He aquí el contexto: lunes y martes, un profe especialista
en literatura científica que te explica por qué La Guerra de las Galaxias es ciencia ficción y Matrix es ciencia prospectiva —por lo que he entendido, la primera
es para pasar el rato y la segunda te deja con mal cuerpo y todo rallado
filosóficamente—; jueves y viernes, el de Shakespeare completamente obsesionado
por la lectura socio-política de Ricardo II
y la legitimación de la monarquía en tiempos de espías y mafias como en Los
Soprano (palabras textuales). A todo esto, una decide que no lee ni lo uno
ni lo otro: el espacio mola más en pelis, que imaginarse las maquinitas cuando
lo lees cuesta un copón; y Shakespeare leído es un coñazo. No en vano, se
escribió para ser visto, no para ser leído.
Dicho esto, una recurre al señor Google en busca de
adaptaciones del gran Will para la gran y pequeña pantalla, y encuentra un par
de páginas interesantes. Y, entre esas páginas interesantes, una película aún
más interesante: Forbidden Planet,
adaptación de The Tempest en medio
del espacio. Y, obviamente, una piensa: ésta es la mía. Así que ahí me tienen,
con mi fuente de palomitas, a ver cómo se hace para convertir una obra de
Shakespeare en una peli de ciencia ficción de 1956, con Leslie Nielsen antes de
convertirse en payaso insoportable y una estética de lo más cuca y colorida,
llena de rayos de colores por todas partes.
A todo esto, hemos de aclarar antes cierto concepto: dentro
de la literatura —y por extensión, del cine, del teatro, de los cómics y de
cualquier formato de ficción—, centrándonos en la rama no realista, encontramos
una dicotomía estupenda del choque entre un universo realista y un universo no
realista. Esto es, lo que de toda la vida hemos llamado género fantástico, los
grandes teóricos —con Todorov a la cabeza— lo dividen en dos grupos: por un
lado, lo maravilloso, que presenta un mundo alternativo con unas coordenadas
propias diferentes de las reales —digamos que, en un cuento de hadas, el hecho
de que un lobo hable o un cerdito sea arquitecto es lo más normal y aceptado
del mundo—; por el otro, lo propiamente fantástico se constituye como la
intrusión de un ser del universo maravilloso en un mundo con coordenadas reales,
dándole al personal un susto de muerte y desmontando todos los esquemas
ontológicos y epistemológicos preconcebidos —para más información, remito a un
post anterior sobre un cómic de Drácula—.
A su vez, esta dicotomía, que divide la percepción de lo mágico entre positivo
y negativo, respectivamente, es paralela a la que he dicho al principio sobre la
literatura científica; es decir, la percepción —el efecto estético, que dirían
algunos— es la misma, pero, puesto que cambia el escenario, los mecanismos de
coherencia que hacen que nos creamos la ficción varían. Dicho de otra manera:
si es por medio de magia, con hacer el conjuro o mover la varita, el personaje
va que se mata para conseguir lo que quiere; si es por medio de ciencia,
necesita una serie de maquinitas cuyo funcionamiento sea explicado según las
leyes de la física y la química reales.
Ahora que esto se ha entendido, podemos volver a Shakespeare
y Leslie Nielsen. Por si no sabéis la historia, The Tempest va de unos que naufragan en una isla donde hay un mago
que tiene a su servicio dos espíritus, uno bueno y obediente y el otro con
ganas de rebelión; esto es, en Shakespeare nos encontramos en un mundo
maravilloso. En Forbidden Planet, sin
embargo, estamos ante coordenadas de ciencia ficción, por lo que esta magia
será substituída por la avanzadísima ciencia de unos extraterrestres que
habitaban el planeta en el que vive el doctor Morbius —que para más inri es
doctorado en Filosofía y Filología—. La historia básicamente es la misma,
aunque en la peli se ventilan toda la carga política de rebeldía contra el
poder injusto. Aun así, es interesante ver cómo se manipulan los elementos de
la obra de Shakespeare.
Voy a centrarme en los dos espíritus. De Próspero/Morbius,
poco más que decir: si la magia del primero proviene de su libro de conjuros,
el poder del segundo viene de la comprensión de la lengua de los
extraterrestres nativos que, pese a desaparecer, han dejado intactos sus
laboratorios, que funcionan eternamente con una fuente de energía que ni el
doctor, después de veinte años, entiende. (Personalmente, entre eso y el
abracadabra, no veo la diferencia.) Más tarde, Morbius se distanciará un poco
de Próspero, acercándose más a Frankenstein, pero a eso ya llegaremos.
En cuanto a los espíritus, Ariel, que es el bueno, el
obediente, se convierte en Forbidden
Planet en Roby el Robot. Su bondad aparece probada en cierta escena en la
que el doctor le ordena disparar al capitán de la nave socorrista —nuestro
Leslie, que no parece él—, y al pobre Roby casi le estallan los circuitos de la
cabeza porque su programación interna tiene nosequé código ético que le impide
matar a un humano. A todo esto, el diseño del robot es de lo más pulp, con piernas hechas a base de
esferas y manos como pinzas (ver la foto). Al igual que en The Tempest, el personaje no tiene más chicha que ser el ayudante
del jefe.
Y ahora viene lo jugoso: Calibán. Decir que este nombre
proviene de un misunderstunding de la
palabra caribbean por parte de
Shakespeare, y que el personaje ha dado lugar a toda una corriente de polémica
ensayística en torno a la colonización de América: Calibán es hijo de una bruja
que vivía en la isla hasta que Próspero llegó, matándola y esclavizando al
pobre espíritu, que desde entonces busca cualquier buen momento para rebelarse
contra su amo —veis aquí lo del cuestionamiento de la legitimación del poder
que os decía antes—. Sin embargo, en nuestra peli de platillos volantes
—remito de nuevo a la imagen—, toda esta tralla política desaparece; es más, hasta bien
entrada la peli, una se pregunta dónde diablos han escondido al mejor personaje
de la obra. Cierto es que en algún momento se hace referencia a un extraño suceso
que acabó con la tripulación de la nave en la que llegó Morbius, y también la
desaparición de los extraterrestres nativos puede inducir a ciertas teorías,
pero cuando aparece el monstruo, la explicación es aún mucho mejor. Advierto que
a partir de ahora esto es un spoiler.
Bien. Tenemos en una coctelera lo siguiente: planeta
abandonado; civilización nativa con tecnología tan avanzada como para producir
imágenes en tres dimensiones con la mente —gracias a un aparatito mazo difícil
de controlar por la inexperta mente humana—; doctor obsesionado con estudiar a
esta civilización y que ha probado sus máquinas; y el monstruo, claro. Ahora,
la explicación al equivalente de Calibán es la siguiente —me reí tanto cuando lo
vi...—: aparece el monstruo y Leslie va con el doctor de su nave a la casa de
Morbius para llevarse a su bella hija, de la que está enamorado; en el impás de
encontrarla, el doctor —Morbius no, el otro— se cuela en el laboratorio e
intenta probar la super-máquina de las imágenes en 3D para desvelar el misterio; pasa equis con la chica
y reaparece Roby llevando al doctor medio muerto; Leslie le pregunta qué ha
pasado. Atención a la
respuesta: “Monsters from the id!
Monsters from the subconscious!”. Y ya me ven partiéndome la caja
por todo el sofá (y más después de mi entrada de hace un par de días). A ver si
nos aclaramos entonces: Morbius ha utilizado una máquina que lo que realmente
hace es crear vida y no imágenes, pensada para un cerebro mucho más
evolucionado que el humano y que es capaz de controlar su propio subconsciente;
ergo, Morbius ha creado el monstruo, aunque sea sin querer; ergo, Morbius ha liado la de
Frankenstein por listo. ¡Decidme que no es genial!
Ahora, vayamos a la miga ideológica. Decíamos que en
Shakespeare había un espíritu bueno, simpatizante del jefazo, y un espíritu
malo que pretende quitárselo de en medio; en Forbidden Planet, estos espíritus pasan a ser un robot y un
monstruo salido del subconsciente humano. Es decir: el bueno se convierte en un
producto de la ciencia, del saber racional y científico humano, mientras que el
malo es producto de ese lado tenebroso e incontrolable de que
hablaba el otro día. Ahí es nada, señores; aten los cabos y ustedes mismos: la
visón que la película plantea sobre el ser humano es puramente científica,
anulando todo elemento positivo de aquello en lo que encontramos cosas tales
como los sentimientos, las emociones, las percepciones irracionales, los
sueños, la subjetividad y todo aquello que, en definitiva, diferencia al ser
vivo de la máquina. Obviamente, esto no es llevado hasta el extremo —cambiaría
completamente el tema de la película—, pero tan sólo el hecho de enunciar la idea representando
los espíritus como lo hace, ya nos lleva a una reflexión un tanto curiosa en
cuanto a la percepción de la ciencia ficción de los 50.
Lo bueno de esto es que aún hay más. Si bien en el origen de
cada uno de los personajes encontramos esta dicotomía, su constitución física
se presenta como una confirmación de la idea: Roby es una máquina, un conjunto
de cables y circuitos que actúa según un programa informático directamente
controlado por Morbius; el monstruo, en cambio, es un ser vivito y coleante, con
voluntad propia —una voluntad, todo hay que decirlo, bastante siniestra, que
viene consistiendo en cargarse a todo quisqui sin posibilidad alguna de ser
controlado o vencido—. Dicho de otra forma: la constitución de cada uno es
acorde no sólo a su origen en la mente humana, sino al producto que, según la
ciencia, cada una de las partes de ésta da como resultado; a la razón
científica corresponde el robot bueno y al subconsciente instintivo, el
monstruo malo.
A todo esto, cuando hablamos de monstruo, éste corresponde a
lo fantástico, es decir, a coordenadas genéricas completamente diferentes de la
ciencia ficción. Pero, no podemos olvidarlo, a veces los géneros se cruzan, y
tal es el caso: el monstruo, efectivamente, sale del inconsciente, aludiendo a
toda esa corriente de literatura de terror de corte realista —Poe, Maupassant—,
en la que el monstruo es más el producto de una imaginación exacerbada o una
percepción alterada en la que se proyectan las alteraciones de la consciencia
sobre la realidad por medio de la autosugestión; es decir, que el personaje en
cuestión se crea unos monstruos que el resto de personajes no ve. La diferencia
es que, en Forbidden Planet, estos
monstruos imaginarios son físicamente proyectados fuera de la mente gracias a
la máquina de los extraterrestres nativos. ¿Que por qué no nos extraña? Pues
porque una de las primeras novelas de terror fue Frankenstein, en la que el científico se pasa de la raya creando un
monstruo que le mata, y que une ambas corrientes —terror y literatura
científica— al presentar un monstruo con origen no fantástico sino científico. Y
de ahí al doctor Morbius, un paso: que lo mismo nos da hacerlo por medicina que
por las máquinas de los extraterrestres, que la curiosidad mató al gato.
Ahora, eso sí: si hay monstruo, las reglas son las del
terror. Y una peli tan buena como ésta no podía ser menos. Para empezar, el
monstruo es invisible, que si no lo vemos da peor rollo: las primeras
apariciones son a través del sonido de una respiración pesada, de unas huellas
en la arena, de algún cacharro que se mueve... Tan sólo en el punto álgido del
misterio se le ve, apenas perfilado por unos rayos rojos que revelan una forma
simiesca y terroríficamente salvaje, digna de la Rue Morgue; ni siquiera en el
enfrentamiento final se le vuelve a ver. Si es que estos son los monstruos que
molan, oye, que a los de las pelis de ahora se les ha olvidado eso de ir
creando la tensión, el misterio, de retrasar el golpe de efecto gracias al uso
de las señales en lugar de dejar ver al monstruo a la primera de cambio —en Alien, por ejemplo, lo hacen divino; y
en La mosca de Vincent Price, ni te
cuento—. Eso sí: como todo monstruo, éste la espicha al final. De hecho, revientan
el planeta para cargárselo —así, como si nada—.
Total, que hagamos un recuento: esto es The Tempest de Shakespeare, en el espacio, con un mago convertido
en científico y un espíritu bueno en robot, y que de repente pasa, gracias a
las teorías freudianas, a Frankenstein,
para introducir al espíritu malo como producto de la mezcla entre el
subconsciente humano y el exceso de curiosidad científica. O sea: teatro isabelino,
ciencia ficción y terror, todo en el mismo paquete. Y además, se plantea como
antecedente directo de algunas de las sagas más importantes del cine espacial.
Que vivan los cócteles imposibles, ¿no?
Me imagino los escenarios a lo 'Plutón verbenero' y los personajes de 'La Comunidad'... ¡Vaya mezcla, sí señor!
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