Una sala. Una mesa. Tres generaciones.
Las comidas familiares son como una obra de teatro. Son ese tipo de reuniones en las que aparecen todas las miserias, todas las rencillas y rencores de un grupo de personas atrapadas en el pequeño espacio del comedor que, como si de un escenario se tratara, los convierte en personajes de teatro obligados a relacionarse, a hablar, y a poner de manifiesto todos esos sentimientos contradictorios callados a lo largo del año. Es quizá, en estos momentos, cuando podemos comprender por fin eso de la «distancia brechtiana»: uno puede interpretar bien su papel, dejarse llevar por las pasiones y los desencuentros y participar en la conversación y en las discusiones y peleas, o simplemente quedarse al margen, enmudecer y observar el pequeño drama burgués que tiene ante sus ojos.
Bendita familia. Bendita imagen ideal de la happy family vendida hasta la saciedad, utilizada hasta el hastío. Pero luego, cuando preguntas, nadie es capaz de decirte si existe o no; nadie puede confirmarte ni siquiera la más mínima posibilidad de la realización de esa utopía: en todas las casas hay historias; en todas las casas hay peleas; en todas las casas hay problemas existenciales y luchas de poder.
¿Vania o Lear? ¿Nunca os habéis fijado que esas son las dos tipologías de comidas familiares que podemos encontrar? La primera, la de los apartes, la de los dramas internos, las verdades dichas a medias; la de la educación y la apariencia; la de la buena imagen y la tensión disimulada y las sonrisas falsas. La segunda, la de las discusiones y las peleas; la de las verdades hirientes y las pérdidas de nervios; la de los insultos y la violencia y los platos volando; la de la explosión de las pasiones.
Distancia brechtiana: callar y escuchar; no sentirte parte del drama. Y, cínicamente, en nuestro fuero interno, reírnos. Reírnos del drama; reírnos de las peleas; reírnos de las apariencias; reírnos de la happy family. Aunque quizá, aspiramos a mucho comparándonos con los dos grandes europeos. Quizá somos demasiado españoles, y nuestra risa no viene de Brecht, sino de Valle. De nuestro gran Valle. Al fin y al cabo, esa sala, y esa mesa, y esas tres generaciones no son el espacio ni los personajes de una tragedia, de un drama. Qué le vamos a hacer: somos ibéricos; somos esperpénticos. Riámonos de nosotros mismos.
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