Dice Hume que el futuro no existe, que es pura ficción. Una
ficción, ésta, que el ser humano —y sólo el ser humano— crea por inferencia a
partir de las impresiones de la realidad presente, única fuente verdadera de
conocimiento. Esto es: la única posibilidad de conocer el mundo es a través de
las impresiones sensibles que nuestro cuerpo recibe y que nuestra mente
convierte en ideas abstractas con las que crea, siguiendo un principio de
verosimilitud, una serie de posibles consecuencias futuras. Algo así como los
libros de “elige tu propia aventura”.
En cualquier caso, estas consecuencias se mueven siempre
dentro del terreno de la posibilidad, no de la realidad: llegado ese tiempo
futuro en el que nuestra mente había previsto una serie de hechos y acciones,
tan sólo una de las posibilidades se convertirá en hecho, mientras que todas
las otras que habíamos barajado seguirán siendo ficción; a su vez, este hecho
provocará otra serie de posibilidades ficticias entre las que, de nuevo, sólo
una será realidad. Y esto ocurre una y otra vez, presentándose como el
principio de funcionamiento del ser humano y planteando una gravísima paradoja:
dejamos de vivir nuestro presente en tanto presente real, única verdad propuesta
por Hume, para convertirlo en mero momento de paso hacia esa ficción que puede,
o no, convertirse en realidad. Es decir: desaprovechamos sistemáticamente esa
única realidad tangible y verdadera en pro de una mera fantasía. Algo triste,
¿no?
Pongamos por caso que es el último día de nuestra
existencia. Como siempre en estos casos, se nos pregunta que qué vamos a hacer
con esos últimos momentos, dado que no tenemos que pensar en un futuro; esto
es, se nos dice que, por una vez en nuestra vida, no actuemos siguiendo ese
principio ficcional de los castillos en el aire, sino siguiendo, simple y
llanamente, nuestro deseo. Si os fijáis, de alguna manera, todos y cada uno
optamos por cosas que percibimos sensiblemente, y no intelectualmente; es
decir, volvemos a ese punto de realidad defendido por Hume —aquí las mentes
calenturientas siempre piensan en el sexo; personalmente, yo opto por los
deportes suicidas, porque, total, si la voy a espichar en unas horas, ya qué
más da esnucarse por ahí.
Ahora, pensemos en ese gran refrán que propone lo de “no
dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”. Realmente, el asunto está muy bien
pensado desde el punto de vista de Hume. Lo malo es cómo se enfoca:
normalmente, el acto ilocutivo —es decir, la intención de efecto del mensaje— se
apoya en un sutil cambio verbal, sustituyendo implícitamente “poder” por “deber”.
Esto, a su vez, nos lleva a un cambio radical de la idea del mensaje, dándole
la vuelta a la tortilla cosa mala: el hacer hoy lo que debo y no lo que puedo
supone posponer lo que quiero en favor de lo que debo, dejando lo que quiero
para un mañana que, a la postre, es una ficción. Pongamos un ejemplo: tengo una
tarde de domingo libre que puedo dedicar a hacer el vago o el moñas, o a ver
una peli o leerme un libro que me apetezca, o que puedo dedicar a estudiar o a
leer ese maldito tocho de 700 páginas que me amenaza desde encima de la mesa de
trabajo. Si me tomo el refrán con la intención con la que se utiliza
normalmente, estudiaré pensando que ya pedorreo mañana, pero si esta noche me
cae una maceta en la perola y me mata, habré desperdiciado mi última tarde
haciendo algo que no me gustaba por pensar en un mañana que al final no he
tenido. Si, por el contrario, dedico mi tarde de domingo a hacer lo que me
venga en gana, cuando me caiga la maceta no me importará tanto; pero, dado que hay pocas probabilidades de que
eso ocurra, si no me cae y me he dedicado toda la tarde a perrear por ahí,
mañana llegaré a clase con los trabajos sin hacer y la puedo liar parda.
El problema, realmente, viene a que, según el funcionamiento
de la mente y la vida humana, necesitamos absolutamente esa ficción prospectiva
que llamamos futuro: nuestra vida es tan sumamente complicada, se
interrelacionan tantos factores en ella, que necesitamos una estrategia vital
que nos garantice que, si hay un mañana —cosa de lo más deseable—, éste sea
como queremos que sea; digamos que, existencialmente, somos incapaces de dejar
de construir esa ficción para pensar en el presente en tanto presente y vivirlo
como ese último día sobre la faz de la tierra. En términos hindúes, diríamos
que no nos es posible preocuparnos de nuestro kharma —los placeres— hasta que no tengamos el dharma —las necesidades vitales— asegurado —a menos que seamos
funcionarios, claro—.
Por otro lado, si a esto le metemos ciertas teorías
literarias, el hecho de que yo dedicara esta tarde a verme una peli o a leer lo
que me venga en gana es epistemológicamente más útil que preocuparme de de lo
que tengo que hacer, ya que, por lo visto, la literatura nos garantiza, a
través de la abstracción de una serie de figuras concretadas bajo el nombre de
los personajes, un conocimiento del mundo y de la realidad mucho más verdadero
que la vida misma, puesto que en la ficción literaria, al conocer el final, la
historia está completa, y el futuro ficcional de la vida real desaparece. En cristiano:
nuestro futuro ficcional es ficción porque todavía no conocemos el final, es
decir, porque pese a calcular esa serie de posibles consecuencias de los actos
presentes, nunca vamos a saber la consecuencia final hasta que no la
espichemos; en los mundo ficcionales, en cambio, al haber un final establecido
de la historia del personaje, éste se presenta como ejemplo de vida, ya que la
cadena de consecuencias de actos está completa, y por tanto nos permite
anticipar las consecuencias de acciones que nosotros podemos realizar en
nuestra vida real, presentándose así, el personaje, como un modelo a seguir o a
evitar. Esto, por supuesto, depende de la historia que leamos o veamos, y del
carácter existencial que podamos inculcarle, y que es lo más relativo del
mundo: una misma ficción no será interpretada de la misma manera por dos
receptores diferentes, ni siquiera por un mismo receptor en diferentes momentos
de su vida —prueben si no a leer o ver algo que les gustara mucho de pequeños,
a ver qué les parece ahora: yo lo hice con Dartacán
y fue una auténtica decepción, pero en cambio con Roald Dahl ha sido toda una
revelación—.
En cualquier caso, el pretender un aprendizaje
epistemológico a través de las ficciones no elimina el problema de que existe
un cierto tipo de ficción muy susceptible de dejar de serlo para convertirse en
realidad, y que, a la postre, es el que puede darme problemas. La question aquí, no sería ser o no ser,
sino hacer o no hacer, en función de un mañana que no es pero que será. Es más,
a través de esas ficciones en las que se postula un principio de comprensión de
la realidad, puedo inferir que, si hago caso a Hume, ateniéndome a esa única
realidad tangible que es el presente y el deseo inmediato —el carpe diem, al fin y al cabo—, ese
futuro que ahora es ficción pero se convertirá en realidad puede adquirir
ciertos tintes parduzcos. Si quieren un ejemplo algo más claro, relean la
fábula de la cigarra y la hormiga: he aquí el perfecto ejemplo de la
explicación de la realidad a través de la ficción, en cuanto a este problema se
refiere; lo que, sin embargo, no lo resuelve.
A la postre, lo que venimos a decir es que —como todo en
esta vida—, cuando alguien nos dice “no dejes para mañana lo que puedas hacer
hoy”, podemos leerlo de dos maneras completamente opuestas: o seguimos la
intención original y convencional del mensaje y hacemos lo que debemos, en
vistas a un mañana, o hacemos la interpretación contraria, leyéndolo bajo la
idea del carpe diem y citando como
autoridad a alguien tan respetable como Hume para dedicarnos a hacer lo que nos
dé la realísima gana. Ahora, eso sí: si escogemos esta última opción, debemos
ser consciente de sus consecuencias; es decir, si hacemos realidad esta
posibilidad de futuro al convertirla en presente, no debemos olvidar que esto
nos marca otra serie de posibilidades de futuro que, a lo mejor, no nos gustan
tanto. Dicho esto, nos encontramos ante la dura y cruda realidad del libre
albedrío y de que, si en el futuro no nos va como quisiéramos, es porque en el
presente no hemos optado por la posibilidad correcta. Si esto fuera uno de esos
libros de “elige tu propia aventura”, esta sería la opción que te lleva al
calabozo o a la muerte; y sentimos decir que esto no es un videojuego con
varias vidas, que aquí el game over
es game over de verdad. Y, aún así,
la pregunta sigue en el aire: ¿vivir la realidad de hoy o soñar una ficción de
mañana?
"Todo es soñar: / el caballito soñado / y el caballo de verdad" ¿no crees?
ResponderEliminar