miércoles, 28 de marzo de 2012

De la mise en abîme




La mise en abîme es una técnica narrativa muy utilizada en el Barroco y el Romantiscismo, un juego de espejos, de perspectiva, que consiste en la multiplicación de niveles narrativos como en las muñecas rusas. El teatro dentro del teatro, la novela dentro de la novela, el cine dentro del cine: con la mise en abîme, la realidad se presenta como receptora de una ficción que a su vez se propone como realidad de una ficción interior, y nosotros somos espectadores de las peripecias de unos personajes que, a su vez, son espectadores de las de otros personajes. En la segunda parte del Quijote, los lectores de la primera parte son a su vez personajes de la segunda, y nosotros somos lectores de ambas; al final de El sueño de una noche de verano, vemos sobre el escenario a los cuatro jóvenes enamorados y a los reyes asistiendo a la representación de los desgraciados amores de Píramo y Tisbe, siendo nosotros espectadores de ambas obras; en Cantando bajo la lluvia, en la escena de la première de El caballero duelista, vemos de nuevo a personajes de película viendo una película.

La primera mise en abîme que se conoce es la de Las mil y una noches, libro en el que Sherezade cuenta una historia que queda interrumpida por un personaje que cuenta otra historia, multiplicando los niveles narrativos hasta el infinito; en la cultura occidental, sin embargo, normalmente se juega con dos o tres niveles. En cualquier caso, lo que esta técnica permite es introducir, en el primer nivel —ése del que sólo nosotros somos espectadores— reflexiones técnicas sobre el formato en el que se nos presenta este juego de perspectivas: Cervantes dosifica o valora su información en función de los narradores ficticios, permitiéndose incluso autocríticas o la introducción de teoría sobre la novela; Shakespeare hace lo mismo en cuanto a técnicas de interpretación o de estructura del texto teatral. En la película de Gene Kelly, remito a la preparación del escenario para You are my lucky star —que los hombres en general deberían tomar como ejemplo a imitar—.

Sin embargo, también existen excepciones a esta regla de desvelar los secretos del artista: en el último número de The Sandman, encontramos a Lord Morpheus, señor de los sueños, dador de forma, como responsable de la imaginación literaria del mismísimo Shakespeare —escritor y, por tanto, también dador de forma—, y la exigencia de cumplir su parte del trato escribiendo La tempestad, protagonizada por un mago. La mise en abîme aquí se propone entre un mago de la imaginación, un mago de las palabras y un mago de la magia, y todo eso, teniendo en cuenta que The Sandman tiene a su vez un autor literario detrás. Lo que Sueño pide, a su vez, no es ninguna broma: él, creador de sueños, pide al creador de cuentos que le escriba su propia historia pero con final feliz. Próspero el mago sería así el propio Sandman, pero con una posibilidad de salvación que el rey Sueño no tiene —explicarlo ahora llevaría demasiado tiempo—; Shakespeare, en tanto creador de Próspero, y Gaiman, en tanto creador de The Sandman, quedarían igualmente emparejados.



Dejando a un lado la posible crítica de soberbia del único elemento real de los cuatro que barajamos, lo que interesa aquí es el paralelismo que se establece entre los dos personajes puramente mágicos y entre los dos escritores —uno de ellos ficcionalizado para la ocasión, pero con documentación biográfica fidedigna— encargados de dar forma a sendos cuentos de hadas. En ningún momento hablamos de técnicas de construcción ficcional, sino del simple hecho de una construcción similar a las de las fugas a cuatro voces del señor Bach: dos niveles de realidad —Gaiman, Shakespeare— que, a su vez, se corresponden con dos niveles ficcionales —Sandman, Próspero—, unidos por la coincidencia de Sueño y Shakespeare en un mismo nivel de ficción. Dicho de otra forma: en el nivel 0 tenemos al autor de carne y hueso, Neil Gaiman; en el nivel 1, tenemos a su creación, el rey del sueño, y a William Shakespeare; en el nivel 2, tenemos la creación de este último, es decir, Próspero. A su vez, Shakespeare es la ficcionalización de un personaje que originariamente pertenece al nivel 0, lo que conlleva que Próspero pertenezca al nivel 1, de manera que el paralelismo antedicho entre autores y personajes no es tan imposible como parece. Digamos que, a la postre, lo que se ha producido es un desplazamiento de la pareja Shakespeare/Próspero hacia el siguiente nivel ficcional, cambiando su relación con respecto a la pareja Gaiman/Sandman, pero no la relación Shakespeare/Próspero: aunque sea dentro de una ficción, Shakespeare sigue siendo el creador del mago.

Ahora, este desplazamiento es lo que se presenta como mise en abîme, y es lo que permite, a su vez, identificar a Sandman con Próspero y a Gaiman con Shakespeare . Dejando al margen las opiniones al respecto del ramalazo grandilocuente de Gaiman —no hay nadie perfecto—, lo que está muy claro es que tanto él como el gran Will son creadores de ficciones, creadores de cuentos; cuentos, a su vez, inspirados por algo llamado imaginación y que, de toda la vida, ha estado vinculado a cosas tales como los sueños y la magia, y que ha sido personalizada bajo figuras alegóricas de todas las formas y tamaños. En este caso, esas formas son Sandman y Próspero: uno, el rey de los sueños, el que inspira a los poetas; el otro, un mago. Sandman, llamado de mil maneras a lo largo y ancho de la existencia humana, se desdobla así en tres niveles diferentes: por un lado, la imaginación real de los autores reales, tanto el de cómic como el de teatro; por otro, como el personaje de ese cómic e inspiración del autor real ficcionalizado; por último, como el producto ficcional de ese mismo autor ficcionalizado. Lo irónico, a todo esto, es que a lo largo del cómic se repite, no pocas veces, el apelativo antes citado, «dador de forma», cuando realmente quien da la forma al sueño no es el propio Sueño, sino el poeta: Sandman es Sandman por que su autor ha escogido una de las múltiples opciones de representación del sueño, dándole una forma —y una imagen— concreta a un concepto abstracto; y, a su vez, el propio rey Sueño necesita de un autor que le dé forma a su propia historia. Una historia, todo hay que decirlo, que de hecho ya tiene un autor, ya ha sido contada en el nivel real por Gaiman, que se introduce así en la ficción bajo la figura Shakespeare: si el isabelino crea a Próspero como reflejo de Morfeo, pero Gaiman ya ha creado directamente a éste, el Shakespeare ficcional tiene una doble carga representativa, la de sí mismo como autor real y la del autor de The Sandman.

De esta manera, se hayan enterado o no de algo —una es consciente de la complejidad del asunto—, estos líos de relaciones de paralelismo e identificación entre los personajes de los diferentes niveles narrativos son, precisamente, el tipo de juegos reflexivos que permite una estructura como la mise en abîme: la multiplicación de niveles no sirve a otro fin que a los juegos de espejos entre unos y otros, permitiendo una serie de reflexiones, en su mayor parte, relacionadas con la creación o producción de las ficciones. Así, en este último número de The Sandman, encontramos toda una disquisición sobre la génesis artística —especialmente poética—, que remite a ciertas ideas románticas sobre la inspiración divina del artista y sobre su papel como profeta de los mundos oníricos y fantásticos, pues se le postula como poseedor de un don especial, de una capacidad de acceso a estos mundos reservada a unos pocos elegidos; el poeta, por tanto, queda encargado de dar forma a estos mundos y de acercarlos al pobre y gris ciudadano de a pie para iluminar sus tristes vidas. Bajo este punto de vista, tanto Gaiman como el Shakespeare real —nivel 0—están tocados por la gracia —que presupondría un nivel -1—, y ésta, bajo la figura de Sueño —nivel 1—, es la que se le aparece al Shakespeare ficticio —nivel 1, también—, inspirándole la historia de él mismo para que se la cuente a los espectadores de La Tempestad —nivel 2—, que, a su vez, somos nosotros —nivel 0—, ya que no hay espectadores en la ficción de Gaiman —que, de hecho, estarían en el nivel 1—. Como ven, el juego de espejos puede ser multiplicado al infinito; lo que no quita que, a la postre, la idea siga siendo la de la apología del poeta, del contador de cuentos, como mensajero de ese mundo de sueños y fantasías, como impulsor de éstas en el gran público. En defensa de Gaiman, diremos que la idea no es nueva; ni mucho menos.

domingo, 25 de marzo de 2012

No dejes para mañana...




Dice Hume que el futuro no existe, que es pura ficción. Una ficción, ésta, que el ser humano ­—y sólo el ser humano— crea por inferencia a partir de las impresiones de la realidad presente, única fuente verdadera de conocimiento. Esto es: la única posibilidad de conocer el mundo es a través de las impresiones sensibles que nuestro cuerpo recibe y que nuestra mente convierte en ideas abstractas con las que crea, siguiendo un principio de verosimilitud, una serie de posibles consecuencias futuras. Algo así como los libros de “elige tu propia aventura”.

En cualquier caso, estas consecuencias se mueven siempre dentro del terreno de la posibilidad, no de la realidad: llegado ese tiempo futuro en el que nuestra mente había previsto una serie de hechos y acciones, tan sólo una de las posibilidades se convertirá en hecho, mientras que todas las otras que habíamos barajado seguirán siendo ficción; a su vez, este hecho provocará otra serie de posibilidades ficticias entre las que, de nuevo, sólo una será realidad. Y esto ocurre una y otra vez, presentándose como el principio de funcionamiento del ser humano y planteando una gravísima paradoja: dejamos de vivir nuestro presente en tanto presente real, única verdad propuesta por Hume, para convertirlo en mero momento de paso hacia esa ficción que puede, o no, convertirse en realidad. Es decir: desaprovechamos sistemáticamente esa única realidad tangible y verdadera en pro de una mera fantasía. Algo triste, ¿no?

Pongamos por caso que es el último día de nuestra existencia. Como siempre en estos casos, se nos pregunta que qué vamos a hacer con esos últimos momentos, dado que no tenemos que pensar en un futuro; esto es, se nos dice que, por una vez en nuestra vida, no actuemos siguiendo ese principio ficcional de los castillos en el aire, sino siguiendo, simple y llanamente, nuestro deseo. Si os fijáis, de alguna manera, todos y cada uno optamos por cosas que percibimos sensiblemente, y no intelectualmente; es decir, volvemos a ese punto de realidad defendido por Hume —aquí las mentes calenturientas siempre piensan en el sexo; personalmente, yo opto por los deportes suicidas, porque, total, si la voy a espichar en unas horas, ya qué más da esnucarse por ahí.

Ahora, pensemos en ese gran refrán que propone lo de “no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”. Realmente, el asunto está muy bien pensado desde el punto de vista de Hume. Lo malo es cómo se enfoca: normalmente, el acto ilocutivo —es decir, la intención de efecto del mensaje— se apoya en un sutil cambio verbal, sustituyendo implícitamente “poder” por “deber”. Esto, a su vez, nos lleva a un cambio radical de la idea del mensaje, dándole la vuelta a la tortilla cosa mala: el hacer hoy lo que debo y no lo que puedo supone posponer lo que quiero en favor de lo que debo, dejando lo que quiero para un mañana que, a la postre, es una ficción. Pongamos un ejemplo: tengo una tarde de domingo libre que puedo dedicar a hacer el vago o el moñas, o a ver una peli o leerme un libro que me apetezca, o que puedo dedicar a estudiar o a leer ese maldito tocho de 700 páginas que me amenaza desde encima de la mesa de trabajo. Si me tomo el refrán con la intención con la que se utiliza normalmente, estudiaré pensando que ya pedorreo mañana, pero si esta noche me cae una maceta en la perola y me mata, habré desperdiciado mi última tarde haciendo algo que no me gustaba por pensar en un mañana que al final no he tenido. Si, por el contrario, dedico mi tarde de domingo a hacer lo que me venga en gana, cuando me caiga la maceta no me importará tanto;  pero, dado que hay pocas probabilidades de que eso ocurra, si no me cae y me he dedicado toda la tarde a perrear por ahí, mañana llegaré a clase con los trabajos sin hacer y la puedo liar parda.

El problema, realmente, viene a que, según el funcionamiento de la mente y la vida humana, necesitamos absolutamente esa ficción prospectiva que llamamos futuro: nuestra vida es tan sumamente complicada, se interrelacionan tantos factores en ella, que necesitamos una estrategia vital que nos garantice que, si hay un mañana —cosa de lo más deseable—, éste sea como queremos que sea; digamos que, existencialmente, somos incapaces de dejar de construir esa ficción para pensar en el presente en tanto presente y vivirlo como ese último día sobre la faz de la tierra. En términos hindúes, diríamos que no nos es posible preocuparnos de nuestro kharma —los placeres— hasta que no tengamos el dharma —las necesidades vitales— asegurado —a menos que seamos funcionarios, claro—.

Por otro lado, si a esto le metemos ciertas teorías literarias, el hecho de que yo dedicara esta tarde a verme una peli o a leer lo que me venga en gana es epistemológicamente más útil que preocuparme de de lo que tengo que hacer, ya que, por lo visto, la literatura nos garantiza, a través de la abstracción de una serie de figuras concretadas bajo el nombre de los personajes, un conocimiento del mundo y de la realidad mucho más verdadero que la vida misma, puesto que en la ficción literaria, al conocer el final, la historia está completa, y el futuro ficcional de la vida real desaparece. En cristiano: nuestro futuro ficcional es ficción porque todavía no conocemos el final, es decir, porque pese a calcular esa serie de posibles consecuencias de los actos presentes, nunca vamos a saber la consecuencia final hasta que no la espichemos; en los mundo ficcionales, en cambio, al haber un final establecido de la historia del personaje, éste se presenta como ejemplo de vida, ya que la cadena de consecuencias de actos está completa, y por tanto nos permite anticipar las consecuencias de acciones que nosotros podemos realizar en nuestra vida real, presentándose así, el personaje, como un modelo a seguir o a evitar. Esto, por supuesto, depende de la historia que leamos o veamos, y del carácter existencial que podamos inculcarle, y que es lo más relativo del mundo: una misma ficción no será interpretada de la misma manera por dos receptores diferentes, ni siquiera por un mismo receptor en diferentes momentos de su vida —prueben si no a leer o ver algo que les gustara mucho de pequeños, a ver qué les parece ahora: yo lo hice con Dartacán y fue una auténtica decepción, pero en cambio con Roald Dahl ha sido toda una revelación—.

En cualquier caso, el pretender un aprendizaje epistemológico a través de las ficciones no elimina el problema de que existe un cierto tipo de ficción muy susceptible de dejar de serlo para convertirse en realidad, y que, a la postre, es el que puede darme problemas. La question aquí, no sería ser o no ser, sino hacer o no hacer, en función de un mañana que no es pero que será. Es más, a través de esas ficciones en las que se postula un principio de comprensión de la realidad, puedo inferir que, si hago caso a Hume, ateniéndome a esa única realidad tangible que es el presente y el deseo inmediato —el carpe diem, al fin y al cabo—, ese futuro que ahora es ficción pero se convertirá en realidad puede adquirir ciertos tintes parduzcos. Si quieren un ejemplo algo más claro, relean la fábula de la cigarra y la hormiga: he aquí el perfecto ejemplo de la explicación de la realidad a través de la ficción, en cuanto a este problema se refiere; lo que, sin embargo, no lo resuelve.

A la postre, lo que venimos a decir es que —como todo en esta vida—, cuando alguien nos dice “no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”, podemos leerlo de dos maneras completamente opuestas: o seguimos la intención original y convencional del mensaje y hacemos lo que debemos, en vistas a un mañana, o hacemos la interpretación contraria, leyéndolo bajo la idea del carpe diem y citando como autoridad a alguien tan respetable como Hume para dedicarnos a hacer lo que nos dé la realísima gana. Ahora, eso sí: si escogemos esta última opción, debemos ser consciente de sus consecuencias; es decir, si hacemos realidad esta posibilidad de futuro al convertirla en presente, no debemos olvidar que esto nos marca otra serie de posibilidades de futuro que, a lo mejor, no nos gustan tanto. Dicho esto, nos encontramos ante la dura y cruda realidad del libre albedrío y de que, si en el futuro no nos va como quisiéramos, es porque en el presente no hemos optado por la posibilidad correcta. Si esto fuera uno de esos libros de “elige tu propia aventura”, esta sería la opción que te lleva al calabozo o a la muerte; y sentimos decir que esto no es un videojuego con varias vidas, que aquí el game over es game over de verdad. Y, aún así, la pregunta sigue en el aire: ¿vivir la realidad de hoy o soñar una ficción de mañana?

martes, 20 de marzo de 2012

Shakespearean Sci-Fi




He aquí el contexto: lunes y martes, un profe especialista en literatura científica que te explica por qué La Guerra de las Galaxias es ciencia ficción y Matrix es ciencia prospectiva —por lo que he entendido, la primera es para pasar el rato y la segunda te deja con mal cuerpo y todo rallado filosóficamente—; jueves y viernes, el de Shakespeare completamente obsesionado por la lectura socio-política de Ricardo II y la legitimación de la monarquía en tiempos de espías y mafias como en  Los Soprano (palabras textuales). A todo esto, una decide que no lee ni lo uno ni lo otro: el espacio mola más en pelis, que imaginarse las maquinitas cuando lo lees cuesta un copón; y Shakespeare leído es un coñazo. No en vano, se escribió para ser visto, no para ser leído.

Dicho esto, una recurre al señor Google en busca de adaptaciones del gran Will para la gran y pequeña pantalla, y encuentra un par de páginas interesantes. Y, entre esas páginas interesantes, una película aún más interesante: Forbidden Planet, adaptación de The Tempest en medio del espacio. Y, obviamente, una piensa: ésta es la mía. Así que ahí me tienen, con mi fuente de palomitas, a ver cómo se hace para convertir una obra de Shakespeare en una peli de ciencia ficción de 1956, con Leslie Nielsen antes de convertirse en payaso insoportable y una estética de lo más cuca y colorida, llena de rayos de colores por todas partes.

A todo esto, hemos de aclarar antes cierto concepto: dentro de la literatura —y por extensión, del cine, del teatro, de los cómics y de cualquier formato de ficción—, centrándonos en la rama no realista, encontramos una dicotomía estupenda del choque entre un universo realista y un universo no realista. Esto es, lo que de toda la vida hemos llamado género fantástico, los grandes teóricos —con Todorov a la cabeza— lo dividen en dos grupos: por un lado, lo maravilloso, que presenta un mundo alternativo con unas coordenadas propias diferentes de las reales —digamos que, en un cuento de hadas, el hecho de que un lobo hable o un cerdito sea arquitecto es lo más normal y aceptado del mundo—; por el otro, lo propiamente fantástico se constituye como la intrusión de un ser del universo maravilloso en un mundo con coordenadas reales, dándole al personal un susto de muerte y desmontando todos los esquemas ontológicos y epistemológicos preconcebidos —para más información, remito a un post anterior sobre un cómic de Drácula—. A su vez, esta dicotomía, que divide la percepción de lo mágico entre positivo y negativo, respectivamente, es paralela a la que he dicho al principio sobre la literatura científica; es decir, la percepción —el efecto estético, que dirían algunos— es la misma, pero, puesto que cambia el escenario, los mecanismos de coherencia que hacen que nos creamos la ficción varían. Dicho de otra manera: si es por medio de magia, con hacer el conjuro o mover la varita, el personaje va que se mata para conseguir lo que quiere; si es por medio de ciencia, necesita una serie de maquinitas cuyo funcionamiento sea explicado según las leyes de la física y la química reales.

Ahora que esto se ha entendido, podemos volver a Shakespeare y Leslie Nielsen. Por si no sabéis la historia, The Tempest va de unos que naufragan en una isla donde hay un mago que tiene a su servicio dos espíritus, uno bueno y obediente y el otro con ganas de rebelión; esto es, en Shakespeare nos encontramos en un mundo maravilloso. En Forbidden Planet, sin embargo, estamos ante coordenadas de ciencia ficción, por lo que esta magia será substituída por la avanzadísima ciencia de unos extraterrestres que habitaban el planeta en el que vive el doctor Morbius —que para más inri es doctorado en Filosofía y Filología—. La historia básicamente es la misma, aunque en la peli se ventilan toda la carga política de rebeldía contra el poder injusto. Aun así, es interesante ver cómo se manipulan los elementos de la obra de Shakespeare.

Voy a centrarme en los dos espíritus. De Próspero/Morbius, poco más que decir: si la magia del primero proviene de su libro de conjuros, el poder del segundo viene de la comprensión de la lengua de los extraterrestres nativos que, pese a desaparecer, han dejado intactos sus laboratorios, que funcionan eternamente con una fuente de energía que ni el doctor, después de veinte años, entiende. (Personalmente, entre eso y el abracadabra, no veo la diferencia.) Más tarde, Morbius se distanciará un poco de Próspero, acercándose más a Frankenstein, pero a eso ya llegaremos.

En cuanto a los espíritus, Ariel, que es el bueno, el obediente, se convierte en Forbidden Planet en Roby el Robot. Su bondad aparece probada en cierta escena en la que el doctor le ordena disparar al capitán de la nave socorrista —nuestro Leslie, que no parece él—, y al pobre Roby casi le estallan los circuitos de la cabeza porque su programación interna tiene nosequé código ético que le impide matar a un humano. A todo esto, el diseño del robot es de lo más pulp, con piernas hechas a base de esferas y manos como pinzas (ver la foto). Al igual que en The Tempest, el personaje no tiene más chicha que ser el ayudante del jefe.

Y ahora viene lo jugoso: Calibán. Decir que este nombre proviene de un misunderstunding de la palabra caribbean por parte de Shakespeare, y que el personaje ha dado lugar a toda una corriente de polémica ensayística en torno a la colonización de América: Calibán es hijo de una bruja que vivía en la isla hasta que Próspero llegó, matándola y esclavizando al pobre espíritu, que desde entonces busca cualquier buen momento para rebelarse contra su amo —veis aquí lo del cuestionamiento de la legitimación del poder que os decía antes—. Sin embargo, en nuestra peli de platillos volantes —remito de nuevo a la imagen—, toda esta tralla política desaparece; es más, hasta bien entrada la peli, una se pregunta dónde diablos han escondido al mejor personaje de la obra. Cierto es que en algún momento se hace referencia a un extraño suceso que acabó con la tripulación de la nave en la que llegó Morbius, y también la desaparición de los extraterrestres nativos puede inducir a ciertas teorías, pero cuando aparece el monstruo, la explicación es aún mucho mejor. Advierto que a partir de ahora esto es un spoiler.

Bien. Tenemos en una coctelera lo siguiente: planeta abandonado; civilización nativa con tecnología tan avanzada como para producir imágenes en tres dimensiones con la mente —gracias a un aparatito mazo difícil de controlar por la inexperta mente humana—; doctor obsesionado con estudiar a esta civilización y que ha probado sus máquinas; y el monstruo, claro. Ahora, la explicación al equivalente de Calibán es la siguiente —me reí tanto cuando lo vi...—: aparece el monstruo y Leslie va con el doctor de su nave a la casa de Morbius para llevarse a su bella hija, de la que está enamorado; en el impás de encontrarla, el doctor —Morbius no, el otro— se cuela en el laboratorio e intenta probar la super-máquina de las imágenes en 3D para desvelar el misterio; pasa equis con la chica y reaparece Roby llevando al doctor medio muerto; Leslie le pregunta qué ha pasado. Atención a la respuesta: “Monsters from the id! Monsters from the subconscious!”. Y ya me ven partiéndome la caja por todo el sofá (y más después de mi entrada de hace un par de días). A ver si nos aclaramos entonces: Morbius ha utilizado una máquina que lo que realmente hace es crear vida y no imágenes, pensada para un cerebro mucho más evolucionado que el humano y que es capaz de controlar su propio subconsciente; ergo, Morbius ha creado el monstruo, aunque sea sin querer; ergo, Morbius ha liado la de Frankenstein por listo. ¡Decidme que no es genial!

Ahora, vayamos a la miga ideológica. Decíamos que en Shakespeare había un espíritu bueno, simpatizante del jefazo, y un espíritu malo que pretende quitárselo de en medio; en Forbidden Planet, estos espíritus pasan a ser un robot y un monstruo salido del subconsciente humano. Es decir: el bueno se convierte en un producto de la ciencia, del saber racional y científico humano, mientras que el malo es producto de ese lado tenebroso e incontrolable de que hablaba el otro día. Ahí es nada, señores; aten los cabos y ustedes mismos: la visón que la película plantea sobre el ser humano es puramente científica, anulando todo elemento positivo de aquello en lo que encontramos cosas tales como los sentimientos, las emociones, las percepciones irracionales, los sueños, la subjetividad y todo aquello que, en definitiva, diferencia al ser vivo de la máquina. Obviamente, esto no es llevado hasta el extremo —cambiaría completamente el tema de la película—, pero tan sólo el hecho de enunciar la idea representando los espíritus como lo hace, ya nos lleva a una reflexión un tanto curiosa en cuanto a la percepción de la ciencia ficción de los 50.

Lo bueno de esto es que aún hay más. Si bien en el origen de cada uno de los personajes encontramos esta dicotomía, su constitución física se presenta como una confirmación de la idea: Roby es una máquina, un conjunto de cables y circuitos que actúa según un programa informático directamente controlado por Morbius; el monstruo, en cambio, es un ser vivito y coleante, con voluntad propia —una voluntad, todo hay que decirlo, bastante siniestra, que viene consistiendo en cargarse a todo quisqui sin posibilidad alguna de ser controlado o vencido—. Dicho de otra forma: la constitución de cada uno es acorde no sólo a su origen en la mente humana, sino al producto que, según la ciencia, cada una de las partes de ésta da como resultado; a la razón científica corresponde el robot bueno y al subconsciente instintivo, el monstruo malo.

A todo esto, cuando hablamos de monstruo, éste corresponde a lo fantástico, es decir, a coordenadas genéricas completamente diferentes de la ciencia ficción. Pero, no podemos olvidarlo, a veces los géneros se cruzan, y tal es el caso: el monstruo, efectivamente, sale del inconsciente, aludiendo a toda esa corriente de literatura de terror de corte realista —Poe, Maupassant—, en la que el monstruo es más el producto de una imaginación exacerbada o una percepción alterada en la que se proyectan las alteraciones de la consciencia sobre la realidad por medio de la autosugestión; es decir, que el personaje en cuestión se crea unos monstruos que el resto de personajes no ve. La diferencia es que, en Forbidden Planet, estos monstruos imaginarios son físicamente proyectados fuera de la mente gracias a la máquina de los extraterrestres nativos. ¿Que por qué no nos extraña? Pues porque una de las primeras novelas de terror fue Frankenstein, en la que el científico se pasa de la raya creando un monstruo que le mata, y que une ambas corrientes —terror y literatura científica— al presentar un monstruo con origen no fantástico sino científico. Y de ahí al doctor Morbius, un paso: que lo mismo nos da hacerlo por medicina que por las máquinas de los extraterrestres, que la curiosidad mató al gato.

Ahora, eso sí: si hay monstruo, las reglas son las del terror. Y una peli tan buena como ésta no podía ser menos. Para empezar, el monstruo es invisible, que si no lo vemos da peor rollo: las primeras apariciones son a través del sonido de una respiración pesada, de unas huellas en la arena, de algún cacharro que se mueve... Tan sólo en el punto álgido del misterio se le ve, apenas perfilado por unos rayos rojos que revelan una forma simiesca y terroríficamente salvaje, digna de la Rue Morgue; ni siquiera en el enfrentamiento final se le vuelve a ver. Si es que estos son los monstruos que molan, oye, que a los de las pelis de ahora se les ha olvidado eso de ir creando la tensión, el misterio, de retrasar el golpe de efecto gracias al uso de las señales en lugar de dejar ver al monstruo a la primera de cambio —en Alien, por ejemplo, lo hacen divino; y en La mosca de Vincent Price, ni te cuento—. Eso sí: como todo monstruo, éste la espicha al final. De hecho, revientan el planeta para cargárselo —así, como si nada—.

Total, que hagamos un recuento: esto es The Tempest de Shakespeare, en el espacio, con un mago convertido en científico y un espíritu bueno en robot, y que de repente pasa, gracias a las teorías freudianas, a Frankenstein, para introducir al espíritu malo como producto de la mezcla entre el subconsciente humano y el exceso de curiosidad científica. O sea: teatro isabelino, ciencia ficción y terror, todo en el mismo paquete. Y además, se plantea como antecedente directo de algunas de las sagas más importantes del cine espacial. Que vivan los cócteles imposibles, ¿no?

lunes, 19 de marzo de 2012

Toulouse (apuntes para un guión de cine)





A ver, imaginad al malo: un tipo en moto. Chupa de cuero, entero de negro; el casco también. La cámara le enfoca viniendo desde un callejón y luego pasa a la puerta. El tipo, disparando revólveres desde la moto, en plan vaquero. El ojo del espectador le ve pasar de frente desde punto fijo.

¿En serio no os imagináis la escena? ¡Es perfecta! La historia contada desde el poli, claro; un malo así necesita mantener el misterio. Mientras tanto, los de las noticias contándonos el ambiente de acojone que se va gestando en la pequeña ciudad. Y, por supuesto, unos cuantos ciudadanos de a pie, de los cuales un par deberían mantenerse ajenos a la acción principal —la búsqueda del asesino—, pero no viene mal que algún otro se vea afectado de alguna manera.

Segundo golpe: nueve muertos en menos de una semana. La pasma ya desquiciada. ¿Asesino en serie o conspirador político? Aquí, ya el detective —un gendarme, bien sûr— tiene que empezar a moverse. Las investigaciones empiezan a dar primeros datos. Aparece una testigo que describe la fría acción del asesino al cambiar de pistola cuando una se le encasquilla en medio del tiroteo. Dice también algo de un tatuaje en el cuello. Las noticias siguen dando informaciones y la población no sale de sus casas. Todavía no hay ningún sospechoso concreto.

Llega la noche. El diabólico asesino sigue suelto por Toulouse...


(Continuará...)

jueves, 15 de marzo de 2012

Ello, ello, ello... (ecos indefinidos)


Dice Freud que la personalidad se divide en tres instancias; a saber, el yo, el ello y el  super-yo. En cristiano, esto quiere decir: la parte consciente que controla el cotarro de mi lugar en el mundo; la parte inconsciente e instintiva que se revoluciona en primera —habría que ver cómo interpreta este hombre Bambi—; y la parte externa, que es cuando eres pequeño y tus padres te regañan por comer chuches y no cenar luego, o como cuando viene la pasma y te echa del parque por estar tranquilamente de cháchara con unas cervezas o unos vinos. Dicho de otra manera: lo que nosotros llamamos yo a diario —ese yo, pronombre personal, que nos define como deíctico al hablar— está atrapado entre una parte instintiva que tiende al egoísmo de “voy a hacerlo porque me lo pide el cuerpo”, y una parte social tipo “si lo que te pide el cuerpo es cargarte al vecino, la vamos a tener”.

Lo gracioso de esto, realmente, no es el concepto en sí mismo —remito a esa gran novela que es El extraño caso del Doctor Jekyll y mister Hyde—, sino los nombres que se les da. Pensémoslo un poco. Lo de super-yo tiene hasta sentido, ¿no? Es ese “algo” que pulula por encima nuestro, como un Sauron fantasmal, y que nos tiene a todos controlados a base de puro acojone por lo que pudiera pasar si nos saltamos el stop y nos pillan. Que ya sabemos todos que el que se desvíe un poco de la norma y la costumbre de la manada, acaba en la hoguera por insumiso. (Es un poco como lo que decía Maruja Torres de las bragas limpias o sucias: la importancia no está en la relación entre quien las lleva y las bragas mismas, sino en la vergüenza que se sufre si un tercero las ve y se pispa de lo malota que es una si no se muda a diario.) Pero, ¿qué pasa con el ello? O sea, ¿qué tipo de palabra es ésa? Ello. ¿Realmente nos dice algo? ¿Realmente ese esquema fonético y gráfico tiene un contenido de significado en sí mismo? ¿Realmente esa palabra —ello— nos remite a una idea, a un concepto concreto e identificable?

Vamos por partes. Para empezar, en castellano —en alemán, vete tú a saber—, la palabra ello no se utiliza casi nunca. Es inusual hasta decir basta, y especialmente en función de sujeto —de objeto ya se oye un poco más—, lo que le da como ese aire de extrañeza que, de hecho, enfatiza un poco la idea de parte ajena a nosotros —¿sabéis que la palabra “ajeno” viene del latino alien?—. Segundo, pertenece, al igual que yo, a ese grupo de palabras deícticas que son los pronombres, esto es, a esas palabras en las que la mitad del significado depende de la realidad material que tengamos delante en el momento en que utilizamos la palabra, y que cambia según cambies el espacio, el tiempo, el tema, el interlocutor y todo aquello implicado en el intecambio lingüístico. A ver si me explico: es una palabra cuyo significado no está en la palabra misma —no hay un concepto fijo asociado a ella—, sino que depende tantísimo del contexto extralingüístico que casi se sale de la lengua en sí misma; algo así como un recipiente vacío que llenamos de lo que nos venga en gana según el momento.

Ahora volvamos a Freud. En su teoría, decíamos, el ello aparece relacionado con la parte irracional del ser humano. Llámese impulso innato, instinto, hormonas, miedo existencial, sentimiento ancestral..., cada loco con su tema: lo bueno de ese ello es que, como es un recipiente vacío, cada uno puede llenarlo con lo que le dé la real gana. Es decir: lo que hace nuestro amigo es coger algo que no es capaz de concretar —pero que como ahí está, habrá que explicarlo de alguna manera—, y definirlo bajo una forma lingüística que puede abarcar cualquier cosa. (Que lo de tirar la piedra y esconder la mano no le va, no.)

Lo que sí que hace —y esta es la parte que me gusta— es que, bajo ese ello, fantasma lingüístico-conceptual —y precisamente gracias a esa parte fantasmal de que sí, que no, que nunca te decides—, lo que realmente se esconde es lo inexplicable, lo incontrolable, lo desconocido. Y, como todos ya sabemos, ese tipo de cosas dan muy mal rollo. Y más aún cuando encima nos dicen que no es que esté fuera, sino que todos tenemos un poco de ese alien ahí metido, en las oscuras profundidades de nuestro ser.

A todo esto, hemos de decir que todas estas ideas del esquizoide innato del ser humano provienen de la literatura del primer Romanticismo, que representa ese ello de múltiples maneras. Es decir, en tanto categoría deíctica, el ello necesita una realidad referencial que señalar, que Freud aplica a la realidad-realidad, reduciéndolo prácticamente a instintos de reproducción incontrolados, pero que saca de una realidad-ficticia, en la que ese elemento icontrolado puede tomar cualquier forma que nos imaginemos; cosa que el autor de turno hará según lo que él considere que es incontrolado, peligroso y aterrador en general. Esto es: si al autor X, lo que le da miedito es la oscuridad, se sacará de la manga un monstruo nocturno que se coma a todo quisqui; si al autor Y, lo que le china son las aparatitos, nos encasquetará una historia de máquinas asesinas; y si Z le tiene miedo a sus propios instintos, nos meterá cualquier ser humanoide malrollero. Dicho de otra manera: puesto que el rasgo fundamental del ello es, precisamente, la amenaza a lo que tenemos bajo control —sea físico, psíquico u ontológico—, y puesto que la palabra en sí misma carece de un contenido concreto en sí mismo, en literatura, dado que hablamos de una absoluta libertad de formas y colores, podemos convertir ese ello en lo que queramos, siempre que sea el malo.

Dicho esto, podemos llegar a la conclusión de que, realmente, lo único que hace el señor Soy-un-genio-de-la-psicología es darle un nombre tan sumamente ambiguo como múltiples son las representaciones de un concepto abstracto bajo el que, simplemente, se esconde la amenaza al sistema establecido. De hecho, podríamos decir que el caos es el mejor representante del ello, ya que su propia amorfidad (no sé si existe esta palabra, pero tengo licencia para inventarla, así que me da igual) incluye y multiplica ese ello al infinito, pues todos sabemos que no hay nada mejor que un barullo para no entender nada, y que no hay nada mejor como no comprender algo para tenerle miedo.

En conclusión, cuando alguien os hable de Freud, y de las instancias psicológicas del ser humano, y muy especialmente de ese ello amenazador —nuestro oscuro pasajero—, tened en cuenta que, si para Freud todo se centra en el sexo, es porque el hombre es un tanto corto de miras; y que, realmente, lo único que ha hecho el iluminado es esconder, bajo una palabra sin ningún tipo de significado, todo un mundo de terror y misterio, de inefable y desconocido, que ni comprende ni se atreve a indagar seriamente. Ahí es nada: la simplificación del tópico y cobardía epistemológica propia al ser humano resumidas en una sola palabra.