Wendy, I ran away the day I was born. (…) It
was because I heard father and mother (…) talking about what I was to be when I
became a man.
Postula Aristóteles tres tipos de alma en el ser humano: la
primera, el alma vegetativa, es compartida con animales y plantas, y su mayor
preocupación es la supervivencia de la especie y el individuo —es decir,
reproducción, crecimiento y nutrición—; la segunda, el alma sensitiva, sólo es
compartida con los animales, siendo aquella que percibe el mundo a través de
los sentidos y, por tanto, en la que habitan esos apetitos físicamente
naturales que los cristianos considerarían pecados capitales —tales como la
gula, la lujuria, la pereza o la ira—; la tercera, el alma intelectiva, es
exclusiva de los humanos, ya que parte de una forma de pensamiento abstracto e
independiente de los sentidos que llamamos razón y que está relacionada con los
deseos superiores —el intelectual, el artístico, el científico—. De acuerdo a
esto, la psyché se entiende de dos maneras:
como principio de vida en los dos primeros casos —pues las actividades que de
ella derivan son las que diferencian a los seres vivos de la materia inerte—, y
como principio de racionalidad en el segundo, pues permite un conocimiento que
enlaza al humano con los dioses, diferenciándolo de los animales y plantas.
Pensemos ahora en Shakespeare. Como ya saben, todo autor
tiene ciertas obsesiones a las que podemos seguir la pista a lo largo de la
obra, ya que se repiten. Confío en que reconocerán esta situación: un joven
príncipe se ve obligado a sacrificarse personalmente para cumplir su papel
social. Les daré una pista: el hecho de que sea príncipe no es ninguna
tontería, puesto que el linaje, la sangre que corre por sus venas, constituye
el origen de su conflicto. Les daré otra: la edad del príncipe —la adolescencia
tardía— es clave, ya que el paso de ésta
a la vida adulta no es otra cosa que la asimilación del compromiso individual
con una serie de responsabilidades colectivas que se presentan como la letra
pequeña del enunciado «Cuando sea mayor…», introductorio, durante la infancia, de
toda clase de sueños y esperanzas respecto a cómo deseamos pasar el tiempo que
tenemos en este baile de máscaras que es la vida y que, llegado el momento de
realización factual, no es ni por asomo parecido a lo que habíamos imaginado.
(Yo quería ser pirata y aquí me ven: en una ciudad sin mar.)
Tenemos, pues, a nuestro príncipe H**, todavía en ese feliz
momento en el que el futuro es una proyección imaginativa positiva,
condicionada por un presente igualmente positivo de libertad absoluta de
acción: esto quiero, esto hago/consigo/tengo. Ninguna responsabilidad que
condicione el estilo de vida; ningún deber que jerarquice su tiempo y la
dedicación de éste al deseo hacia el que su alma se sienta más inclinado.
Obviamente, cuando hablamos de una tragedia, necesitamos un
conflicto que altere esta situación inicial y, como ya se ha dicho, en este
caso viene impuesto por la sangre real: nuestro niño se ve sometido a un
vínculo familiar ineludible, una figura paterna cuya autoridad es subrayada por
el hecho de ser rey. Es decir: la aparente libertad individual de H** encuentra su límite en un padre al que debe obediencia no sólo en base al quinto
mandamiento, sino también en calidad social de súbdito; un padre que, además de
autoridad paterna, presenta una dimensión social propia del mundo adulto, regido
éste por las responsabilidades a las que H** aún no ha tenido que hacer frente
en su estado adolescente. El conflicto se origina pues a raíz de una orden
proveniente de esta figura de autoridad y contraria a las inclinaciones del alma de H**: si
bien cabe una posibilidad de desobediencia social, una rebelión contra el poder
establecido en base a que éste es fruto de un pacto común respetado por
voluntad propia, el lazo de sangre y el deber filial imponen una obligación
que, precisamente por ese vínculo natural predeterminado por la sangre, H** no
puede evitar. En tanto hijo, el príncipe debe un respeto tal al rey que se
encuentra moralmente obligado a la obediencia; una obediencia que, de hecho, se plantea
como la primera gran responsabilidad adulta a la que el niño debe hacer frente,
es decir, como representante del primer sacrificio de las propias inclinaciones
de H** ante una voluntad ajena. Dicho de otra manera: el deber social de H** —la orden real— se impone sobre su querer individual —las inclinaciones de
su alma— por medio de un vínculo del que no tiene poder para evadirse —el lazo sanguíneo—, constituyéndose dicho
deber como su primera prueba en el camino hacia la madurez.
Ahora bien, lo que nos interesa ahora no es tanto esa
tragedia de madurez de H** sino, precisamente, esas inclinaciones del alma que
debe sacrificar. Y es aquí donde la obsesión de Shakespeare se pone
interesante: si es cierto que el conflicto es el mismo, en su obra
encontraremos, siguiendo la clasificación de Aristóteles, un H** intelectivo, decantado
por los deseos superiores, y un H** sensitivo, decantado por los deseos
inferiores. O, lo que es lo mismo, un Hamlet y un Hal.
Tengamos, primero, en cuenta la antítesis estructural que
ambas obras plantean en cuanto al planteamiento del conflicto, es decir, del deber ineludible: en el primer caso, éste
se presenta de forma concreta al principio de la obra por medio de ese maravilloso
fantasma escatológico que clama venganza de mano de su hijo, desarrollándose la
problemática en torno al retraso de la acometida de la acción; en el segundo,
sin embargo, ésta se presenta en forma de amenaza latente que sólo se concreta
al final de la obra, tras la muerte de Hotspur —«O, Harry, thou hast robb'd me of my youth!», que exclamará Hal—. De hecho, esta
antítesis viene condicionada, precisamente, por las inclinaciones de los dos
protagonistas: en Hamlet encontramos un filósofo humanista, es decir, un alma
intelectiva inclinada al ejercicio de la razón y defensora de un modelo de
comportamiento contrario al de la corte escandinava a la que vuelve y, por
tanto, a su padre y a la idea del uso de la violencia como solución efectiva de
conflictos sociales y de poder. Hal, sin embargo, es un alma sensitiva, amante
de los placeres del cuerpo, que toman forma en el admirable Falstaff: «That trunk of humours, that bolting-hutch of beastliness, that swollen
parcel of dropsies, that huge bombard of sack, that stuffed cloak-bag of guts,
that roasted Manningtree ox with pudding in his belly, that reverend vice, that
grey Iniquity, that father ruffian, that vanity in years?».
Falstaff es gordo y viejo —como Santa Clavos—; peca de gula
y lujuria; es mentiroso y ladrón. O no: Fastaff es un bon vivant, un amante de la vida, defensor del Carpe Diem. ¿Viejo? Sí, y resabiado, de vuelta de todo: de las
traiciones, de las decepciones, de las esperanzas frustradas. ¿Gordo? Por
supuesto, como amante de los placeres de la comida y el vino, de la fiesta y el
baile. ¿Mentiroso? Claro, como todos: como el rey y el arzobispo, con sus
mafias políticas y sus guerras de poder; como el príncipe Hal, dividido entre el querer y el deber, entre
el hoy y el mañana; como cualquiera en la mascarada. Falstaff es la alegría de
vivir personificada, las ganas de disfrutar encarnadas: si más sabe el Diablo
por viejo que por diablo, la vejez de Falstaff no es sino conciencia del paso
del tiempo y la brevedad de la vida; su gordura, la filosofía epicúrea del
desengaño, del «no hay más fe que la piel/ni más ley que la ley del deseo»,
como diría Sabina.
Falstaff es el deseo de Hal, la encarnación de su alma sensitiva:
una representación física de unos deseos físicos. Hamlet, por su parte, no
necesita compañero: su inclinación intelectual, el carácter abstracto y
racional de ésta, lo aíslan en el ámbito individual del pensamiento; una
soledad que lo enfrenta a la corte en la que vive. Más aún, frente al
Falstaff vital y físico, a Hamlet se le aparece un fantasma, es decir, el
espectro de un muerto: una presencia exclusivamente visual, no corpórea, marcada tradicionalmente por la carencia de una resolución total en el mundo de los vivos
y que vuelve a éste para recordar a éstos aquello que aún queda por terminar.
Así, la oposición del principio de vida aristotélico entre ambos príncipes se
ve subrayada por medio de sus respectivos acompañantes: si el viejo gordo aparece
como encarnación de la plenitud vitual, postulándose como alegoría de los
deseos y placeres carnales, el fantasman paterno viene a representar
visualmente la duda existencial de una mente intelectual y el sentimiento de
culpa ante la propia irresolución a la hora de acometer un deber. Hamlet, pues, al conocer la traición y enfrentarse a la
restauración de la justicia que debe llevar a cabo, intenta evitar la acción violenta de la venganza,
solución contraria a sus principios humanistas pero necesaria en una sociedad
medieval en la que la acción intelectual y artística —la obra teatral representada
ante el asesino—, símbolo de otra forma de resolución de los conflictos más
acorde con sus propias ideas, fracasa estrepitosamente. La figura fantasmal refleja,
pues, ese alma intelectiva y abstracta, distanciada del nivel físico y
sensitivo en el que Hamlet se encuentra; un contexto en el que la acción
discursiva y artística aún no tienen la misma fuerza que la acción real de la
venganza. El conflicto, pues, viene de un querer
intelectual ante un deber tan físico
como es la muerte del asesino de su padre: la intimidad e individualidad de la
inclinación de Hamlet, en tanto actividad abstracta e incorpórea, regida por el
logos, choca pues con la imposición de una acción material situada en el nivel
sensitivo de su existencia, cuyo mayor representante es el derramamiento de
sangre, y que vincula factualmente al
príncipe con la sociedad que le rodea. Una sociedad, ésta, que situaría al príncipe en el mundo adulto
al que aún no ha accedido, y en cuyo seno habría caído directamente
de haber cumplido bien su deber
activo —la venganza—, pues habría accedido al trono, convirtiéndose en rey.
Por su parte, el conflicto de Hal es, precisamente el
contrario: su inclinación por los placeres físicos, por ciertas acciones sensitivas
excesivas, alejan al príncipe de la acción reflexiva propia a un alma
intelectiva y necesaria para el buen gobierno de un rey. Falstaff, encarnación
de estos excesos corporales, es espontaneidad y exceso; es cobardía y
bellaquería; es confusión y volubilidad, egoísmo y astucia. Cuando Hal madura y
ocupa el trono, se le exige justo lo contrario: sabiduría y mesura, valentía y
nobleza, decisión y firmeza, justicia y
bondad. La corona —el deber— de Hal
le exige una vida en la que Falstaff no tiene cabida; una vida regida por el
alma intelectiva en todo momento, pues las responsabilidades a las que tiene
que hacer frente son muchas y muy serias. Ser rey requiere una dedicación total
de la persona: en tiempo, puesto que la solución de los problemas de gobierno necesita
una reflexión y un cálculo de posibilidades y consecuencias muy complejo (aquí en España eso todavía está por descubrir); en cuerpo,
puesto que la figura de rey, en tanto representación física del reino y su
gobierno, no puede permitirse según qué libertades que dañen su imagen (sin comentarios al respecto); en alma
porque, independientemente de la profesión de uno, si todo su tiempo está dedicado
a su trabajo y su cuerpo controlado por él, no tiene posibilidad alguna de desligamiento
o pausa, resultando de ello una cuasi-desaparición de la persona individual en favor
de la figura social (aquí eso se lleva divinamente: la figura social sirve para esconder los tejemanejes personales al público).
Vemos, pues, cómo para ambos príncipes, el proceso de
madurez —el sometimiento al deber— supone un sacrificio personal: Hamlet, alma
intelectiva, debe abandonar la individualidad pasiva del pensamiento, actividad
interna, para realizar una acción no sólo física, sino también violenta; Hal,
alma sensitiva, modera sus excesos, anteponiendo, a la alegría de vivir y las
acciones que la facilitan, una actividad reflexiva e intelectual. Cada uno de
ellos sacrifica su querer particular
—la actividad intelectual uno, el placer sensual el otro— por obedecer a ese deber social que supone su acceso al
mundo adulto; un sacrificio, éste, del que ninguno de los dos saldrá idemne: si
Hamlet, amante de lo abstracto, muere físicamente, Hal lo harce simbólicamente
al desterrar al Falstaff.
La muerte de Fasltaff —la real, no la fingida— es pues la
muerte del príncipe Hal: en tanto encarnación de los deseos de éste, Falstaff
es dependiente de él. Al desterrarlo, Hal rechaza su alma sensitiva, el impulso
vital que le ha movido a lo largo de la adolescencia —de la obra—, desligándose
de ese reflejo de sí mismo, de sus deseos inferiores. Ser de taberna sin cabida
en la corte, alma sensitiva ajena a las reflexiones del gobernante intelectivo, Falstaff,
como alegoría de los placeres y proyección de los deseos inferiores de Hal, pierde
así su punto de referencia y muere por necesidad, pero esta muerte física no es
más que el reflejo de la muerte simbólica de Hal: en tanto el deber de ser rey se plantea como
conflicto, el personaje no puede morir físicamente, pero su alter-ego
sensitivo, la encarnación de su querer,
sí. De esta manera, la muerte de Falstaff presenta sobre escena la desaparición
del individuo Hal bajo la figura social de Henry V; una muerte explícita para el
espectador por el abandono de la escena que hace el rey tras la orden de destierro,
dejando agonizante a encarnación de la parte de sí mismo que el deber le ha obligado a abandonar.
Muerte real de Hamlet y Falstaff, muerte simbólica de Hal y el
fantasma. Si más arriba hablábamos de estructuras inversas de las obras,
también las relaciones lo son: dos protagonistas con inclinaciones contrarias —los
placeres sensibles Hal, el saber intelectual Hamlet— acompañados por dos
sombras de sí mismos —la una de vitalidad y plenitud, la otra de estatismo e
intangibilidad—. Si el conflicto de Hamlet se inicia con la orden concreta de
un fantasma paterno y le persigue durante toda la obra, el de Hal aparece
sugerido como un destino amenazante, también paterno, que sólo se concreta al final, teniendo
como consecuencia la muerte de Falstaff. Una antítesis que, sin embargo, gira
en torno a la dicotomía querer/deber, a una obligación inevitable de
sacrificio personal por una necesidad social condicionada por una imposición incuestionable;
a un sometimiento de la libertad individual a la colectividad como resultado
del proceso de madurez y la entrada en el mundo adulto. La inevitabilidad del
lazo sanguíneo se iguala pues a la del desarrollo humano y social: no hay poder contrario a esas imposiciones; no
hay libertad de elección ante las leyes físicas de la vida.
Postula Aristóteles dos maneras de entender el concepto de
alma: una, el principio de vida, ligado al placer sensitivo; la otra, el
principio de racionalidad, ligado al placer intelectual. Postula, también, que
«la virtud está en el punto medio entre dos extremos viciosos». Podríamos decir
que es la carencia del punto medio lo que lleva a nuestros príncipes a sus
trágicos finales: la muerte de Hamlet viene por la falta absoluta de actividad
sensitiva, por mantenerse en el extremo intelectual hasta el punto de no saber
interactuar con el mundo físico y social que le rodea; la de Falstaff representa
para Hal el salto de un extremo a otro de la escala, manteniéndose aún en los
puntos viciosos. Visto así, Shakespeare parece defender el principio sensitivo
en base a la capacidad de acción, aunque la elegida no sea la mejor: la muerte de Hamlet, causada por
la inactividad, es completa, cerrando así el ciclo del fantasma; el cambio de
Hal, muerte parcial, permite todavía una corrección a posteriori, una segunda oportunidad para encontrar el punto medio
necesario. Vida y acción aparecen pues íntimamente ligados: el ser humano
siempre tendrá un deber que cumplir,
pero también tendrá un poder para
actuar y un querer que alcanzar. La cuestión
es el encontrar el equilibrio, el punto medio entre deber y querer: si el primero puede parecer ineludible, el segundo tiene la capacidad, no de anularlo, pero sí de cambiarlo. Al fin y al cabo, dicen que querer es poder.
qué difícil. a mí se me cae de las manos ya la epístola moral a fabio, y la tan barroca aceptación de la derrota de los anhelos, y no creo ni en el punto medio ni en equilibrio alguno entre el querer y el deber, y no soy partidario de acortar y ceñir el deseo, y sí, en cambio, de esperar obstinada y locamente. pero yo no sé vivir.
ResponderEliminarYa, si estoy contigo. Pero si no encontramos happy-ending ni siquiera en la ficción, vaya tela de existencia nos espera :S
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