Lo que tiene el estarse leyendo los artículos de Tolkien en el metro es que, cuando una llega a la biblio, en lugar de estudiar, se pone a hacer turismo bibliotecario y a frikear buscando sagas islandesas y diccionarios artúricos. Y, como las primeras sólo se las prestan a los profes, que son unos enchufados, una se vuelve sólo con Arturos y Lanzarotes y Ginebras. Total, que, mientras se echa un piti al solecito, empieza a echar un ojo al asunto y, pasando las páginas, encuentra lo siguiente:
Puente de la espada: (…) Los caballeros que acompañarn a Lanzarote creen ver al otro lado del puente dos leones o dos leopardos atados a una grada. (…) En cualquier caso, el puente en sí mismo es claramente inusual. (…) De hecho, el Puente de la Espada será el paso final y definitivo para conseguir el objeto buscado por el caballero —la reina— (…).
Y es entonces cuando a una se le enciende la bombilla.
Lo gracioso del tema es que yo ya he trabajado este libro, aunque no precisamente este tema —que es un libro que da para mucho, oye. Y lo gracioso es que hablamos de una de mis escenas favoritas de una de mis trilogías —quien me discuta la denominación de trilogía será considerado hereje— favoritas.
Porque, vamos a ver, ¿a quién no se le ha ocurrido que Indi es un caballero andante? Bueno, más que caballero, es una mezcla entre vaquero, aventurero y ese profe que toda alumna sueña con tener: está como un tren, sabe un copón y más, explica divinamente y encima no aparece la mitad de las clases, con lo que tienes horas de cafetería para aburrir. Recordemos la escena de los párpados con el I love you: yo lo haría.
En fin, que, como iba diciendo, una de las cosas que más me gustan de esta peli es, precisamente, el tema caballeritos y espadas y búsquedas imposibles —bueno, y esa pedazo de persecución caballo vs. tanque, que no tiene precio. Especialmente cuando, al contrario que nuestro Lancelot, que se come el marrón por gusto propio y porque se le cae la baba por la Ginebra hasta puntos insospechados —recomiendo la escena de empanamiento en el lago—, mientras que Junior lo hace a regañadientes. Cierto que los dos van en busca de alguien, pero si uno lo hace por amor, el otro, dada la relación que presenta la película —escena del zepelín—, lo hace por deber filial. Lo del Grial, para Indi, no es por motus propio, sino porque su padre es un colgado de la vida. Algo así como Sancho y Don Quijote. Voilà la visión moderna del caballero.
Este tema, creo, se merece un diez y todo el quid de la question: ¿cómo meter una de caballeros en el siglo XX? Pues, por supuesto, desdoblando al caballero: por un lado la fe y por el otro la aventura. Más aún: ¿os sorprende que la segunda sea hija de la primera? ¿Qué fueron acaso las Cruzadas, sino guerras de fe? Bueno, para el Corazón de León también fue un escaqueo de su deber de rey y de una corte medieval alienante, que ya le veo yo como al Hamlet cuando vuelve de Paris. Pero eso es otra historia.
A lo que yo iba, de hecho, es al tema del puente y el león. Para Lancelot —permítanme llamarlo así, que Lanzarote nunca me ha gustado—, este puente supone la última prueba, el último sacrificio físico antes de encontrar a Ginebra. De alguna manera, y dada la relación que hay entre ellos y el hecho de que no sabemos cómo se llama el caballero hasta que la reina no lo nombra —en serio, te pasas la primera mitad del libro sin saber cómo se llama el protagonista—, el pasar por el puente se presenta como una inmolación de la que el caballero sale casi sin pies y sin manos; sufrimiento que afronta sólo por amor. Bueno, también hay lecturas místico-cristianas que dicen que realmente, Lancelot es como el cuerpo en busca de sí mismo y de su propia identidad, y que hasta que Ginebra no le llama no hay tutía (sí, es una sola palabra; buscadlo en el diccionario).
Algo así le pasa a Indi, no se vayan a creer: él, caballero a la fuerza, materialista y escéptico, ha de recurrir a esa fe que le falta —inspirada por su padre moribundo, recordemos— para pasar esa última prueba que todos aquellos que ambicionan el Cáliz —corramos un estúpido velo sobre temas de símbolos femeninos y masculinos— no han sabido pasar. De hecho, decíamos, no es una fe propia, sino prestada: Sancho se ha quijotizado y por ello alcanza la gracia, no de la imaginación, pero sí de la creencia. El caso es que ésta última prueba viene siendo igual que el Puente de la Espada, ya que justo después él también encuentra el objeto de su búsqueda. Aquí, el caballero no ha encontrado su identidad, pero sí algo igual de importante, algo de lo que ha carecido a lo largo de toda la aventura y en torno a lo que gira el argumento de la película. Es más: el hecho de que sea el padre el creyente, el romántico, acerca aún más a ambos personajes, ya que si Lancelot es el caballero sin origen, Indiana, por esa relación de niño semi-abandonado y renegador de la figura paterna, de alguna manera presenta una carencia similar; el primero, la de la identidad dada por la familia, el segundo la de la educación, digamos, moral y religiosa. Así, el puente y el león, diferentes en ambos pero no muy lejanos entre sí, se presentan como una misma prueba con un resultado muy similar.
El caballero que cruza el puente del león para llegar a la tierra de la magia —del amor, de la fe— y allí encontrarse a sí mismo. Siete siglos de distancia y todavía funciona. Pero qué poco hemos cambiado...
Et le pont jeté en travers
ne ressemblait à aucun autre,
on n’en vit, on n’en verra jamais de tel.
Il n’y eut jamais, si vous voulez la vérité,
de si funeste pont, de si funeste planche.
une épée était solide et rigide,
et elle avait la longueur de deux lances.
Il y avait de part et d’autre un grand billot
où elle était soigneusement fixée.
N’allez pas craindre une chute
parce qu’elle romprait ou fléchirait,
on l’avait si bien travaillée
qu’elle était capable de supporter un grand poids.
Mais ce qui désespérait
les deux compagnons du chevalier,
c’était qu’ils croyaient voir
de l’autre côté, au bout du pont
deux lions ou bien deux léopards
enchaînés à un bloc de pierre.
L’eau, le pont, les lions
les mettent dans une telle frayeur
qu’ils disent : «Monseigneur, écoutez donc
un conseil sur ce que vous voyez,
car vous en avez le plus grand besoin.
Sinistre est la façon et l’art
de ce pont, et sinistre l’ouvrage de charpente. (…)»
Quant à lui, pour traverser le gouffre,
du mieux qu’il peut, il s’apprête.
Il fait une chose étrange et merveilleuse :
il désarme ses pieds et ses mains.
Il n’en sortira pas indemne ni tout à fait valide,
s’il parvient de l’autre côté.
Il s’était assuré une bonne prise sur l’épée,
plus affilée qu’une faux,
aux mains nues et tout déchaussé,
car il n’avait gardé au pied
soulier, chausse ni empeigne.
Il ne s’inquiétait guère
de s’entailler les mains et les pieds,
il aimait mieux se mutiler
que tomber du pont et nager
dans cette eau d’où plus jamais il ne sortirait.
En grande souffrance, il passe au-delà
comme il le voulait, dans les tourments.
Il se blesse aux mains, aux genoux et aux pieds,
mais Amour qui tout au long le guide
lui verse un baume et tout entier le guérit.
Il lui était doux de souffrir.
S’aidant des mains, des pieds et des genoux,
il gagne enfin l’autre côté.
Alors lui reviennent à la mémoire
les deux lions qu’il croyait
y avoir vus quand il était
sur l’autre bord. Il est attentif à regarder :
rien, pas même un lézard
ou quoi que ce soit qui lui fasse du mal !