jueves, 15 de marzo de 2012

Ello, ello, ello... (ecos indefinidos)


Dice Freud que la personalidad se divide en tres instancias; a saber, el yo, el ello y el  super-yo. En cristiano, esto quiere decir: la parte consciente que controla el cotarro de mi lugar en el mundo; la parte inconsciente e instintiva que se revoluciona en primera —habría que ver cómo interpreta este hombre Bambi—; y la parte externa, que es cuando eres pequeño y tus padres te regañan por comer chuches y no cenar luego, o como cuando viene la pasma y te echa del parque por estar tranquilamente de cháchara con unas cervezas o unos vinos. Dicho de otra manera: lo que nosotros llamamos yo a diario —ese yo, pronombre personal, que nos define como deíctico al hablar— está atrapado entre una parte instintiva que tiende al egoísmo de “voy a hacerlo porque me lo pide el cuerpo”, y una parte social tipo “si lo que te pide el cuerpo es cargarte al vecino, la vamos a tener”.

Lo gracioso de esto, realmente, no es el concepto en sí mismo —remito a esa gran novela que es El extraño caso del Doctor Jekyll y mister Hyde—, sino los nombres que se les da. Pensémoslo un poco. Lo de super-yo tiene hasta sentido, ¿no? Es ese “algo” que pulula por encima nuestro, como un Sauron fantasmal, y que nos tiene a todos controlados a base de puro acojone por lo que pudiera pasar si nos saltamos el stop y nos pillan. Que ya sabemos todos que el que se desvíe un poco de la norma y la costumbre de la manada, acaba en la hoguera por insumiso. (Es un poco como lo que decía Maruja Torres de las bragas limpias o sucias: la importancia no está en la relación entre quien las lleva y las bragas mismas, sino en la vergüenza que se sufre si un tercero las ve y se pispa de lo malota que es una si no se muda a diario.) Pero, ¿qué pasa con el ello? O sea, ¿qué tipo de palabra es ésa? Ello. ¿Realmente nos dice algo? ¿Realmente ese esquema fonético y gráfico tiene un contenido de significado en sí mismo? ¿Realmente esa palabra —ello— nos remite a una idea, a un concepto concreto e identificable?

Vamos por partes. Para empezar, en castellano —en alemán, vete tú a saber—, la palabra ello no se utiliza casi nunca. Es inusual hasta decir basta, y especialmente en función de sujeto —de objeto ya se oye un poco más—, lo que le da como ese aire de extrañeza que, de hecho, enfatiza un poco la idea de parte ajena a nosotros —¿sabéis que la palabra “ajeno” viene del latino alien?—. Segundo, pertenece, al igual que yo, a ese grupo de palabras deícticas que son los pronombres, esto es, a esas palabras en las que la mitad del significado depende de la realidad material que tengamos delante en el momento en que utilizamos la palabra, y que cambia según cambies el espacio, el tiempo, el tema, el interlocutor y todo aquello implicado en el intecambio lingüístico. A ver si me explico: es una palabra cuyo significado no está en la palabra misma —no hay un concepto fijo asociado a ella—, sino que depende tantísimo del contexto extralingüístico que casi se sale de la lengua en sí misma; algo así como un recipiente vacío que llenamos de lo que nos venga en gana según el momento.

Ahora volvamos a Freud. En su teoría, decíamos, el ello aparece relacionado con la parte irracional del ser humano. Llámese impulso innato, instinto, hormonas, miedo existencial, sentimiento ancestral..., cada loco con su tema: lo bueno de ese ello es que, como es un recipiente vacío, cada uno puede llenarlo con lo que le dé la real gana. Es decir: lo que hace nuestro amigo es coger algo que no es capaz de concretar —pero que como ahí está, habrá que explicarlo de alguna manera—, y definirlo bajo una forma lingüística que puede abarcar cualquier cosa. (Que lo de tirar la piedra y esconder la mano no le va, no.)

Lo que sí que hace —y esta es la parte que me gusta— es que, bajo ese ello, fantasma lingüístico-conceptual —y precisamente gracias a esa parte fantasmal de que sí, que no, que nunca te decides—, lo que realmente se esconde es lo inexplicable, lo incontrolable, lo desconocido. Y, como todos ya sabemos, ese tipo de cosas dan muy mal rollo. Y más aún cuando encima nos dicen que no es que esté fuera, sino que todos tenemos un poco de ese alien ahí metido, en las oscuras profundidades de nuestro ser.

A todo esto, hemos de decir que todas estas ideas del esquizoide innato del ser humano provienen de la literatura del primer Romanticismo, que representa ese ello de múltiples maneras. Es decir, en tanto categoría deíctica, el ello necesita una realidad referencial que señalar, que Freud aplica a la realidad-realidad, reduciéndolo prácticamente a instintos de reproducción incontrolados, pero que saca de una realidad-ficticia, en la que ese elemento icontrolado puede tomar cualquier forma que nos imaginemos; cosa que el autor de turno hará según lo que él considere que es incontrolado, peligroso y aterrador en general. Esto es: si al autor X, lo que le da miedito es la oscuridad, se sacará de la manga un monstruo nocturno que se coma a todo quisqui; si al autor Y, lo que le china son las aparatitos, nos encasquetará una historia de máquinas asesinas; y si Z le tiene miedo a sus propios instintos, nos meterá cualquier ser humanoide malrollero. Dicho de otra manera: puesto que el rasgo fundamental del ello es, precisamente, la amenaza a lo que tenemos bajo control —sea físico, psíquico u ontológico—, y puesto que la palabra en sí misma carece de un contenido concreto en sí mismo, en literatura, dado que hablamos de una absoluta libertad de formas y colores, podemos convertir ese ello en lo que queramos, siempre que sea el malo.

Dicho esto, podemos llegar a la conclusión de que, realmente, lo único que hace el señor Soy-un-genio-de-la-psicología es darle un nombre tan sumamente ambiguo como múltiples son las representaciones de un concepto abstracto bajo el que, simplemente, se esconde la amenaza al sistema establecido. De hecho, podríamos decir que el caos es el mejor representante del ello, ya que su propia amorfidad (no sé si existe esta palabra, pero tengo licencia para inventarla, así que me da igual) incluye y multiplica ese ello al infinito, pues todos sabemos que no hay nada mejor que un barullo para no entender nada, y que no hay nada mejor como no comprender algo para tenerle miedo.

En conclusión, cuando alguien os hable de Freud, y de las instancias psicológicas del ser humano, y muy especialmente de ese ello amenazador —nuestro oscuro pasajero—, tened en cuenta que, si para Freud todo se centra en el sexo, es porque el hombre es un tanto corto de miras; y que, realmente, lo único que ha hecho el iluminado es esconder, bajo una palabra sin ningún tipo de significado, todo un mundo de terror y misterio, de inefable y desconocido, que ni comprende ni se atreve a indagar seriamente. Ahí es nada: la simplificación del tópico y cobardía epistemológica propia al ser humano resumidas en una sola palabra.

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