lunes, 30 de abril de 2012

Consumir preferentemente antes de:





Dice Nietzsche, bebiendo de Schopenhauer, que Dios ha muerto, que la ciencia lo ha matado. No entendamos, sin embargo, la palabra dios en sentido cristiano, sino como representante de una serie de valores aceptados y compartidos por una comunidad y, por tanto, absolutos: la Ilustración, con su afán de conocimiento científico, ha desmentido los mitos —relatos cuyo rasgo fundamental es explicar, por medio de la alegoría y la personificación, los fenómenos del mundo—, y con ello ha  socavado las bases de creencia común necesarias a una cultura para definirse como tal. Dicho de otra manera: los valores culturales se fundan sobre una serie de relatos que, por ser conocidos y compartidos por todos los individuos de la comunidad, les permiten la identificación con ésta; al destruirlos la ciencia, destruye también la posibilidad de identificación y, por tanto, ese rasgo de comunidad —de unión— que enlaza con la idea de absoluto, llevándonos hacia el relativismo y el individualismo.

De aquí derivará toda la idea del superhombre, lo que nos da una explicación de la supervivencia existencial pero ningún tipo de consuelo en esta maldición de holandés errante. Nietzsche, entonces postula como solución un retorno al mito a través del arte. Y lo hace, nada más y nada menos, que retrotrayéndose al origen de la tragedia.

Si recordamos la evolución del género teatral, vemos que, en todas las culturas, éste tiene un origen religioso: en la tragedia clásica fueron los misterios báquicos; en la occidental, los misterios cristianos. Un misterio no es sino la representación escenificada del nacimiento y muerte de un dios, con el fin de hacerlo visible y comprensible a una comunidad. Una escenificación que requiere de un público, es decir, de un grupo de personas que reciben, a la misma vez y de la misma manera, el mensaje. Este rasgo, frente a la lectura individual de un relato con el mismo contenido, es lo que marca el carácter comunitario en el fenómeno teatral, razón por la cual Nietzsche defiende el misterio como forma de comunicación más fuerte y efectiva del mito y los valores comunes que en él se representan y, por tanto, como fundamento de la cultura. La tragedia, por su parte, no es sino el siguiente paso de la evolución: pese al mismo carácter comunitario, ésta presenta una estilización artística, un objetivo añadido de belleza. Aun así, el elemento común tiene un representante claro —y ahí está la clave para Nietzsche— de la comunidad, y ése representante es el coro.

El coro de la tragedia griega es lo que comúnmente se ha considerado como la voz del pueblo: ese pueblo testigo de la vida y obras de los dioses y héroes; ese pueblo sentado en las gradas viendo la representación teatral. Personificar al espectador dentro de la obra conlleva el reforzamiento de dos efectos: primero, de la identificación, de la participación del espectador de la obra al convertirlo en testigo directo —interno— del conflicto y, por ello, acentuar el efecto de comunión a través de la participación pseudo-activa; segundo, un mayor control de la interiorización de los valores, pues el diálogo del coro sirve como guía de interpretación, haciendo explícito el modelo de comportamiento a seguir ante los conflictos expuestos. Es decir: la introducción del receptor en el conflicto de valores representado por la obra —que por otra parte tiene una moraleja, es decir una ideología, más que clara— supone una comunión no sólo por el hecho de que el espectador se vea reflejado a sí mismo dentro de un contexto cultural comunitario, sino porque, al suponer el coro una voz con un texto preestablecido, la comprensión del mensaje no deja lugar a libertad de interpretación, de manera que todos los espectadores entenderán el mensaje exactamente de la misma manera, sin necesidad de un comentario —una puesta en común de las interpretaciones individuales— a posteriori. (Si han visto ustedes ExistenZ, les remito a la insistencia, en repetidas escenas, sobre el hecho de que los roles preestablecidos por el juego controlan a los jugadores, anulando su posible libertad de acción individual y personal.)

Será este carácter del coro lo que más llame la atención a Nietzsche. Este y el elemento musical: el coro de la tragedia griega no recita, sino que canta. De ahí que, para el alemán, la música se postule como nueva posibilidad de comunión tras la muerte del mito.

Dejando a un lado la falacia de que la música es un lenguaje universal —ningún occidental entenderá la música oriental la primera vez que la escuche, pues parten de sistemas armónicos diferentes, basados en convenciones diferentes—, Nietzsche ve en la música ese mismo efecto de comunión, precisamente, por el carácter directo de la interpretación musical: como el teatro, la música requiere de un público que recibe el mensaje a la misma vez y bajo las mismas condiciones. Si bien el hecho de que no sea un mensaje verbal puede dar lugar a dudas en cuanto a su interpretación —la música no tiene un significado conceptual, sino emotivo—, no podemos olvidar que está perfectamente comprobado que un mismo elemento musical —sea rítmico o armónico— produce un mismo efecto en todos los oyentes: desde la teoría de los afectos de Guido d’Arezzo a los más recientes estudios psicológicos, se ha demostrado claramente que el efecto acústico de ciertas combinaciones musicales va a ser percibido con el mismo significado por todos los oyentes.  La música, por tanto, es equiparable al coro de la tragedia griega tanto en cuanto todos los espectadores/oyentes asistentes a la interpretación van a recibir exactamente el mismo mensaje y van a interpretarlo de la misma manera, produciéndose así un efecto de comunión entre todos los individuos. De esta manera, la música adquiere un cariz sagrado máximo como expresión de ese conjunto de valores absolutos, necesarios para la supervivencia de una cultura y que, una vez caído mito, Nietzsche busca en el arte.

Ahora bien, El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música se publica en 1872. En 1860 se había realizado la primera grabación sonora —diez segundos casi irreconocibles de Au clair de lune, canción popular francesa—, pero no fue hasta 1887 cuando, con el fonógrafo, empezó popularizarse la reproducción musical artificial.

Resulta irónico cómo, una vez más, la ciencia —esta vez de la mano de la tecnología— mata a Dios: si el poder de regeneración mítica que Nietzsche veía en la música venía, precisamente, de la necesaria interpretación musical ante un público, es decir, ante un grupo de personas que escuchando lo mismo llegan a esa comunión, la reproducción artifical quebranta por completo sus esperanzas. Si bien es cierto que, en un primer momento, la escucha de los aparatos de recproducción musical era también grupal —la gente se reunía para escuchar música o la radio en casa de los pocos elegidos que podían permitirse los aparatos—, manteniendo de alguna manera esa comunión postulada, el avance tecnológico nos ha ido llevando, poco a poco, hacia una individualización cada vez más agresiva del disfrute de la música.

Pensemos, por un momento, lo que supone una grabación sonora: el registro de una interpretación concreta, su conservación, permite un regreso a esta; el registro de varias interpretaciones, aunque sean de la misma pieza —de la misma partitura—, permite una comparación y una elección en base a los gustos particulares de cada uno. Como en el teatro, la interpretación musical en vivo presenta la problemática de que nunca habrá dos iguales: aún manteniendo al mismo intérprete —si éste cambia, las posibilidades se multiplican, puesto que no hay dos músicos que sientan igual la partitura—, un cambio de temperatura o de humedad de un día a otro que altere la emisión de las ondas de sonido; un cambio del estado físico o anímico del músico; una duda o una milésima de segundo de retraso en una nota…; cualquier elemento puede alterarse entre una interpretación u otra, dando lugar a un resultado diferente. Obviamente, la memoria humana no es capaz de registrar estas diferencias mínimas entre una y otra vez y, en conjunto, la percepción de las distintas interpretaciones será prácticamente igual. Sin embargo, una grabación sí pone de manifiesto estas diferencias: una grabación supone un registro exacto de todos y cada uno de los elementos y fenómenos que han tenido lugar en cada una de las diferentes interpretaciones; con una grabación, la múltiples posibilidades son conservadas en el tiempo, dando lugar a todo un juego de versiones diferentes entre las que el oyente puede elegir. Una grabación permite variedad y multiplicación, y esto quiere decir que, si uno escoge una versión y otro escoge otra, ya no hay la misma experiencia compartida; ya no hay comunión.

Vayamos más lejos todavía: en 1930 empiezan a comercializarse los auriculares; en los ochenta, los reproductores portátiles. Pensemos, por un momento, en la gente que vemos por la calle o en el metro —e incluyámonos a nosotros mismos—: cada uno, con sus auriculares, escuchando una música diferente; cada uno, con sus auriculares, experimentando algo diferente; cada uno, con sus auriculares, en un mundo diferente. Los auriculares han pasado a constituir un método de aislamiento social, de separación del individuo y la comunidad: no sólo nos encontramos ya ante un amplio abanico de posibilidades de elección que rompe la unidad absoluta buscada por Nietzsche; no sólo nos encontramos ante una reducción del grupo receptor de una u otra de esas versiones —pensemos en los altavoces en una casa, un bar o, incluso, en el hilo musical de unas oficinas, frente a la gran capacidad de espectadores de los grandes teatros o auditorios, así como la diferente manera de escuchar música en cada caso, como actividad principal o secundaria—; con los auriculares, la experiencia musical pasa a ser completamente individual, pasa a utilizarse a modo de barrera ante el mundo, de barricada frente a la comunidad.

¿Dónde queda pues, la esperanza de Nietzsche hoy en día? ¿Dónde, esa experiencia colectiva, esa posibilidad de identificación cultural que él elevaba hasta lo sagrado? ¿Dónde esa mística comunión de almas? En los directos, por supuesto: en esos grandes espacios —llámese sala de conciertos, auditorio, ópera, teatro o circo romano; campo de fútbol, plaza pública o, a la postre, cualquier espacio de gran capacidad — en los que miles de personas se reúnen para experimentar un mismo hecho musical, en un mismo momento, de la misma manera. Frente a la experiencia privada e individual de la reproducción artificial siempre queda esa maravilla de la música en vivo: personas que comen y beben y sienten, unas interpretando, las otras escuchando, compartiendo ese momento, ese aquí y ahora musical que nunca volverá a repetirse. La idea de Nietzsche no ha muerto, señores, no del todo: el directo ya no es la única forma de experiencia musical, pero aún sigue ahí; aún hay esperanza de comunicación, de comunidad.

viernes, 27 de abril de 2012

Querer, deber, poder



Wendy, I ran away the day I was born. (…) It was because I heard father and mother (…) talking about what I was to be when I became a man.


Postula Aristóteles tres tipos de alma en el ser humano: la primera, el alma vegetativa, es compartida con animales y plantas, y su mayor preocupación es la supervivencia de la especie y el individuo —es decir, reproducción, crecimiento y nutrición—; la segunda, el alma sensitiva, sólo es compartida con los animales, siendo aquella que percibe el mundo a través de los sentidos y, por tanto, en la que habitan esos apetitos físicamente naturales que los cristianos considerarían pecados capitales —tales como la gula, la lujuria, la pereza o la ira—; la tercera, el alma intelectiva, es exclusiva de los humanos, ya que parte de una forma de pensamiento abstracto e independiente de los sentidos que llamamos razón y que está relacionada con los deseos superiores —el intelectual, el artístico, el científico—. De acuerdo a esto, la psyché se entiende de dos maneras: como principio de vida en los dos primeros casos —pues las actividades que de ella derivan son las que diferencian a los seres vivos de la materia inerte—, y como principio de racionalidad en el segundo, pues permite un conocimiento que enlaza al humano con los dioses, diferenciándolo de los animales y plantas.

Pensemos ahora en Shakespeare. Como ya saben, todo autor tiene ciertas obsesiones a las que podemos seguir la pista a lo largo de la obra, ya que se repiten. Confío en que reconocerán esta situación: un joven príncipe se ve obligado a sacrificarse personalmente para cumplir su papel social. Les daré una pista: el hecho de que sea príncipe no es ninguna tontería, puesto que el linaje, la sangre que corre por sus venas, constituye el origen de su conflicto. Les daré otra: la edad del príncipe —la adolescencia tardía— es clave, ya que el paso de ésta  a la vida adulta no es otra cosa que la asimilación del compromiso individual con una serie de responsabilidades colectivas que se presentan como la letra pequeña del enunciado «Cuando sea mayor…», introductorio, durante la infancia, de toda clase de sueños y esperanzas respecto a cómo deseamos pasar el tiempo que tenemos en este baile de máscaras que es la vida y que, llegado el momento de realización factual, no es ni por asomo parecido a lo que habíamos imaginado. (Yo quería ser pirata y aquí me ven: en una ciudad sin mar.)

Tenemos, pues, a nuestro príncipe H**, todavía en ese feliz momento en el que el futuro es una proyección imaginativa positiva, condicionada por un presente igualmente positivo de libertad absoluta de acción: esto quiero, esto hago/consigo/tengo. Ninguna responsabilidad que condicione el estilo de vida; ningún deber que jerarquice su tiempo y la dedicación de éste al deseo hacia el que su alma se sienta más inclinado.

Obviamente, cuando hablamos de una tragedia, necesitamos un conflicto que altere esta situación inicial y, como ya se ha dicho, en este caso viene impuesto por la sangre real: nuestro niño se ve sometido a un vínculo familiar ineludible, una figura paterna cuya autoridad es subrayada por el hecho de ser rey. Es decir: la aparente libertad individual de H** encuentra su límite en un padre al que debe obediencia no sólo en base al quinto mandamiento, sino también en calidad social de súbdito; un padre que, además de autoridad paterna, presenta una dimensión social propia del mundo adulto, regido éste por las responsabilidades a las que H** aún no ha tenido que hacer frente en su estado adolescente. El conflicto se origina pues a raíz de una orden proveniente de esta figura de autoridad y contraria a las inclinaciones del alma de H**: si bien cabe una posibilidad de desobediencia social, una rebelión contra el poder establecido en base a que éste es fruto de un pacto común respetado por voluntad propia, el lazo de sangre y el deber filial imponen una obligación que, precisamente por ese vínculo natural predeterminado por la sangre, H** no puede evitar. En tanto hijo, el príncipe debe un respeto tal al rey que se encuentra moralmente obligado a la obediencia; una obediencia que, de hecho, se plantea como la primera gran responsabilidad adulta a la que el niño debe hacer frente, es decir, como representante del primer sacrificio de las propias inclinaciones de H** ante una voluntad ajena. Dicho de otra manera: el deber social de H** —la orden real— se impone sobre su querer individual —las inclinaciones de su alma— por medio de un vínculo del que no tiene poder para evadirse —el lazo sanguíneo—, constituyéndose dicho deber como su primera prueba en el camino hacia la madurez.

Ahora bien, lo que nos interesa ahora no es tanto esa tragedia de madurez de H** sino, precisamente, esas inclinaciones del alma que debe sacrificar. Y es aquí donde la obsesión de Shakespeare se pone interesante: si es cierto que el conflicto es el mismo, en su obra encontraremos, siguiendo la clasificación de Aristóteles, un H** intelectivo, decantado por los deseos superiores, y un H** sensitivo, decantado por los deseos inferiores. O, lo que es lo mismo, un Hamlet y un Hal.

Tengamos, primero, en cuenta la antítesis estructural que ambas obras plantean en cuanto al planteamiento del conflicto, es decir, del deber ineludible: en el primer caso, éste se presenta de forma concreta al principio de la obra por medio de ese maravilloso fantasma escatológico que clama venganza de mano de su hijo, desarrollándose la problemática en torno al retraso de la acometida de la acción; en el segundo, sin embargo, ésta se presenta en forma de amenaza latente que sólo se concreta al final de la obra, tras la muerte de Hotspur —«O, Harry, thou hast robb'd me of my youth!», que exclamará Hal—. De hecho, esta antítesis viene condicionada, precisamente, por las inclinaciones de los dos protagonistas: en Hamlet encontramos un filósofo humanista, es decir, un alma intelectiva inclinada al ejercicio de la razón y defensora de un modelo de comportamiento contrario al de la corte escandinava a la que vuelve y, por tanto, a su padre y a la idea del uso de la violencia como solución efectiva de conflictos sociales y de poder. Hal, sin embargo, es un alma sensitiva, amante de los placeres del cuerpo, que toman forma en el admirable Falstaff: «That trunk of humours, that bolting-hutch of beastliness, that swollen parcel of dropsies, that huge bombard of sack, that stuffed cloak-bag of guts, that roasted Manningtree ox with pudding in his belly, that reverend vice, that grey Iniquity, that father ruffian, that vanity in years?».

Falstaff es gordo y viejo ­—como Santa Clavos—; peca de gula y lujuria; es mentiroso y ladrón. O no: Fastaff es un bon vivant, un amante de la vida, defensor del Carpe Diem. ¿Viejo? Sí, y resabiado, de vuelta de todo: de las traiciones, de las decepciones, de las esperanzas frustradas. ¿Gordo? Por supuesto, como amante de los placeres de la comida y el vino, de la fiesta y el baile. ¿Mentiroso? Claro, como todos: como el rey y el arzobispo, con sus mafias políticas y sus guerras de poder; como el príncipe Hal, dividido entre el querer y el deber, entre el hoy y el mañana; como cualquiera en la mascarada. Falstaff es la alegría de vivir personificada, las ganas de disfrutar encarnadas: si más sabe el Diablo por viejo que por diablo, la vejez de Falstaff no es sino conciencia del paso del tiempo y la brevedad de la vida; su gordura, la filosofía epicúrea del desengaño, del «no hay más fe que la piel/ni más ley que la ley del deseo», como diría Sabina.

Falstaff es el deseo de Hal, la encarnación de su alma sensitiva: una representación física de unos deseos físicos. Hamlet, por su parte, no necesita compañero: su inclinación intelectual, el carácter abstracto y racional de ésta, lo aíslan en el ámbito individual del pensamiento; una soledad que lo enfrenta a la corte en la que vive. Más aún, frente al Falstaff vital y físico, a Hamlet se le aparece un fantasma, es decir, el espectro de un muerto: una presencia exclusivamente visual, no corpórea, marcada tradicionalmente por la carencia de una resolución total en el mundo de los vivos y que vuelve a éste para recordar a éstos aquello que aún queda por terminar. Así, la oposición del principio de vida aristotélico entre ambos príncipes se ve subrayada por medio de sus respectivos acompañantes: si el viejo gordo aparece como encarnación de la plenitud vitual, postulándose como alegoría de los deseos y placeres carnales, el fantasman paterno viene a representar visualmente la duda existencial de una mente intelectual y el sentimiento de culpa ante la propia irresolución a la hora de acometer un deber. Hamlet, pues, al conocer la traición y enfrentarse a la restauración de la justicia que debe llevar a cabo, intenta evitar la acción violenta de la venganza, solución contraria a sus principios humanistas pero necesaria en una sociedad medieval en la que la acción intelectual y artística —la obra teatral representada ante el asesino—, símbolo de otra forma de resolución de los conflictos más acorde con sus propias ideas, fracasa estrepitosamente. La figura fantasmal refleja, pues, ese alma intelectiva y abstracta, distanciada del nivel físico y sensitivo en el que Hamlet se encuentra; un contexto en el que la acción discursiva y artística aún no tienen la misma fuerza que la acción real de la venganza. El conflicto, pues, viene de un querer intelectual ante un deber tan físico como es la muerte del asesino de su padre: la intimidad e individualidad de la inclinación de Hamlet, en tanto actividad abstracta e incorpórea, regida por el logos, choca pues con la imposición de una acción material situada en el nivel sensitivo de su existencia, cuyo mayor representante es el derramamiento de sangre, y que vincula factualmente  al príncipe con la sociedad que le rodea. Una sociedad, ésta, que situaría al príncipe en el  mundo adulto al que aún no ha accedido, y en cuyo seno habría caído directamente de haber cumplido bien su deber activo —la venganza—, pues habría accedido al trono, convirtiéndose en rey.

Por su parte, el conflicto de Hal es, precisamente el contrario: su inclinación por los placeres físicos, por ciertas acciones sensitivas excesivas, alejan al príncipe de la acción reflexiva propia a un alma intelectiva y necesaria para el buen gobierno de un rey. Falstaff, encarnación de estos excesos corporales, es espontaneidad y exceso; es cobardía y bellaquería; es confusión y volubilidad, egoísmo y astucia. Cuando Hal madura y ocupa el trono, se le exige justo lo contrario: sabiduría y mesura, valentía y nobleza, decisión y firmeza,  justicia y bondad. La corona —el deber— de Hal le exige una vida en la que Falstaff no tiene cabida; una vida regida por el alma intelectiva en todo momento, pues las responsabilidades a las que tiene que hacer frente son muchas y muy serias. Ser rey requiere una dedicación total de la persona: en tiempo, puesto que la solución de los problemas de gobierno necesita una reflexión y un cálculo de posibilidades y consecuencias muy complejo (aquí en España eso todavía está por descubrir); en cuerpo, puesto que la figura de rey, en tanto representación física del reino y su gobierno, no puede permitirse según qué libertades que dañen su imagen (sin comentarios al respecto); en alma porque, independientemente de la profesión de uno, si todo su tiempo está dedicado a su trabajo y su cuerpo controlado por él, no tiene posibilidad alguna de desligamiento o pausa, resultando de ello una cuasi-desaparición de la persona individual en favor de la figura social (aquí eso se lleva divinamente: la figura social sirve para esconder los tejemanejes personales al público).

Vemos, pues, cómo para ambos príncipes, el proceso de madurez —el sometimiento al deber—  supone un sacrificio personal: Hamlet, alma intelectiva, debe abandonar la individualidad pasiva del pensamiento, actividad interna, para realizar una acción no sólo física, sino también violenta; Hal, alma sensitiva, modera sus excesos, anteponiendo, a la alegría de vivir y las acciones que la facilitan, una actividad reflexiva e intelectual. Cada uno de ellos sacrifica su querer particular —la actividad intelectual uno, el placer sensual el otro— por obedecer a ese deber social que supone su acceso al mundo adulto; un sacrificio, éste, del que ninguno de los dos saldrá idemne: si Hamlet, amante de lo abstracto, muere físicamente, Hal lo harce simbólicamente al desterrar al Falstaff.

La muerte de Fasltaff —la real, no la fingida— es pues la muerte del príncipe Hal: en tanto encarnación de los deseos de éste, Falstaff es dependiente de él. Al desterrarlo, Hal rechaza su alma sensitiva, el impulso vital que le ha movido a lo largo de la adolescencia —de la obra—, desligándose de ese reflejo de sí mismo, de sus deseos inferiores. Ser de taberna sin cabida en la corte, alma sensitiva ajena a las reflexiones del gobernante intelectivo, Falstaff, como alegoría de los placeres y proyección de los deseos inferiores de Hal, pierde así su punto de referencia y muere por necesidad, pero esta muerte física no es más que el reflejo de la muerte simbólica de Hal: en tanto el deber de ser rey se plantea como conflicto, el personaje no puede morir físicamente, pero su alter-ego sensitivo, la encarnación de su querer, sí. De esta manera, la muerte de Falstaff presenta sobre escena la desaparición del individuo Hal bajo la figura social de Henry V; una muerte explícita para el espectador por el abandono de la escena que hace el rey tras la orden de destierro, dejando agonizante a encarnación de la parte de sí mismo que el deber le ha obligado a abandonar.

Muerte real de Hamlet y Falstaff, muerte simbólica de Hal y el fantasma. Si más arriba hablábamos de estructuras inversas de las obras, también las relaciones lo son: dos protagonistas con inclinaciones contrarias —los placeres sensibles Hal, el saber intelectual Hamlet— acompañados por dos sombras de sí mismos —la una de vitalidad y plenitud, la otra de estatismo e intangibilidad—. Si el conflicto de Hamlet se inicia con la orden concreta de un fantasma paterno y le persigue durante toda la obra, el de Hal aparece sugerido como un destino amenazante, también paterno, que sólo se concreta al final, teniendo como consecuencia la muerte de Falstaff. Una antítesis que, sin embargo, gira en torno a la dicotomía querer/deber, a una obligación inevitable de sacrificio personal por una necesidad social condicionada por una imposición incuestionable; a un sometimiento de la libertad individual a la colectividad como resultado del proceso de madurez y la entrada en el mundo adulto. La inevitabilidad del lazo sanguíneo se iguala pues a la del desarrollo humano y social: no hay poder contrario a esas imposiciones; no hay libertad de elección ante las leyes físicas de la vida.


Postula Aristóteles dos maneras de entender el concepto de alma: una, el principio de vida, ligado al placer sensitivo; la otra, el principio de racionalidad, ligado al placer intelectual. Postula, también, que «la virtud está en el punto medio entre dos extremos viciosos». Podríamos decir que es la carencia del punto medio lo que lleva a nuestros príncipes a sus trágicos finales: la muerte de Hamlet viene por la falta absoluta de actividad sensitiva, por mantenerse en el extremo intelectual hasta el punto de no saber interactuar con el mundo físico y social que le rodea; la de Falstaff representa para Hal el salto de un extremo a otro de la escala, manteniéndose aún en los puntos viciosos. Visto así, Shakespeare parece defender el principio sensitivo en base a la capacidad de acción, aunque la elegida no sea la mejor: la muerte de Hamlet, causada por la inactividad, es completa, cerrando así el ciclo del fantasma; el cambio de Hal, muerte parcial, permite todavía una corrección a posteriori, una segunda oportunidad para encontrar el punto medio necesario. Vida y acción aparecen pues íntimamente ligados: el ser humano siempre tendrá un deber que cumplir, pero también tendrá un poder para actuar y un querer que alcanzar. La cuestión es el encontrar el equilibrio, el punto medio entre deber y querer: si el primero puede parecer ineludible, el segundo tiene la capacidad, no de anularlo, pero sí de cambiarlo. Al fin y al cabo, dicen que querer es poder.

domingo, 8 de abril de 2012

Había una vez...


 
I say again, how would you feel
If you had made this lovely meal
And some delinquent little tot
Broke in and gobbled up the lot?
But wait! That’s not the worst of it!
Now comes the most distressing bit.
You are of course a houseproud wife,
And all your happy married life
You have collected lovely things
Like gilded cherubs wearing wings,
And furniture by Chippendale
Bought at some famous auction sale.
But your most special valued treasure,
The piece that gives you endless pleasure,
Is one small children’s dinning-chair,
Elizabethan, very rare.
It is in fact your joy and pride,
Passed down to you on grandma’s side.
But Goldilocks, like many freaks,
Does not appreciate antiques.
She doesn’t care, she doesn’t mind,
And now she plonks her fat behind
Upon this dainty precious chair,
And crunch! It busts beyond repair.


Las Revolting Rhymes fueron traducidas al español como Cuentos en verso para niños perversos; un título, todo hay que decirlo, de lo más sugerente. El problema viene cuando uno empieza a leer y se encuentra cosas como la que hay ahí arriba: cuando el narrador te dice “You are of course a houseproud wife”, empiezas a plantearte si de verdad el lector ideal —aquel al que va dirigido el cuento— es infantil o no.

De hecho, la duda desaparece con las aficciones coleccionistas de esa houseproud wife, que se nos dibuja como típicamente inglesa, amén de introducir algo tan característico en este autor como es la creación espacial a base del detalle en la decoración. A saber, tenemos “gilded cherubs wearing wings,/And furniture by Chippendale,” y  one small children’s dinning-chair,/Elizabethan, very rare.”; esto es: querubines barrocos llenos de dorados y con mofletes que hacen las delicias de las abuelas, muebles de un importante ebanista inglés del siglo XVIII que mezclaba el estilo rococó con el neoclásico, y una pequeña silla del siglo XVI heredada de madres a hijas. Creo que, con este mobiliario y un poco de atención al estilo de decoración inglés de finales de los 70 — tienen pelis y series a cascoporro para fijarse—, pueden hacerse una idea del salón de esta buena ama de casa, que no es otra que la madre de los tres ositos.

Especial atención habría que poner en la trona isabelina, ya que es la clave para la imagen que se nos da de la protagonista del cuento —recordemos que el ama de casa es el lector—: de entre todas las antigüedades, esta trona es “your most special valued treasure” precisamente porque “Passed down to you on grandma’s side”, es decir, porque en ella se apoya toda una tradición familiar, toda una serie de valores heredados que Ricitos de Oro no respeta, pues “she plonks her fat behind/Upon this dainty precious chair,/And crunch! It busts beyond repair.”. El mueble, pues, se presenta como elemento visual y concreto de una visión del mundo que, si están familiarizados con la cultura inglesa, procura exaltar un nacionalismo de corte romántico, basado en la tradición y la historia inglesa, y que, en lo referente a los niños, refuerza sobre todo la idea de la educación y la cortesía, del niño obediente y respetuoso. De hecho, no se crean que esto está demasiado alejado de la ideología didáctica de los cuentos tradicionales —no te portes mal y no te pasará nada—, solo que aquí el tono de amenaza ha desaparecido en pro de una ambientación que nos recuerda a esa sociedad victoriana que, de alguna manera, sobrevive hoy en día: no podemos olvidar que la cortesía inglesa es un tópico mundialmente conocido.

Ahora, ¿qué es lo que provoca este cambio de tonalidad, esta focalización del cuento hacia la forma de ser inglesa? La subversión, por supuesto, de la relación lector/personaje: si en el cuento tradicional se busca una identificación con la niña en vistas a la prevención de travesuras y problemas, hemos visto ya cómo lo que aquí se pretende es una identificación con la pobre madre osa, que cuando vuelve a su casa se la encuentra allanada y completamente destrozada. La intrusa —la niña— pasa de protagonista a antagonista: su ruptura de las reglas establecidas —las de la cortesía y el saber comportarse en una casa ajena— sigue la del cuento original, pero el enfoque de esta versión hacia la madre, víctima de esa niña maleducada, plantea más una advertencia al adulto sobre el peligro de este tipo de niños a los que no se les ha enseñado la educación y cortesía tan socialmente necesarias y a las que la cultura inglesa tiene tanto apego. De hecho, podríamos decir que, viendo hoy en día el resultado de ciertas tendencias educativas, Roald Dahl era un auténtico visionario, escribiendo ya a finales de los 70 sobre este tipo de niños malcriados y, más aún, dirigiendo esta advertencia a los padres, en tanto responsables de su educación y, por tanto, preventores del desastre. (Para más ejemplos, remito a Veruca Salt: “And all the scolding and the shame/Should fall upon Veruca Salt?/Is she the only one at fault?/For though she’s spoiled, and dreadfully so,/A girl can’t spoil herself, you know./Who spoiled her, then? Ah, who indeed?”)

Decíamos, pues, que Ricitos de Oro se convierte aquí en la mala del cuento, en una especie de monstruito malcriado, irrespetuoso y sin ninguna noción de la propiedad ajena o del cuidado de las cosas. Nada más fácil que poner atención a ciertas elecciones lingüísticas cuando se habla de esta niña, términos tales como plonk o fat —en la cita anterior—, o como como freaks, globbed o ese dulce epíteto de “delinquent little tot”. Todos ellos, como pueden ver, marcados por una valoración negativa implícita en la misma palabra: las aliteraciones de los verbos (plonk, glob) sugieren una forma de moverse más que animalizada, mientras que los sustantivos (fat, freak, tot) no son, lo que se dice, precisamente amables. Amén, claro está, de esa sutil adjetivación (delinquent), que más tarde desembocará en lo siguiente:

Oh, what a tale of crime on crime!
Let’s check it for a second time.
Crime One, the prosecution’s case:
She breaks and enters someone’s place.
Crime Two, the prosecutor notes:
She steals a bowl of porridge oats.
Crime Three: She breaks a precious chair
Belonging to the Baby Bear.
Crime Four: She smears each spotless sheet
With filthy messes from her feet.
A judge would say without a blink,
“Ten years hard labour in the clink!”
But in the book, as you will see,
The little beast gets off scot-free.

Esta introducción de terminología legal no hace más que dar otra vuelta de tuerca a ese enfoque hacia el lector adulto, ya que ningún niño —pongamos, ¿seis años?— tiene por qué saber qué es un prosecutor, ni las fases de un proceso judicial. Lo que el autor hace aquí es trasladar el cuento a un mundo realista en el que el castigo por las malas acciones es tan real y factible como una condena a “Ten years hard labour in the clink!”.  No hablamos ya de que nos coman un trío de osos parlanchines en medio de un bosque, es decir, de una situación tan lejana de nuestra forma actual de vida que parece casi imposible —incluso si los osos no hablaran—, sino que el castigo por la transgresión de las reglas está a la orden del día. Una actualización, ésta, que permite a su vez renovar el sentido didáctico del cuento, acercarlo a la cultura y a la situación social del último tercio del siglo XX, y por tanto, mantener este carácter original de advertencia de las consecuencias que pueden derivar de ciertas acciones contrarias al orden social —aunque ya hemos visto cómo ésta se desplaza—.

Sin embargo, en ningún momento se nos deja olvidar que hablamos de un cuento tradicional —un cuento que los hermanos Grimm recogieron a mediados del siglo XIX—, hasta el punto que se discute, explícitamente, el final feliz del cuento: “But in the book, as you will see,/The little beast gets off scot-free.”. Irónicamente, éste es uno de los pocos cuentos taradicionales en los que la protagonista no acaba muerta; irónicamente, después de invertir todo el cuento, el final se mantiene tal y como es en el original.

Decíamos al principio que Revolting rhymes se había traducido como Cuentos en verso para niños perversos. Hemos visto cómo, en realidad, estos cuentos son para adultos. No sólo por la forma, sino por el tono; un tono que recorre el cuento de cabo a rabo y que requiere una cierta experiencia, una cierta madurez, para entenderlo: la ironía. El adjetivo revolting significa nauseabundo, asqueroso, pero no podemos olvidar que una de las acepciones del verbo del que deriva es sublevarse o rebelarse. Atengámonos a esta idea; atengámonos a esta imagen del upside-down, de la inversión de posición. ¿Qué es sino esto lo que ha hecho Roald Dahl con los cuentos tradicionales? ¿Qué es, sino convertir un cuento para niños en un cuento para adultos, sino humanizar aún más al personaje animal y animalizar al humano, sino invertir la relación de los personajes en tanto amenaza y víctima? Revolting no tiene nada que ver con la perversión, con la maldad, sino con la ruptura de un orden establecido: Ricitos de Oro rompe con la tradición, con la educación y la obediencia, y eso aquí se respeta; pero el título no viene de ahí. El título viene de la intención del autor, de la visión que presenta de los cuentos tradicionales, de la revisión y actualización que de ellos hace. El título, este título revolucionario, viene por el tono de la narración, no por la narración en sí misma: viene por la ironía. Esa ironía tan exquisitamente inglesa; esa ironía en la que el mensaje es el mismo, y todo el cambio de la idea —toda la inverión de la ideología, de la intención del emisor— procede del tono, de un juego de subversión del significado basado en algo llamado implicación y que escapa a la forma misma del mensaje, a la forma empírica, a las reglas puras y duras de la gramática y la sintaxis. La ironía es en sí misma revolting, puesto que es decir lo mismo y significar lo contrario; es una sutil arma de crítica de lo establecido desde sus mismos códigos, disociando la convención lingüística más básica y fundamental: la unión indisoluble de significado —contenido semántico de la palabra— y significante —la palabra escrita u oída; la forma empírica a la que se asocia ese significado, permitiendo el intercambio lingüístico—. Así, si éste es el carácter de la ironía, ¿qué mejor, cuando nos hablan de Revolting rhymes, cuando se nos narra con palabras, que tomarla como bandera? ¿Qué mejor que utilizar este adjetivo no sólo a nivel de la historia, sino a nivel del instrumento con el que se cuenta? ¿Qué mejor que mantener la forma original —del cuento, del lenguaje— y cambiar la idea hasta volverla la contraria, hasta invertirla por completo? Ironía es la palabra clave en Revolting rhymes. De hecho, es el arma clave de Dahl: he ahí su encanto, su English way.

jueves, 5 de abril de 2012

El convenio laboral de los Oompa-Loompas



Cuenta la leyenda que Mr. Willy Wonka era un gran inventor de dulces: en su fábrica se habían creado chicles que no pierden el sabor y helados que no se derriten con el calor; se le describía como un hombre amazing, fantastic o extraordinary, como magician o genious. Los caramelos de la Fábrica Wonka eran los más famosos de todo el mundo, los más vendidos. Sin embargo, un día, la competencia empezó a copiar sus productos: el espionaje corporativo se había infiltrado, vendiendo al mejor postor los más preciados secretos del inventor, y éste decidió despedir a todos sus empleados y cerrar la fábrica. Diez años más tarde, de nuevo las chimeneas de la Fábrica Wonka empezaron a echar humo, pero nadie volvió a ver nunca las puertas abiertas: ni un alma entraba o salía; ningún trabajador.

Obviamente, a lo largo del recorrido en el que el lector acompaña a Charlie, nos enteraremos de quiénes son esos misteriosos trabajadores con los que Mr. Wonka reabre su fábrica, manteniendo sus fórmulas secretas a salvo. Se nos presentan entonces esos simpáticos gnomos cantarines —y algo maliciosos­— que son los Oompa-Loompas. Pero, ¿qué sabemos en realidad de ellos?

 
Los Oompa-Loompas, explica Mr. Wonka en el capítulo 16, vienen de Oompa-Loompalandia, un terrible país dominado por una peligrosa selva infestada de hornswogglers, snozzwangers y whangdoodles —ni se molesten en coger un diccionario, porque no vienen— empeñados en comerse a los pobres Oompa-Loompas. Estos, para sobrevivir, vivían en los árboles, comiendo distasteful hojas y raíces y soñando con deliciosos granos de cacao, su comida favorita. Hasta que, un día, Mr. Wonka llegó a Oompa-Loompalandia y les hizo una oferta imposible de rechazar: si venían a su fábrica, podrían vivir sin miedo al ataque de los hornswogglers, snozzwangers o whangdoodles; si trabajaban para él, tendrían todo el cacao y el chocolate que quisieran. Entonces, el jefe de los Oompa-Loompas reunió a su pueblo y todos —hombres, mujeres, niños y ancianos— decidieron por unanimidad aceptar la oferta de Mr. Wonka.

Hasta aquí, la acción del inventor y empresario parece de lo más filantrópica y bienintencionada. Sin embargo, ya desde el principio vemos ciertos gestos que no nos terminan de cuadrar con esta imagen. Para empezar, los Oompa-Loompas fueron transportados a la Fábrica Wonka en grandes cajas de madera con agujeros; es decir, fueron empaquetados como mercancía —digamos, ¿animales?—, sufriendo un viaje sin luz, sin apenas ventilación y sin posibilidad de salir a estirar las piernas. Personalmente, el asunto me recuerda a la trata de blancas.

Sigamos. Una vez llegan a la fábrica, y puesto que nadie de la ciudad ve entrar o salir trabajadores —«That is one of the great mysteries of the chocolate-making world. We know only one thing about them. They are very small. The faint shadows that sometimes appear behind the windows, especially late at night when the lights are on, are those of tiny people.»—, supondremos que los Oompa-Loompas viven allí, completamente aislados del mundo exterior. Hablamos de una tribu entera, del total de una población encerrada en los sótanos de una fábrica —por muy fantástica que sea—. Recordemos que el objetivo de Mr. Wonka es evitar el espionaje corporativo pero, ¿hasta qué punto podemos considerar ético el aislamiento de toda esta gente para mantener a salvo sus secretos? ¿Es lícita la alienación a la que expone a sus trabajadores? ¿Eran ellos conscientes de las cláusulas del contrato cuando dejaron Oompa-Loompalandia, o estamos ante el mismo tipo engaño que los esclavistas coloniales utilizaban con las tribus africanas? Los Oompa-Loompas aparecen descritos como una sociedad casi primitiva, que vive en selvas y se viste con hojas de árboles. ¿No es la acción de Mr. Wonka la propia del occidental para con este tipo de pueblos? ¿Es denunciable esta situación desde el punto de vista de los derechos humanos, o acaso los Oompa-Loompas no entran dentro de las consideraciones de esta carta?

Dejemos a un lado cuestiones de salario: Mr. Wonka prometió comida y alojamiento, y eso les da. Toda una ciudad de Oompa-Loompas —con niños jugando y todo— se esconde en el corazón de la fábrica (capítulo 25); cacao y mantequilla de whisky y ginebra a piacere (capítulo 23). Aparentemente, el trato es justo, puesto que, si no salen a la ciudad, ¿para qué van a necesitar un salario monetario? Con el pago en especie es más que suficiente. Por lo menos, con tanta canción —una por niño desaparecido, a destacar la del último, crítica de la televisión y defensa de la lectura—, parece que los trabajadores están felices.

Sin embargo, no debemos perder de vista el rasgo más importante del propietario de la fábrica: antes que empresario, antes que director, Mr. Willy Wonka es inventor. Inventor de dulces, pero inventor. Y, como todos los inventores, necesita probar sus productos antes de lanzarlos al mercado. ¿Con quién? Adivinen, damas y caballeros.

A lo largo de la novela, encontramos tres referencias del uso de los Oompa-Loompas como conejillos de indias. En el capítulo 19, se habla de un nuevo toffee que hace crecer el pelo a los niños calvos —idea discutida por algunos visitantes por absurda—, pero que todavía no está terminado ya que en las pruebas, el Oompa-Loompa catador se ha convertido en una especie de primo Eso —el de La familia Addams— al que le crece el pelo más rápido de lo que es posible cortárselo. En el capítulo 21, cuando la niña de los chicles se convierte en un arándano gigante, Mr. Wonka explica que lo mismo ha pasado cuando ha probado el chicle alimenticio con los Oompa-Loompas, y que la única manera de devolverles a su forma natural es exprimiéndoles —lo de devolverles el color normal no se había conseguido—. En el capítulo 22, el inventor advierte del peligro de las bebidas gaseosas que hacen volar, y de cómo cometió el error de probarlo en el exterior, perdiendo a un Oompa-Loompa como se pierde un globo en el cielo.

Pensemos ahora en estos pobres Oompa-Loompas a los que se le ha desgraciado la vida; pensemos en su familia y sus hijos; pensemos en la situación de alienamiento en la que se encuentran. Pensemos en Mr. Wonka y en su fantástica fábrica, en sus fabulosos dulces, en sus inventos imposibles. ¿Magia? En absoluto: investigación. Investigación y ensayo; prueba y error. Y, para ello, ¿qué mejor que los Oompa-Loompas? ¿Qué mejor que unos especímenes total y absolutamente desconocidos por el resto de la humanidad, sobre cuyos derechos y situación de explotación no se va a presentar ninguna polémica? ¿Qué mejor que toda una tribu con familias enteras que se reproducen sin ningún problema, proporcionando más sujetos de prueba de forma natural? Esa ciudad instalada en el sótano de su propia fábrica, ¿no les recuerda a esas habitaciones llenas de jaulas para animales de laboratorio que aparecen en las películas? Si dicen que no hay mejor laboratorio que la cocina, ¿no es acaso Mr. Willy Wonka un científico loco, un megalómano sin escrúpulos sólo preocupado de monopolizar el mercado de los dulces, de llevarse el la fama de creador de caramelos imposibles, sin importarle el daño que ello pueda provocar? No en vano, reiteradamente hace oídos sordos a los reproches y críticas de sus inventos por parte de sus visitantes, insistiendo siempre en que no se le interrumpa en las explicaciones de sus productos. ¿No es acaso éste uno de los rasgos propios del científico loco, explayarse hablando de sus inventos y quitarse de enmedio a sus críticos? ¿Os habéis fijado con qué cinismo y tranquilidad se deshace de los cuatro niños pedorros y relata a sus padres los peligros que les acechan en las oscuras profundidades de ese laberinto?

Podríamos decir que Mr. Willy Wonka es un lobo con piel de cordero; podríamos decir que es la bruja de Hansel y Grettel, que es el Doctor Moreau. ¿Y los Oompa-Loompas? Los pobres Oompa-Loompas son las víctimas de este megalómano: son sus esclavos, sus conejillos de indias. Mr. Wonka se aprovechó de su inocencia y les engatusó —de los tres predadores de Oompa-Loompalandia, el único con un parecido razonable en el diccionario es hornswogglers: aunque no aparece como tal, el verbo hornswoggle quiere decir engatusar, embaucar—; engañó a este pueblo primitivo, inocente, prometiéndole cubrir sus necesidades más básicas, pero ¿a cambio de qué? A cambio de su propia vida, de disponer de ellos a su antojo.

Ahora, damas y caballeros, la pregunta, la gran pregunta, es la siguiente: ¿fue consciente el autor de la lectura que se podía sacar de la situación de los Oompa-Loompa? ¿Es ésta un error de cálculo o sabía perfectamente que un lector adulto podría interpretarla de esta manera? ¿Es parte de su ironía característica, de esa crítica social ácida y mordaz que presenta en su obra para adultos? ¿Mr. Willy Wonka fue concebido como un personaje positivo, como ese mago que hace las delicias de niños y mayores, o bajo tanto color, tanta maravilla, Dahl escondió lo que hemos deducido aquí? Eso, queridos lectores, es el gran misterio, la gran pregunta de la que nunca tendremos respuesta.

lunes, 2 de abril de 2012

Lo bueno, si breve...

Se coge una coctelera y se mete: cuarto y mitad de científico loco contra superhéroe capullo (el prota recibe los palos); un tercio de triángulo amoroso (él por ella y ella por otro); un chorrito de parodia; dos cucharadas de musical. Se agita bien y se sirve en tres actos.

Ahora, los artistas: unos creadores tan pirados y geniales como los Whedon Bros. (Firefly, Dollhouse); un reparto masculino con uno de los mejores casanovas de las sit-com de moda —we love Barney Stinson— y, como antagonista, una voz que no tiene precio —“There are two kind of folks who sit around thinking about how to kill people: psychopaths and mystery writers. I am the kind that pays better. Who am I?”—. Siento decir que al reparto femenino no le he visto trabajar.

La historia, ya supondrán, no tiene demasiada miga. Recomiendo, incluso, empezar por disfrutarla deconstruída: de la pequeña joyita que supone el monólogo inicial —presentación del personaje y del conflicto—, salten a la última canción (a tener en cuenta la disonancia letra/música). En cuanto al desarrollo,  en media hora tampoco puede complicarse mucho el asunto. A destacar cómo, según avanza la acción, la música se adueña de la narración, desapareciendo casi por completo el diálogo. Una música, por cierto, que, pese a su sencillez, no tiene nada que envidiar a otros musicales: el piano en Slipping es impresionante, y oír a según qué actor cantar... ais... (Que me den un abanico, que me mareo).

Sin duda, el elemento más llamativo es el agridulce, el contraste: un malo simpático y un bueno intragable; la combinación científico loco/chico tímido (My freeze ray); la oposición música/imagen…. Los juegos musicales son una gloria: combinación de temas con letras completamente opuestas que cuadran divinamente (My eyes), letras triunfales con música triste y viceversa (Everyone’s a hero, Everything you ever)...

En fin: poco más se puede decir de esta pequeña joyita que les dejo ahí abajo —mis agradecimientos a Youtube— y de cuyos avatares de rodaje —curiosos, cuanto menos— pueden enterarse vía Wikipedia. Por mi parte, sólo decirles que si les gusta la música, la risa y las brujas buenas y los príncipes malos, no dejen de ver Dr. Horrible’s Sing-Along Blog.

Act I

Act II

Act III