martes, 20 de marzo de 2012

Shakespearean Sci-Fi




He aquí el contexto: lunes y martes, un profe especialista en literatura científica que te explica por qué La Guerra de las Galaxias es ciencia ficción y Matrix es ciencia prospectiva —por lo que he entendido, la primera es para pasar el rato y la segunda te deja con mal cuerpo y todo rallado filosóficamente—; jueves y viernes, el de Shakespeare completamente obsesionado por la lectura socio-política de Ricardo II y la legitimación de la monarquía en tiempos de espías y mafias como en  Los Soprano (palabras textuales). A todo esto, una decide que no lee ni lo uno ni lo otro: el espacio mola más en pelis, que imaginarse las maquinitas cuando lo lees cuesta un copón; y Shakespeare leído es un coñazo. No en vano, se escribió para ser visto, no para ser leído.

Dicho esto, una recurre al señor Google en busca de adaptaciones del gran Will para la gran y pequeña pantalla, y encuentra un par de páginas interesantes. Y, entre esas páginas interesantes, una película aún más interesante: Forbidden Planet, adaptación de The Tempest en medio del espacio. Y, obviamente, una piensa: ésta es la mía. Así que ahí me tienen, con mi fuente de palomitas, a ver cómo se hace para convertir una obra de Shakespeare en una peli de ciencia ficción de 1956, con Leslie Nielsen antes de convertirse en payaso insoportable y una estética de lo más cuca y colorida, llena de rayos de colores por todas partes.

A todo esto, hemos de aclarar antes cierto concepto: dentro de la literatura —y por extensión, del cine, del teatro, de los cómics y de cualquier formato de ficción—, centrándonos en la rama no realista, encontramos una dicotomía estupenda del choque entre un universo realista y un universo no realista. Esto es, lo que de toda la vida hemos llamado género fantástico, los grandes teóricos —con Todorov a la cabeza— lo dividen en dos grupos: por un lado, lo maravilloso, que presenta un mundo alternativo con unas coordenadas propias diferentes de las reales —digamos que, en un cuento de hadas, el hecho de que un lobo hable o un cerdito sea arquitecto es lo más normal y aceptado del mundo—; por el otro, lo propiamente fantástico se constituye como la intrusión de un ser del universo maravilloso en un mundo con coordenadas reales, dándole al personal un susto de muerte y desmontando todos los esquemas ontológicos y epistemológicos preconcebidos —para más información, remito a un post anterior sobre un cómic de Drácula—. A su vez, esta dicotomía, que divide la percepción de lo mágico entre positivo y negativo, respectivamente, es paralela a la que he dicho al principio sobre la literatura científica; es decir, la percepción —el efecto estético, que dirían algunos— es la misma, pero, puesto que cambia el escenario, los mecanismos de coherencia que hacen que nos creamos la ficción varían. Dicho de otra manera: si es por medio de magia, con hacer el conjuro o mover la varita, el personaje va que se mata para conseguir lo que quiere; si es por medio de ciencia, necesita una serie de maquinitas cuyo funcionamiento sea explicado según las leyes de la física y la química reales.

Ahora que esto se ha entendido, podemos volver a Shakespeare y Leslie Nielsen. Por si no sabéis la historia, The Tempest va de unos que naufragan en una isla donde hay un mago que tiene a su servicio dos espíritus, uno bueno y obediente y el otro con ganas de rebelión; esto es, en Shakespeare nos encontramos en un mundo maravilloso. En Forbidden Planet, sin embargo, estamos ante coordenadas de ciencia ficción, por lo que esta magia será substituída por la avanzadísima ciencia de unos extraterrestres que habitaban el planeta en el que vive el doctor Morbius —que para más inri es doctorado en Filosofía y Filología—. La historia básicamente es la misma, aunque en la peli se ventilan toda la carga política de rebeldía contra el poder injusto. Aun así, es interesante ver cómo se manipulan los elementos de la obra de Shakespeare.

Voy a centrarme en los dos espíritus. De Próspero/Morbius, poco más que decir: si la magia del primero proviene de su libro de conjuros, el poder del segundo viene de la comprensión de la lengua de los extraterrestres nativos que, pese a desaparecer, han dejado intactos sus laboratorios, que funcionan eternamente con una fuente de energía que ni el doctor, después de veinte años, entiende. (Personalmente, entre eso y el abracadabra, no veo la diferencia.) Más tarde, Morbius se distanciará un poco de Próspero, acercándose más a Frankenstein, pero a eso ya llegaremos.

En cuanto a los espíritus, Ariel, que es el bueno, el obediente, se convierte en Forbidden Planet en Roby el Robot. Su bondad aparece probada en cierta escena en la que el doctor le ordena disparar al capitán de la nave socorrista —nuestro Leslie, que no parece él—, y al pobre Roby casi le estallan los circuitos de la cabeza porque su programación interna tiene nosequé código ético que le impide matar a un humano. A todo esto, el diseño del robot es de lo más pulp, con piernas hechas a base de esferas y manos como pinzas (ver la foto). Al igual que en The Tempest, el personaje no tiene más chicha que ser el ayudante del jefe.

Y ahora viene lo jugoso: Calibán. Decir que este nombre proviene de un misunderstunding de la palabra caribbean por parte de Shakespeare, y que el personaje ha dado lugar a toda una corriente de polémica ensayística en torno a la colonización de América: Calibán es hijo de una bruja que vivía en la isla hasta que Próspero llegó, matándola y esclavizando al pobre espíritu, que desde entonces busca cualquier buen momento para rebelarse contra su amo —veis aquí lo del cuestionamiento de la legitimación del poder que os decía antes—. Sin embargo, en nuestra peli de platillos volantes —remito de nuevo a la imagen—, toda esta tralla política desaparece; es más, hasta bien entrada la peli, una se pregunta dónde diablos han escondido al mejor personaje de la obra. Cierto es que en algún momento se hace referencia a un extraño suceso que acabó con la tripulación de la nave en la que llegó Morbius, y también la desaparición de los extraterrestres nativos puede inducir a ciertas teorías, pero cuando aparece el monstruo, la explicación es aún mucho mejor. Advierto que a partir de ahora esto es un spoiler.

Bien. Tenemos en una coctelera lo siguiente: planeta abandonado; civilización nativa con tecnología tan avanzada como para producir imágenes en tres dimensiones con la mente —gracias a un aparatito mazo difícil de controlar por la inexperta mente humana—; doctor obsesionado con estudiar a esta civilización y que ha probado sus máquinas; y el monstruo, claro. Ahora, la explicación al equivalente de Calibán es la siguiente —me reí tanto cuando lo vi...—: aparece el monstruo y Leslie va con el doctor de su nave a la casa de Morbius para llevarse a su bella hija, de la que está enamorado; en el impás de encontrarla, el doctor —Morbius no, el otro— se cuela en el laboratorio e intenta probar la super-máquina de las imágenes en 3D para desvelar el misterio; pasa equis con la chica y reaparece Roby llevando al doctor medio muerto; Leslie le pregunta qué ha pasado. Atención a la respuesta: “Monsters from the id! Monsters from the subconscious!”. Y ya me ven partiéndome la caja por todo el sofá (y más después de mi entrada de hace un par de días). A ver si nos aclaramos entonces: Morbius ha utilizado una máquina que lo que realmente hace es crear vida y no imágenes, pensada para un cerebro mucho más evolucionado que el humano y que es capaz de controlar su propio subconsciente; ergo, Morbius ha creado el monstruo, aunque sea sin querer; ergo, Morbius ha liado la de Frankenstein por listo. ¡Decidme que no es genial!

Ahora, vayamos a la miga ideológica. Decíamos que en Shakespeare había un espíritu bueno, simpatizante del jefazo, y un espíritu malo que pretende quitárselo de en medio; en Forbidden Planet, estos espíritus pasan a ser un robot y un monstruo salido del subconsciente humano. Es decir: el bueno se convierte en un producto de la ciencia, del saber racional y científico humano, mientras que el malo es producto de ese lado tenebroso e incontrolable de que hablaba el otro día. Ahí es nada, señores; aten los cabos y ustedes mismos: la visón que la película plantea sobre el ser humano es puramente científica, anulando todo elemento positivo de aquello en lo que encontramos cosas tales como los sentimientos, las emociones, las percepciones irracionales, los sueños, la subjetividad y todo aquello que, en definitiva, diferencia al ser vivo de la máquina. Obviamente, esto no es llevado hasta el extremo —cambiaría completamente el tema de la película—, pero tan sólo el hecho de enunciar la idea representando los espíritus como lo hace, ya nos lleva a una reflexión un tanto curiosa en cuanto a la percepción de la ciencia ficción de los 50.

Lo bueno de esto es que aún hay más. Si bien en el origen de cada uno de los personajes encontramos esta dicotomía, su constitución física se presenta como una confirmación de la idea: Roby es una máquina, un conjunto de cables y circuitos que actúa según un programa informático directamente controlado por Morbius; el monstruo, en cambio, es un ser vivito y coleante, con voluntad propia —una voluntad, todo hay que decirlo, bastante siniestra, que viene consistiendo en cargarse a todo quisqui sin posibilidad alguna de ser controlado o vencido—. Dicho de otra forma: la constitución de cada uno es acorde no sólo a su origen en la mente humana, sino al producto que, según la ciencia, cada una de las partes de ésta da como resultado; a la razón científica corresponde el robot bueno y al subconsciente instintivo, el monstruo malo.

A todo esto, cuando hablamos de monstruo, éste corresponde a lo fantástico, es decir, a coordenadas genéricas completamente diferentes de la ciencia ficción. Pero, no podemos olvidarlo, a veces los géneros se cruzan, y tal es el caso: el monstruo, efectivamente, sale del inconsciente, aludiendo a toda esa corriente de literatura de terror de corte realista —Poe, Maupassant—, en la que el monstruo es más el producto de una imaginación exacerbada o una percepción alterada en la que se proyectan las alteraciones de la consciencia sobre la realidad por medio de la autosugestión; es decir, que el personaje en cuestión se crea unos monstruos que el resto de personajes no ve. La diferencia es que, en Forbidden Planet, estos monstruos imaginarios son físicamente proyectados fuera de la mente gracias a la máquina de los extraterrestres nativos. ¿Que por qué no nos extraña? Pues porque una de las primeras novelas de terror fue Frankenstein, en la que el científico se pasa de la raya creando un monstruo que le mata, y que une ambas corrientes —terror y literatura científica— al presentar un monstruo con origen no fantástico sino científico. Y de ahí al doctor Morbius, un paso: que lo mismo nos da hacerlo por medicina que por las máquinas de los extraterrestres, que la curiosidad mató al gato.

Ahora, eso sí: si hay monstruo, las reglas son las del terror. Y una peli tan buena como ésta no podía ser menos. Para empezar, el monstruo es invisible, que si no lo vemos da peor rollo: las primeras apariciones son a través del sonido de una respiración pesada, de unas huellas en la arena, de algún cacharro que se mueve... Tan sólo en el punto álgido del misterio se le ve, apenas perfilado por unos rayos rojos que revelan una forma simiesca y terroríficamente salvaje, digna de la Rue Morgue; ni siquiera en el enfrentamiento final se le vuelve a ver. Si es que estos son los monstruos que molan, oye, que a los de las pelis de ahora se les ha olvidado eso de ir creando la tensión, el misterio, de retrasar el golpe de efecto gracias al uso de las señales en lugar de dejar ver al monstruo a la primera de cambio —en Alien, por ejemplo, lo hacen divino; y en La mosca de Vincent Price, ni te cuento—. Eso sí: como todo monstruo, éste la espicha al final. De hecho, revientan el planeta para cargárselo —así, como si nada—.

Total, que hagamos un recuento: esto es The Tempest de Shakespeare, en el espacio, con un mago convertido en científico y un espíritu bueno en robot, y que de repente pasa, gracias a las teorías freudianas, a Frankenstein, para introducir al espíritu malo como producto de la mezcla entre el subconsciente humano y el exceso de curiosidad científica. O sea: teatro isabelino, ciencia ficción y terror, todo en el mismo paquete. Y además, se plantea como antecedente directo de algunas de las sagas más importantes del cine espacial. Que vivan los cócteles imposibles, ¿no?

1 comentario:

  1. Me imagino los escenarios a lo 'Plutón verbenero' y los personajes de 'La Comunidad'... ¡Vaya mezcla, sí señor!

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