarería que llevo sobre los hombros algo ha empezado a moverse por fin.

No lo sé, pero aquí estoy. Después de tanto tiempo. Después de tanta sequía. Y los dedos recorren el teclado casi sin darme cuenta, y las palabras surgen como de la nada, encadenadas unas con otras, plasmando ideas. Esas ideas que me faltaban. Esas ideas que parecían muertas.

Esto es una declaración de principios. Principio fundamental: fijarse en el detalle. Fijarse y reflexionar, y luego sentarme, y dejar que el pensamiento fluya y con él el verbo y el discurso. ¿El tema? Múltiple, variado. El estilo, también. Sin más ley que la del deseo y la lengua; sin más límite que el de la imaginación y el idioma.

Declaración de principios: volver a escribir. Volver a rayarme. Volver a descubrir el mundo. Y, como una película coloreada, hacer desaparecer bajo el ensueño y la palabra la tristeza gris de la cotidaneidad y el día a día.

Life is a cabaret, oh my,
And I love the cabaret.
I don’t know whether you have ever seen a map of a person’s mind. Doctors sometimes draw maps of other parts of you, and your own map can become intensely interesting, but catch them trying to draw a map of a child’s mind, which is not only confused, but keeps going round all the time. There are zigzag lines on it, just like your temperature on a card, and these are probably roads in the island; for the Neverland is always more or less and island, with astonishing splashes of colour here and there, and coral reefs and rakish-looking craft in the offing, and savages and lonely lairs, and gnomes who are mostly tailors, and caves through which a river runs, and princes with six elder brothers, and a hut of fast going to decay, and one very small old lady with a hooked nose. It would be an easy map if that were all; but there is also first day at school, religion, fathers, the round pond, needlework, murders, hangings, verbs that take the dative, chocolate pudding day, getting into braces, say ninety-nine, three-pence for pulling out your tooth yourself, and so on; and either these are part of the island or they are another map showing through, and it is all rather confusing, especially as nothing will stand still. (…) On these magic shores children at play are for ever beaching their coracles. We too have been there; we can still hear the sound of the surf, though we shall land no more.