— The land is thirst. The land is thirst. The land is thirst…
— Will you stop saying that?
— Don’t you understand? I’ve run out! I’ve run out! You don’t know what
that means.
— Captain, we have to keep going. One step at a time. Come on! On your
feet! Lean your weight on me.
— How long can someone long out? So long without its vitals…
— Captain, calm down! There are worse things than sobering up.
— Look, can you see it?... Water! Water!
— Stop! Captain! It’s just a mirage!
— It was here.. I saw it.
— It was just your mind playing tricks. It’s the heat!
— I have to go home.
— What?
— I have to go back to the sea.
— Captain, your hallucinating.
— Look! Did you ever see a most beautiful sight? She’s tallying into the
wind. All sails sent. Triple mastered. Double decks. Fifty guns.
— A unicorn?
— Isn’t she a beauty?
— Yes! Yes, she is! Tell me, captain, what else can you see?
De toda la vida, se han considerado los sueños y delirios
como contactos del espíritu con un más allá del mundo material, con un todo
místico y universal que revela la verdad del mundo. No hay más que pensar en el
Oráculo de Delfos y sus oscuras profecías, o en los simbolistas franceses, que
buscaban esos delirios en los brazos del dragón y otras sustancias prohibidas. En
el Barroco, el sueño y la locura eran las dos puertas a ese mundo verdadero y
existencial, pues el espíritu del loco y del soñador deja de estar regido por
la lógica de la consciencia y de la vida cotidiana, física y real, limitada por
la materia, para liberarse en una especie de dimensión paralela de posibilidad
y caos, de cambio y superposición, en el que la realidad y la veracidad del
mundo que conocemos son puestas en duda bajo esta nueva dinámica incomprensible
e incontrolable; de ahí nuestra Vida es
sueño y nuestro Quijote. En el
Romanticismo, de nuevo es a través del sueño que el ser humano puede tocar ese
saber abstracto, esa verdad absoluta que escapa a toda posibilidad de orden y
organización tan necesaria a la consciencia, y por ello vetada a ella.
La consciencia, pues, se ha postulado a lo largo de la
historia como un límite, como una prisión enraizada en la parte física de
nuestra identidad y que sirve tan sólo para la vida real, para la puesta en
común de una serie de principios necesarios para que la sociedad funcione; una
prisión del alma —que platónico, ¿no?— encargada de controlar la fina línea que
separa el mundo de lo que es y el
mundo de lo que podría ser. Este último
es lo que nos distingue de entre todos los animales: el podría ser es el deseo, la imaginación, la idea; es un espacio de
libertad que la vida diaria no puede permitirse, pues no puede ser sometido
a ninguna norma. Por eso —seguramente Freud lo explicará mucho mejor que yo—,
necesitamos una especie de autocensura, una frontera que divida ambos espacios
de forma clara, asegurando la estabilidad del la vida comunitaria del ser
humano: si todos los integrantes de la comunidad se dejaran llevar por la
carencia de reglas de la mera posibilidad, la comunidad misma se desintegraría,
y reinaría ese caos tan temido en todas las épocas. No en vano, el loco —aquel
en el que los límites aparecen más desdibujados, pues aún en la vigilia ve el mundo bajo el prisma de la imaginación—, ha sido siempre temido y apartado de la sociedad por ser
considerado peligroso para el orden público: tanto en cuanto tiene una visión
diferente del mundo que sigue una lógica ilógica propia, es incapaz de ceñirse
a lo establecido por la comunidad, pudiendo crear un foco de infección liberal
que debe ser absolutamente aniquilado —por eso se nos enseña a reirnos de Don
Quijote en lugar de a verlo como un auténtico héroe en rebelión contra el mundo
de lo establecido.
Pero volvamos al sueño. Tenemos dos tipos de sueños: el
propio del sueño y el de la vigilia. El, digamos, original, no presenta ningún
problema, puesto que sólo aparece en momentos controlados, esto es, cuando
voluntariamente paramos nuestra vida para abrir esa caja de Pandora en un
entorno seguro y controlado —nuestro propio cine de las sábanas blancas—; el de
la vigilia, en cambio, es lo que llamamos ensoñaciones, asociado comunmente a
mundos como el de Yupy o Babia, y al que vamos también de una forma controlada,
pues es un alejamiento de la realidad física —mi cuerpo está en clase, mi
cabeza, vete a saber dónde—, pero, digamos, quedándonos sólo en la antesala del
gran meollo. Y luego ya viene el delirio, es decir, el brote momentáneo de
locura: aquel en el que las barreras de la consciencia fallan, pero se
restablecen. El delirio es un poco como aquello de las vallas eléctricas en Jurassic Park.
Sin embargo, recordemos que, pese al peligro que este acceso
a lo transcendental supone, hay ciertos individuos que basan su trabajo,
precisamente, en ese mundo de posibilidades más allá de los derroteros por los
que nos movemos el común de los mortales; es decir, el artista. De ahí que,
muchos de ellos —antes nombrábamos a los simbolistas, pero que me cuenten cómo
se lo montaba De Quincey un siglo antes— se busquen ciertos trucos extras para
difuminar o borrar la frontera entre consciente e inconsciente, accediendo a
este último para luego poder contárselo a los demás. Eso es lo que yo llamo un uso
positivo de las drogas, que no todo el mundo conoce ni controla pero que
sirve muy bien al propósito de acceso a ese espacio trascendental de revelación
de una verdad oculta por el tiránico filtro de la consciencia. Por supuesto, si
los artistas utilizan esta ganzúa alucinógena para su trabajo, otras personas
las utilizan con fines más pragmáticos o, simplemente, por diversión, lo que
personalmente veo estupendo siempre que mantengamos un equilibrio sano.
Vayamos ahora a nuestro protagonista de hoy. Tenemos a un
capitán Haddock, perdido en medio del desierto y sin una gota de whisky en la
botella. La sobriedad le amenaza y entonces algo pasa: las dunas se convierten
en olas y, sobre ellas, el más hermoso navío que jamás cruzó los mares; el
barco de Sir Francis Haddock.
Dejaremos a un lado la habilidad con la que se introduce
esta historia de piratas en la trama de la película y lo maravillosamente
narrada que está. Lo que nos interesa es, más bien, la pequeña ironía que
supone la carencia de alcohol en la aparición de un delirium tremens en toda regla; es decir, la aparición de una
consecuencia asociada al consumo de una droga, precisamente por la falta de
ella. Porque esto es una inversión de la ley de causa y efecto que todo el
mundo conocemos, ¿no? Normalmente, el delirio viene por exceso y no por
carencia, creo yo. Y no me negarán ustedes que lo que Haddock está
experimentando en ese momento es un delirio como la copa de un pino, ¿sí? Pero
claro, el estado habitual de nuestro protagonista es el de la borrachera, es
decir, su relación habitual con el mundo —su visión y comprensión de éste—, es
bajo el efecto del alcohol, con lo que tampoco debería extrañarnos que, una vez
desaparecida la melopea, al hombre se le caigan los esquemas y empiece a
desvariar. Creo no nos equivocaríamos demasiado si decimos que se trata de una
reacción opuesta a la de los que se colocan para alejarse de la realidad: si el
estado natural es el de sobriedad, el alcohol —y otras sustancias— servirán
como posible llave al subconsciente, pero si el estado habitual es bajo este efecto,
el choque con la realidad empírica al volver a la sobriedad puede provocar tal
rebote que te mande directamente al campo contrario. No sé si me explico bien,
pero es lo que creo que le pasa a nuestro capitán.
En cualquier caso, lo que sí queda claro —y se repite varias
veces en el diálogo— es que Haddock empieza a flipar como si se hubiera metido
unas setas. Y, ¿qué ve? Pues nada más y nada menos que la clave de todo el
misterio de la película; esa clave por la que el malo le encierra y que él jura
y perjura —lo de perjurar se le da estupendamente— que no recuerda o que no
sabe. Digámoslo de otra manera: Haddock tiene una alucinación en la que
descubre el secreto del unicornio; es decir, una visión reveladora. Su alma, en
un estado de tensión extrema, accede a ese espacio inconsciente —en este caso,
el Departamento de Memoria y Recuerdos— en el que se encuentra la verdad
trascendental que tanto busca todo el mundo. La catarsis alcohólica le lleva a
un estado de locura pasajera en el que por fin se desata de las cadenas de la consciencia,
liberando una fiera inconsciente que,
felizmente dirigida por el deseo y la búsqueda que está viviendo de
forma consciente, le da la clave del misterio, del secreto —algo así como
cuando al final de Jurassic Park
aparece el T-Rex y salva a los pocos que quedan vivos—. La revelación de la
verdad, por tanto, se ha realizado de la misma manera de la que se ha postulado
desde el principio de los tiempos: sólo ante la caída del muro, de la valla de
la consciencia, el territorio de la imaginación se apropia del espíritu de
Haddock, llevándole directamente hacia aquello que ha sido incapaz de hallar de
manera consciente, bajo la visión del mundo constreñida por las reglas de la
lógica cuadriculada y del orden establecido de la vigilia. Haddock, en este
momento de delirio, consigue llegar al mundo de la imaginación, al mundo de la
libertad, del caos, del cambio continuo; un mundo —el único— en el que puede
encontrar la respuesta a su gran pregunta: ¿cuál es el secreto del unicornio? Como los locos barrocos, como los soñadores románticos, como los colocados simbolistas, Haddock consigue su respuesta existencial sólo en ese mundo paralelo, místico y caótico que es el subconsciente, el más allá de la realidad. Y,
queridos lectores, permítanme sugerirles que, si quieren saber la respuesta, si quieren conocer el secreto,
acompañen ustedes mismos a este borrachuzo y oigan su historia de piratas. Ya que
es su aventura; ya que es su verdad revelada, es él y no yo quien debería
contársela.
Flor, aquí Sofi, he caído en la cuenta de que el otro día comentando la secuela de El fantasma de la ópera, te dije mal el título. Es The phantom of Manhattan, y el musical transcurre en Coonney Island, lo cual hace que todo tenga muchísimo mas sentido. http://en.wikipedia.org/wiki/The_Phantom_of_Manhattan
ResponderEliminarVery interesting el tema del sueño, Amparo. Últimamente estoy leyendo mucho sobre eso, y quizá el tema de recurrir al sueño, pueda estar relacionado con otras cosas, además del típico acceso a X mundos interiores o como difuminador y distanciamiento para poder decir según qué evidencias en según qué epocas. He pensado que a lo mejor tiene relación con el género de la confesión literaria... Piensalo y a ver si hablamos y ponemos cosas en común.
ResponderEliminar¿Has leído algo de Zambrano? Y, por otro lado, ¿de Orwell?
Petonets!