La mise en abîme
es una técnica narrativa muy utilizada en el Barroco y el Romantiscismo, un
juego de espejos, de perspectiva, que consiste en la multiplicación de niveles
narrativos como en las muñecas rusas. El teatro dentro del teatro, la novela
dentro de la novela, el cine dentro del cine: con la mise en abîme, la realidad se presenta como receptora de una
ficción que a su vez se propone como realidad de una ficción interior, y
nosotros somos espectadores de las peripecias de unos personajes que, a su vez,
son espectadores de las de otros personajes. En la segunda parte del Quijote, los lectores de la primera
parte son a su vez personajes de la segunda, y nosotros somos lectores de ambas;
al final de El sueño de una noche de
verano, vemos sobre el escenario a los cuatro jóvenes enamorados y a los
reyes asistiendo a la representación de los desgraciados amores de Píramo y
Tisbe, siendo nosotros espectadores de ambas obras; en Cantando bajo la lluvia, en la escena de la première de El caballero
duelista, vemos de nuevo a personajes de película viendo una película.
La primera mise en
abîme que se conoce es la de Las mil
y una noches, libro en el que Sherezade cuenta una historia que queda
interrumpida por un personaje que cuenta otra historia, multiplicando los
niveles narrativos hasta el infinito; en la cultura occidental, sin embargo,
normalmente se juega con dos o tres niveles. En cualquier caso, lo que esta
técnica permite es introducir, en el primer nivel —ése del que sólo nosotros
somos espectadores— reflexiones técnicas sobre el formato en el que se nos
presenta este juego de perspectivas: Cervantes dosifica o valora su información
en función de los narradores ficticios, permitiéndose incluso autocríticas o la
introducción de teoría sobre la novela; Shakespeare hace lo mismo en cuanto a
técnicas de interpretación o de estructura del texto teatral. En la película de
Gene Kelly, remito a la preparación del escenario para You are my lucky star —que los hombres en general deberían tomar como
ejemplo a imitar—.
Sin embargo, también existen excepciones a esta regla de
desvelar los secretos del artista: en el último número de The Sandman, encontramos a Lord Morpheus, señor de los sueños, dador
de forma, como responsable de la imaginación literaria del mismísimo
Shakespeare —escritor y, por tanto, también dador de forma—, y la exigencia de
cumplir su parte del trato escribiendo La
tempestad, protagonizada por un mago. La mise en abîme aquí se propone entre un mago de la imaginación, un
mago de las palabras y un mago de la magia, y todo eso, teniendo en cuenta que The Sandman tiene a su vez un autor
literario detrás. Lo que Sueño pide, a su vez, no es ninguna broma: él, creador
de sueños, pide al creador de cuentos que le escriba su propia historia pero
con final feliz. Próspero el mago sería así el propio Sandman, pero con una
posibilidad de salvación que el rey Sueño no tiene —explicarlo ahora llevaría
demasiado tiempo—; Shakespeare, en tanto creador de Próspero, y Gaiman, en
tanto creador de The Sandman,
quedarían igualmente emparejados.
Dejando a un lado la posible crítica de soberbia del único
elemento real de los cuatro que barajamos, lo que interesa aquí es el
paralelismo que se establece entre los dos personajes puramente mágicos y entre
los dos escritores —uno de ellos ficcionalizado para la ocasión, pero con
documentación biográfica fidedigna— encargados de dar forma a sendos cuentos de
hadas. En ningún momento hablamos de técnicas de construcción ficcional, sino
del simple hecho de una construcción similar a las de las fugas a cuatro voces
del señor Bach: dos niveles de realidad —Gaiman, Shakespeare— que, a su vez, se
corresponden con dos niveles ficcionales —Sandman, Próspero—, unidos por la
coincidencia de Sueño y Shakespeare en un mismo nivel de ficción. Dicho de otra
forma: en el nivel 0 tenemos al autor de carne y hueso, Neil Gaiman; en el
nivel 1, tenemos a su creación, el rey del sueño, y a William Shakespeare; en
el nivel 2, tenemos la creación de este último, es decir, Próspero. A su vez,
Shakespeare es la ficcionalización de un personaje que originariamente pertenece
al nivel 0, lo que conlleva que Próspero pertenezca al nivel 1, de manera que
el paralelismo antedicho entre autores y personajes no es tan imposible como
parece. Digamos que, a la postre, lo que se ha producido es un desplazamiento
de la pareja Shakespeare/Próspero hacia el siguiente nivel ficcional, cambiando
su relación con respecto a la pareja Gaiman/Sandman, pero no la relación
Shakespeare/Próspero: aunque sea dentro de una ficción, Shakespeare sigue
siendo el creador del mago.
Ahora, este desplazamiento es lo que se presenta como mise en abîme, y es lo que permite, a su
vez, identificar a Sandman con Próspero y a Gaiman con Shakespeare . Dejando al
margen las opiniones al respecto del ramalazo grandilocuente de Gaiman —no hay
nadie perfecto—, lo que está muy claro es que tanto él como el gran Will son
creadores de ficciones, creadores de cuentos; cuentos, a su vez, inspirados por
algo llamado imaginación y que, de toda la vida, ha estado vinculado a cosas
tales como los sueños y la magia, y que ha sido personalizada bajo figuras
alegóricas de todas las formas y tamaños. En este caso, esas formas son Sandman
y Próspero: uno, el rey de los sueños, el que inspira a los poetas; el otro, un
mago. Sandman, llamado de mil maneras a lo largo y ancho de la existencia
humana, se desdobla así en tres niveles diferentes: por un lado, la imaginación
real de los autores reales, tanto el de cómic como el de teatro; por otro, como
el personaje de ese cómic e inspiración del autor real ficcionalizado; por
último, como el producto ficcional de ese mismo autor ficcionalizado. Lo irónico,
a todo esto, es que a lo largo del cómic se repite, no pocas veces, el
apelativo antes citado, «dador de forma», cuando realmente quien da la forma al
sueño no es el propio Sueño, sino el poeta: Sandman es Sandman por que su autor
ha escogido una de las múltiples opciones de representación del sueño, dándole
una forma —y una imagen— concreta a un concepto abstracto; y, a su vez, el
propio rey Sueño necesita de un autor que le dé forma a su propia historia. Una
historia, todo hay que decirlo, que de hecho ya tiene un autor, ya ha sido contada
en el nivel real por Gaiman, que se introduce así en la ficción bajo la figura
Shakespeare: si el isabelino crea a Próspero como reflejo de Morfeo, pero
Gaiman ya ha creado directamente a éste, el Shakespeare ficcional tiene una
doble carga representativa, la de sí mismo como autor real y la del autor de The Sandman.
De esta manera, se hayan enterado o no de algo —una es
consciente de la complejidad del asunto—, estos líos de relaciones de
paralelismo e identificación entre los personajes de los diferentes niveles
narrativos son, precisamente, el tipo de juegos reflexivos que permite una
estructura como la mise en abîme: la
multiplicación de niveles no sirve a otro fin que a los juegos de espejos entre
unos y otros, permitiendo una serie de reflexiones, en su mayor parte,
relacionadas con la creación o producción de las ficciones. Así, en este último
número de The Sandman, encontramos
toda una disquisición sobre la génesis artística —especialmente poética—, que
remite a ciertas ideas románticas sobre la inspiración divina del artista y
sobre su papel como profeta de los mundos oníricos y fantásticos, pues se le
postula como poseedor de un don especial, de una capacidad de acceso a estos
mundos reservada a unos pocos elegidos; el poeta, por tanto, queda encargado de
dar forma a estos mundos y de acercarlos al pobre y gris ciudadano de a pie
para iluminar sus tristes vidas. Bajo este punto de vista, tanto Gaiman como el
Shakespeare real —nivel 0—están tocados por la gracia —que presupondría un
nivel -1—, y ésta, bajo la figura de Sueño —nivel 1—, es la que se le aparece
al Shakespeare ficticio —nivel 1, también—, inspirándole la historia de él mismo
para que se la cuente a los espectadores de La
Tempestad —nivel 2—, que, a su vez, somos nosotros —nivel 0—, ya que no hay
espectadores en la ficción de Gaiman —que, de hecho, estarían en el nivel 1—.
Como ven, el juego de espejos puede ser multiplicado al infinito; lo que no
quita que, a la postre, la idea siga siendo la de la apología del poeta, del
contador de cuentos, como mensajero de ese mundo de sueños y fantasías, como
impulsor de éstas en el gran público. En defensa de Gaiman, diremos que la idea
no es nueva; ni mucho menos.