Dice Nietzsche, bebiendo de Schopenhauer, que Dios ha
muerto, que la ciencia lo ha matado. No entendamos, sin embargo, la palabra
dios en sentido cristiano, sino como representante de una serie de valores aceptados
y compartidos por una comunidad y, por tanto, absolutos: la Ilustración, con su
afán de conocimiento científico, ha desmentido los mitos —relatos cuyo rasgo fundamental
es explicar, por medio de la alegoría y la personificación, los fenómenos del
mundo—, y con ello ha socavado las bases
de creencia común necesarias a una cultura para definirse como tal. Dicho de
otra manera: los valores culturales se fundan sobre una serie de relatos que,
por ser conocidos y compartidos por todos los individuos de la comunidad, les
permiten la identificación con ésta; al destruirlos la ciencia, destruye
también la posibilidad de identificación y, por tanto, ese rasgo de comunidad
—de unión— que enlaza con la idea de absoluto, llevándonos hacia el relativismo
y el individualismo.
De aquí derivará toda la idea del superhombre, lo que nos da una explicación de la supervivencia existencial pero ningún tipo de consuelo en esta maldición de holandés errante. Nietzsche, entonces postula como solución un retorno al mito a través del arte. Y lo
hace, nada más y nada menos, que retrotrayéndose al origen de la tragedia.
Si recordamos la evolución del género teatral, vemos que, en
todas las culturas, éste tiene un origen religioso: en la tragedia clásica
fueron los misterios báquicos; en la occidental, los misterios cristianos. Un misterio
no es sino la representación escenificada del nacimiento y muerte de un dios,
con el fin de hacerlo visible y comprensible a una comunidad. Una escenificación
que requiere de un público, es decir, de un grupo de personas que reciben, a la
misma vez y de la misma manera, el mensaje. Este rasgo, frente a la lectura
individual de un relato con el mismo contenido, es lo que marca el carácter
comunitario en el fenómeno teatral, razón por la cual Nietzsche defiende el
misterio como forma de comunicación más fuerte y efectiva del mito y los
valores comunes que en él se representan y, por tanto, como fundamento de la
cultura. La tragedia, por su parte, no es sino el siguiente paso de la
evolución: pese al mismo carácter comunitario, ésta presenta una estilización
artística, un objetivo añadido de belleza. Aun así, el elemento común tiene un
representante claro —y ahí está la clave para Nietzsche— de la comunidad, y ése
representante es el coro.
El coro de la tragedia griega es lo que comúnmente se ha
considerado como la voz del pueblo: ese pueblo testigo de la vida y obras de
los dioses y héroes; ese pueblo sentado en las gradas viendo la representación
teatral. Personificar al espectador dentro de la obra conlleva el reforzamiento
de dos efectos: primero, de la identificación, de la participación del espectador
de la obra al convertirlo en testigo directo —interno— del conflicto y, por
ello, acentuar el efecto de comunión a través de la participación pseudo-activa;
segundo, un mayor control de la interiorización de los valores, pues el diálogo
del coro sirve como guía de interpretación, haciendo explícito el modelo de
comportamiento a seguir ante los conflictos expuestos. Es decir: la introducción
del receptor en el conflicto de valores representado por la obra —que por otra
parte tiene una moraleja, es decir una ideología, más que clara— supone una
comunión no sólo por el hecho de que el espectador se vea reflejado a sí mismo
dentro de un contexto cultural comunitario, sino porque, al suponer el coro una
voz con un texto preestablecido, la comprensión del mensaje no deja lugar a
libertad de interpretación, de manera que todos los espectadores entenderán el
mensaje exactamente de la misma manera, sin necesidad de un comentario —una
puesta en común de las interpretaciones individuales— a posteriori. (Si han visto ustedes ExistenZ, les remito a la insistencia, en repetidas escenas, sobre
el hecho de que los roles preestablecidos por el juego controlan a los
jugadores, anulando su posible libertad de acción individual y personal.)
Será este carácter del coro lo que más llame la atención a
Nietzsche. Este y el elemento musical: el coro de la tragedia griega no recita,
sino que canta. De ahí que, para el alemán, la música se postule como nueva
posibilidad de comunión tras la muerte del mito.
Dejando a un lado la falacia de que la música es un lenguaje
universal —ningún occidental entenderá la música oriental la primera vez que la
escuche, pues parten de sistemas armónicos diferentes, basados en convenciones
diferentes—, Nietzsche ve en la música ese mismo efecto de comunión, precisamente,
por el carácter directo de la interpretación musical: como el teatro, la música
requiere de un público que recibe el mensaje a la misma vez y bajo las mismas
condiciones. Si bien el hecho de que no sea un mensaje verbal puede dar lugar a
dudas en cuanto a su interpretación —la música no tiene un significado
conceptual, sino emotivo—, no podemos olvidar que está perfectamente
comprobado que un mismo elemento musical —sea rítmico o armónico— produce un
mismo efecto en todos los oyentes: desde la teoría de los afectos de Guido d’Arezzo
a los más recientes estudios psicológicos, se ha demostrado claramente que el
efecto acústico de ciertas combinaciones musicales va a ser percibido con el
mismo significado por todos los oyentes. La música, por tanto, es equiparable al coro
de la tragedia griega tanto en cuanto todos los espectadores/oyentes asistentes
a la interpretación van a recibir exactamente el mismo mensaje y van a
interpretarlo de la misma manera, produciéndose así un efecto de comunión
entre todos los individuos. De esta manera, la música adquiere un cariz sagrado
máximo como expresión de ese conjunto de valores absolutos, necesarios para la
supervivencia de una cultura y que, una vez caído mito, Nietzsche busca en el
arte.
Ahora bien, El
nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música se publica en 1872. En
1860 se había realizado la primera grabación sonora —diez segundos casi
irreconocibles de Au clair de lune,
canción popular francesa—, pero no fue hasta 1887 cuando, con el fonógrafo, empezó
popularizarse la reproducción musical artificial.
Resulta irónico cómo, una vez más, la ciencia —esta vez de
la mano de la tecnología— mata a Dios: si el poder de regeneración mítica que
Nietzsche veía en la música venía, precisamente, de la necesaria interpretación
musical ante un público, es decir, ante un grupo de personas que escuchando lo
mismo llegan a esa comunión, la reproducción artifical quebranta por completo
sus esperanzas. Si bien es cierto que, en un primer momento, la escucha de los
aparatos de recproducción musical era también grupal —la gente se reunía para
escuchar música o la radio en casa de los pocos elegidos que podían permitirse
los aparatos—, manteniendo de alguna manera esa comunión postulada, el avance
tecnológico nos ha ido llevando, poco a poco, hacia una individualización cada
vez más agresiva del disfrute de la música.
Pensemos, por un momento, lo que supone una grabación
sonora: el registro de una interpretación concreta, su conservación, permite un
regreso a esta; el registro de varias interpretaciones, aunque sean de la misma
pieza —de la misma partitura—, permite una comparación y una elección en base a
los gustos particulares de cada uno. Como en el teatro, la interpretación
musical en vivo presenta la problemática de que nunca habrá dos iguales: aún
manteniendo al mismo intérprete —si éste cambia, las posibilidades se
multiplican, puesto que no hay dos músicos que sientan igual la partitura—, un
cambio de temperatura o de humedad de un día a otro que altere la emisión de
las ondas de sonido; un cambio del estado físico o anímico del músico; una
duda o una milésima de segundo de retraso en una nota…; cualquier elemento
puede alterarse entre una interpretación u otra, dando lugar a un resultado
diferente. Obviamente, la memoria humana no es capaz de registrar estas
diferencias mínimas entre una y otra vez y, en conjunto, la percepción de las
distintas interpretaciones será prácticamente igual. Sin embargo, una
grabación sí pone de manifiesto estas diferencias: una grabación supone un
registro exacto de todos y cada uno de los elementos y fenómenos que han tenido
lugar en cada una de las diferentes interpretaciones; con una grabación, la
múltiples posibilidades son conservadas en el tiempo, dando lugar a todo un
juego de versiones diferentes entre las que el oyente puede elegir. Una grabación
permite variedad y multiplicación, y esto quiere decir que, si uno escoge una
versión y otro escoge otra, ya no hay la misma experiencia compartida; ya no
hay comunión.
Vayamos más lejos todavía: en 1930 empiezan a
comercializarse los auriculares; en los ochenta, los reproductores portátiles. Pensemos,
por un momento, en la gente que vemos por la calle o en el metro —e
incluyámonos a nosotros mismos—: cada uno, con sus auriculares, escuchando una
música diferente; cada uno, con sus auriculares, experimentando algo diferente;
cada uno, con sus auriculares, en un mundo diferente. Los auriculares han
pasado a constituir un método de aislamiento social, de separación del
individuo y la comunidad: no sólo nos encontramos ya ante un amplio abanico de
posibilidades de elección que rompe la unidad absoluta buscada por Nietzsche;
no sólo nos encontramos ante una reducción del grupo receptor de una u otra de
esas versiones —pensemos en los altavoces en una casa, un bar o, incluso, en el
hilo musical de unas oficinas, frente a la gran capacidad de espectadores de
los grandes teatros o auditorios, así como la diferente manera de escuchar
música en cada caso, como actividad principal o secundaria—; con los auriculares, la experiencia musical pasa a ser
completamente individual, pasa a utilizarse a modo de barrera ante el mundo, de
barricada frente a la comunidad.
¿Dónde queda pues, la esperanza de Nietzsche hoy en día?
¿Dónde, esa experiencia colectiva, esa posibilidad de identificación cultural
que él elevaba hasta lo sagrado? ¿Dónde esa mística comunión de almas? En los
directos, por supuesto: en esos grandes espacios —llámese sala de conciertos, auditorio,
ópera, teatro o circo romano; campo de fútbol, plaza pública o, a la postre,
cualquier espacio de gran capacidad — en los que miles de personas se reúnen
para experimentar un mismo hecho musical, en un mismo momento, de la misma
manera. Frente a la experiencia privada e individual de la reproducción
artificial siempre queda esa maravilla de la música en vivo: personas que comen
y beben y sienten, unas interpretando, las otras escuchando, compartiendo ese
momento, ese aquí y ahora musical que nunca volverá a repetirse. La idea de
Nietzsche no ha muerto, señores, no del todo: el directo ya no es la única
forma de experiencia musical, pero aún sigue ahí; aún hay esperanza de comunicación, de comunidad.