La palabra, ésa era la parte más difícil. Fabricar una araña, o algo bastante parecido, a base de arcilla, saliva y sangre, había sido fácil. Los dioses, incluso un travieso dios menor como Araña, sabía cómo hacerlo. Pero la fase final de la Creación prometía ser realmente difícil. Hace falta una palabra para insuflarle vida a la materia. Hay que nombrarla. (c. XII)
Y el verbo se hizo carne. ¿No lo dicen así en la Biblia? El Dios creador; el narrador demiurgo. Necesitamos la palabra para crear el mundo, para darle forma; para comprenderlo y hacer que el otro lo comprenda. El lenguaje no recrea el mundo, no lo convierte en meramente referencial, sino que lo delimita, lo clasifica, le da la forma con la que lo recordamos. El lenguaje introduce el mundo en nosotros, lo idealiza —en el sentido de convertirlo en idea— y es esta idea, este concepto, el que permanecerá en nuestra memoria. No en vano, el niño no comprende el mundo hasta que no aprende a nombrarlo, hasta que no aprende a hablar.
Cantando, habló de los nombres y de las palabras, de las bases sobre las que se asienta la realidad, de los mundos sobre los que se construyen otros mundos, de la verdad que se esconde tras las apariencias. (…) Cantó el mundo. (c. XIV)
Si no hay palabra, no hay mundo. El lenguaje no recrea el mundo; el lenguaje lo crea: él lo modifica. O mejor, él modifica la percepción que tenemos del mundo.
Por eso son tan importantes los cuentos. Por eso lo fueron en épocas antiguas, en edades remotas en las que el mundo era incomprensible y misterioso y amenazador. Los cuentos explicaban el mundo, le daban un sentido, un por qué. Le daban una forma, una imagen. Lo creaban, de la misma manera que Colón creó América en su diario.
¿Qué más da? La gente responde a los cuentos. Se los cuentan a sí mismos. Los cuentos se propagan a través de la gente que los cuenta, los cuentos cambian a quien los cuenta. Porque esos mismos que nuna habían pensado en nada que no fuera huir de los leones, o mantenerse alejados de los ríos para no ser devorados por los coccodrilos, esos mismos, decía, empezaron a soñar con un mundo completamente nuevo. Puede que el mundo fuera el mismo, pero estaba pintado de otro color. ¿Me sigue? El cuento no ha cambiado, es el mismo de siempre, lo que sí ha cambiado es el significado del cuento. (c. XI)
No, el cuento no ha cambiado. Quienes hemos cambiado hemos sido nosotros. Nosotros, con nuestra gris realidad; con nuestra prosaica ciencia; con nuestro frío hecho empírico. Ya hemos comprendido casi todo el mundo: poco a poco, la magia ha ido desapareciendo. La fé y la imaginación murieron a manos de la curiosidad satisfecha, de la manzana prohibida. Y olvidamos que todo empezó con cuentos. Olvidamos que el mundo empezó en un cuento, que el ser humano es un personaje de cuento. Y olvidamos, también, que fueron los cuentos los que nos hicieron desear y soñar, los que nos dieron la ilusión por descubrir, la curiosidad para investigar.
Algunos creen que las primeras herramientas fueron las armas, pero es justo al revés. En primer lugar, la gente es la que interpreta para qué puede servir determinada herramienta. La muleta fue siempre antes que la cachiporra. Porque entonces la gente contaba cuentos de Anansi, y empezaba a pensar en cómo conseguir un beso, o cómo conseguir algo a cambio de nada siendo más listo o más gracioso que otro. Y entonces fue cuando se empezó a construir el mundo. (c. XI)
Hemos crecido. Hemos crecido y hemos olvidado los cuentos. Y hemos olvidado la magia. Y hemos olvidado lo que es no saber, no comprender el mundo. En nuestro siglo XXI hemos olvidado cómo contar cuentos, cómo crear mundos. Hemos perdido la práctica. Ya tenemos nuestro mundo interpretado, nombrado, y, cuando encontramos algo que no cuadra, algo que no podemos explicar, o que no podemos nombrar, nos da miedo.
Los ojos varían de una criatura a otra. Los ojos de los seres humanos (a diferencia de los que poseen, por ejemplo, los gatos, o los pulpos) sólo pueden percibir una única versión de la realidad. Gordo Charlie veía ahora una cosa con sus ojos y, al mismo tiempo, en su mente, veía otra distinta. Y en el espacio que quedaba entre ambas, acechaba la locura. (c. VII)
Ahora, estamos tan seguros de todo, tan seguros del mundo y de la realidad, que no somos capaces de ver lo que los ancestros veían. No somos capaces de encontrar la magia, de explicarla, de darle un nombre. Los cuentos han muerto en favor de la historia y el hombre moderno, en su afán positivista, olvida lo que fué. Nada queda de los cuentos, nada de los sueños que inspiraban; nada de la magia que explicaba el mundo. Ahora, todo eso pertenece al psicoanálisis, a conexiones neuronales. Todo es lógica. Y lo que no entra dentro de la lógica es malo. Las cosas son como son, y creer lo contrario es locura. Sólo a los niños se les cuenta cuentos. Solo a los niños se les permite la magia. Y sólo ellos pueden ver las dos caras de la moneda.
Según todos los cuentos, Anansi es una araña, pero también un hombre. No es difícil tener en la cabeza dos ideas al mismo tiempo. Hasta un niño puede hacerlo. (c. VII)
Y como todo siga así, me temo que ni a los niños. No podemos olvidar que tanto la magia como el cuento son los grandes motores de la imaginación. Y la imaginación es el mayor enemigo de la alienación. Por lo tanto algo sumamente peligroso. Todo aquello que ayude al individuo a pensar por si mismo es algo muy peligroso y que conviene erradicar. Por que, a pesar de todos los avances, creo que nunca ha estado la especie humana mas lejos de entender el mundo.
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