¿Os imagináis qué habría pasado si Hamlet, en lugar de
quedarse en la corte, se hubiera vuelto a París con Rosencrantz y Guildenster?
Pues, simplemente, que en lugar de lloriquear el «to be or not to be», habría cantado el Hakuna Matata.
Pongámonos en
antecedentes: tenemos un príncipe cuyo tío mata a su padre, el rey, para
quedarse con el trono. Obviamente, en una tragedia de Shakespeare va a morir
hasta el apuntador y en la Disney vamos a tener un happy ending, pero eso ahora no viene a colación. Tampoco podemos
olvidar otra sutil diferencia: Simba huye porque cree que él es el culpable de
la muerte de su padre; Hamlet se queda porque se cree obligado a matar al
asesino.
Lo que nos interesa,
realmente, es cómo los dos príncipes se enfrentan a este asesinato, cómo
encajan el golpe y retrasan el momento de acción —de venganza— lo máximo
posible. Tengamos en cuenta una cosa: en Hamlet,
dicho asesinato es anterior a lo que vemos en escena; en El rey león, lo vemos perfectamente. Tenemos ahí un claro indicio
de cuál es el tema central de cada lectura: en Shakespeare, el conflicto de
Hamlet, su duda, se convierte en centro argumental; en Disney, una carga
psicológica como esa se minimiza al máximo —recordemos que el público infantil
no está para tanta tralla—, y se procura dar más importancia, precisamente, a
la resolución de la duda y a la determinación de actuar.
Sin embargo, hay una
pequeña escena en la que esta duda existencial toma relevancia. Es más: hay una canción entera que sirve sólo para
destacar esta duda. ¿Qué quiere decir esto? Que si el príncipe de Dinamarca
expresa su conflicto interior en un monólogo —el monólogo—, el de la sabana no se queda tampoco atrás: poner un happy ending no quiere decir eliminar el
elemento fundamental del personaje, sólo disimularlo un poco y dirigir la
atención hacia otro lado.
Preguntaba antes que
qué pasaría si Hamlet hubiera hecho caso a Rosencrantz y Guildenster y se
hubiera vuelto a París. Personalmente, creo que es lo que el hombre debería
haber hecho: lavarse las manos, dejar a esa panda de salvajes matarse entre
ellos y largarse de allí cagando leches; ojos que no ven, corazón que no siente.
Pero volvemos a lo mismo: estamos en una tragedia de Shakespeare y, si esto
acaba bien, no tiene gracia. También, el asunto tiene su lógica interna: si el
problema de Hamlet es la falta de iniciativa, no debería extrañarnos que ésta
se dé tanto en el tema de la venganza como en lo de poner pies en polvorosa. De
hecho, tiene que ser, precisamente, su tío Scar el que le diga a los colegas
que se lo lleven de allí antes de que se le vaya la cabeza definitivamente. Claro,
que Hamlet pasa de ellos y se termina de liar la marimorena.
Con Simba, es
diferente: su tío le hace creer que él es el asesino, y claro, convencer a un
crío tan pequeño no es muy difícil. Simba se va, deja el marrón atrás, y se
encuentra a dos viva-la-virgen cuyo lema es «ningún problema debe hacerte
sufrir». Exactamente lo que le falta a Hamlet: gente nueva que no tenga nada
que ver con el panorama familiar y que le ayude a pensar en otra cosa. Y,
volvemos a lo mismo, un crío es fácil de convencer: aquí, dudas existenciales, las justas; si tengo un problema, cambio de identidad y punto pelota. (Es ese
tipo de cosas que salen tanto en las pelis americanas y que, si lo piensas
seriamente, te das cuenta de lo difícil que es con tanto control del móvil y de
las tarjetas y con las cámaras de seguridad. Que viva la intimidad, ¿no?)
En cualquier caso,
¿cuál es la diferencia entre los dos príncipes? ¿Por qué uno se queda
y la lía y el otro se va y vive feliz y contento? Aparte del tipo de público al
que va dirigido, hay un pequeño detalle en el que la Disney lo ha hecho muy
bien: Hamlet es un adolescente; Simba es un niño. Como adolescente, el príncipe
danés comienza a ser consciente de lo que se cuece en casa, comienza a darse cuenta de su papel en la familia y de sus responsabilidades. Como niño,
Simba todavía no ha llegado a ese punto de madurez, todavía no ve las cosas con
suficiente perspectiva. No en vano, si os acordáis de la película, no es hasta
que crece —hasta que llega a esa adolescencia— que el leoncito se pone en
movimiento. Y, eso sí: aquí no hay movimiento hasta que no es el propio
fantasma de papi el que se aparece de la nada y le encarga que acometa su destino (lo pongo así en cursiva porque me hace
mucha gracia esa expresión). ¿Que os creíais que yo me inventaba los parecidos
razonables o qué?
Total, que ya
tenemos a los príncipes igualados: dos adolescentes a los que el fantasma de
papá les encarga venganza contra el tío malo y tirano que se dedica a destrozar
el reino. Como os decía antes: el hecho de que nosotros espectadores veamos la
muerte o no, no es ninguna tontería. ¿Por qué? Muy sencillo: Hamlet empieza con ese fantasma clamando
venganza; en El rey león, no es hasta
pasada la mitad de la peli que Mufasa se aparece en el cielo. Y, del tirón,
Simba se pone en movimiento, cuando Hamlet...; bueno, es que a mí Hamlet me cae
un poco mal: yo le daría un collejón y le diría, «¡Espabila, hombre! ¡Haz algo! ¡Lo que quieras, pero hazlo!».
Así que, ¿cuál es
realmente el problema de estos dos? ¿Por qué tardar tanto en hacer los deberes?
Tenemos varias posibilidades: una, lo hemos visto, es la de la edad y la
madurez respecto a las responsabilidades; sin embargo, una vez igualados,
Hamlet sigue fallando. La otra es donde entra lo de la “versión”,
lo de el tipo de historia y a quién se la vamos a contar. Disney, como
comprenderán, no puede complicarse mucho el asunto: necesita personajes más o
menos planos en historias más o menos simples; de ahí la reducción de un
conflicto de cinco actos a una sola canción. En Shakespeare, ése es,
precisamente, uno de los temas fundamentales de la obra: el carácter plano o
complejo de los personajes.
Aclaremos un poco
esto: se ha dicho que Hamlet recoge toda
la ideología teatral del más grande entre los grandes de este género. Lo hace
de dos maneras: a nivel escénico, gracias a los consejos que nuestro príncipe
da a unos actores en el segundo acto; a nivel textual, por una pequeña obra que
estos actores representan en el tercer acto. The murder of Gonzago, que así se llama esta obra, presenta la
muerte de un rey a manos del amante de su mujer —recordemos que el tío de
Hamlet se casa con la madre de éste— y cómo el hijo del fiambre mata al asesino. La
correspondencia con la situación de nuestro príncipe no es casual: Hamlet, de
alguna manera, pretende que, al ver su tío esta obra, se sienta acusado y
renuncie, por motus propio, al trono.
Se pueden sacar dos líneas de lectura: la primera, el efecto de la ficción
sobre la realidad; la segunda, la diferencia entre nuestro príncipe y el
príncipe de su obra. Y es, precisamente, esta última, la que nos interesa: el
príncipe de The murder of Gonzago es
Simba; es ese personaje plano, sin trasfondo psicológico, que simplemente hace
lo que tiene que hacer, sin ningún tipo de duda ni remordimiento ni paja
mental. «¿Tengo que vengar a mi padre? Allá voy.». Esa es la gran diferencia
entre nuestros dos príncipes: ésa, la que nos lleva al happy ending de El rey león,
frente a las miles de muertes de Hamlet, incluída la suya. Si Simba fuera más complicado, si en algún
momento, en lugar de olvidarse del asunto, se rayara un poco con él, le diera
más vueltas a su conciencia moral sobre el asesinato —¿Solucionar una muerte
con otra? Eso es un tema de filosofía de 1º de Bachiller.—, no podría estar
bajo el sello de la Disney; primero porque los niños no se empapan, segundo
porque las posibilidades de que el cuento acabe bien son casi nulas.
Decíamos antes que
el Hakuna Matata se equipara al «to be or not to be»: estos son los dos
momentos en los que nuestros príncipes ponen de manifiesto su problema, su duda
existencial ante el panorama que tienen en casa. Decíamos también que este
problema ocupa en Shakespeare una obra entera, mientras que en Disney se reduce
a un paseo por un puente —hablamos de tiempo escénico, no diegético—. Decíamos,
no lo olviden, que el danés se raya por qué debe hacer, mientras que el
leoncito simplemente olvida el asunto hasta que decide actuar. ¿Por qué? Porque
la Disney, en tanto está dirigida a un público infantil, no puede basar su
historia en un trasfondo filosófico, sino que tiene que responder a la acción;
la Disney necesita una historia fácil con unos personajes fáciles que actúen, no que piensen. Hamlet está dirigida a un público
adulto, a un público con suficiente madurez humana e intelectual como para
aguantar un conflicto puramente interno y psicológico. The murder of Gonzago, en cambio, se representa ante un público
medieval, simple y cuyos valores se apoyan en la acción, no en el pensamiento;
un público que, a pesar de ser adulto, tiene una madurez que en la era moderna
se adjudica a los niños de diez años. No debemos, por tanto, confundirnos: Simba
y Hamlet no son iguales, no son equivalentes. Simba no es Hamlet, sino lo que
Hamlet quisiera ser: el sobrino vengador de The
murder of Gonzago.
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