Figuraos un sonido
seco, agudo, discordante, producido al parecer por un hierro que cae
acompasadamente sobre otro hierro; un sonido que no produce vibraciones ni eco
claro y determinado, en medio del silencio de una noche, durante la cual se
adormece triste una población aterrada por una gran calamidad. (…)
Esos golpes traen a
nuestra mente extrañas imágenes, y entre ellas, nuestra propia imagen el día en
que aquel martillo nos labre el mueble fatal: vemos reunirse las mal pulidas
tablas, tomar forma de trapecio: las vemos alargarse según nuestra talla, y estrecharse
de un extremo presentando una forma repugnante: vemos que se desarrolla una
tela negra, se repliega y las envuelve: vemos unos galones amarillos adaptarse
a las aristas: vemos una articulación y una tapa que cubre el interior y una
llave dispuesta a encerrarnos en aquel recinto por una eternidad: vemos la
tumba en toda su repugnancia subterránea: sentimos el peso de la tierra: nos
estremece el roce de esa fría tela de raso que nos adorna interiormente, y el
peso de una mano tremenda, de una losa de mármol cuya inscripción llama al
transeúnte: adivinamos sobre todo esto la corona de tristes flores que se secan
adornándonos; presentimos la Misa y el Requiem; presentimos la mirada indiferente del revisador de epitafios,
adivinamos la naturaleza entera sobre nosotros sin que podamos verla: sobre
nosotros cae el rocío; pero no nos refresca: sale la luna; pero no nos ilumina:
sobre nosotros llora alguien; pero no sabemos quién es: vemos la muerte, en
fin, representada en su parte de tierra, descomposición, lágrimas, exequias;
representada en lo que tiene de este mundo. Nuestra imaginación llega a este
punto por el ataúd, y llega al ataúd por ese pavoroso sonido que lo fabrica;
por ese ruido metálico, agudo, penetrante, monótono que turba el silencio del
barrio. ¡Qué horrorosas notas! Decid, señores músicos, Palestrina, Händel,
Mendelssohn, cuándo habéis llevado la imaginación hasta ese punto. ¿Hay en
vuestras cinco miserables líneas nada comparable a este dies irae cantado por un martillo?
Servidora reconoce que nunca se ha llevado bien con el
Garbancero. Primero, porque a quién le importa el drama personal de un
personaje: si fuera persona, pues hombre, un poco de empatía sí que habría,
pero ¿siendo personaje? ¿Teniendo la posibilidad de quitarse el marrón de
enmedio sin ningún tipo de cortapisas reales? Absurdo: para eso me leo el
periódico. Segundo, porque a una le gusta viajar sin guía: a mí, que me den el
mapa y ya me hago yo las rutas; pero eso de que un fulano te vaya diciendo qué
mirar y qué no, y que no te deje ir a tu aire, ni de broma. Tercero, porque Tormento como lectura obligatoria en
segundo de bachiller debería considerarse tortura psicológica: a mí me caía muy
bien mi profe, pero nunca le perdonaré un tostón de trescientas páginas de
paseos por un Madrid desaparecido y un melodrama que se arregla con un par de
tortas bien dadas a los protagonistas.
¿Que a qué viene esto? Muy sencillo: porque una pretende ser
profe de salvajes hormonados y, aunque tal y como van las cosas hay que
consolarse con que lo que cuenta es la intención, de vez en cuando se pone a
darle vueltas al asunto y se acuerda de su propia profe y lo que la odió el día
en que se encontró con ese libro maldito de lomo rosa que ahora esconde en el
rincón más recóndito de la biblioteca. Porque, vamos a ver, ya no es que al
alumno le guste o no el temario: a quien le tiene que gustar es a la profe, que
por algo es la jefa. Y esta jefa ha decidido —decidió ya en segundo de bachiller—
que se niega a explicar al Garbancero como no encuentre algo suyo que le mole. Y
claro, como no hay manera de quitárselo de enmedio, se dedica a buscar cosas
alternativas de gusto propio, oséase: corto y no realista. (¿Que no es posible?
¡Todo es posible en la Dimensión Desconocida!)
Creo que a estas alturas no hace falta dar más datos sobre
el autor porque, total, como el hombre está fiambre tanto metafórica como
realmente, pues para qué perder el tiempo. Lo que importa es algo que nunca me
habría esperado de un narrador tan lento, tan pesado y tan pedante —¿He dicho
ya que no me llevo bien con él?—, que no hace más que describir y juzgar todo
lo que ve, sin dar ningún tipo de libertad al pobre lector sufriente, que no
hace más que volver la página para ver dónde diablos acaba un párrafo
aparentemente eterno y sin ningún punto. Pero, miren por dónde, que aquí el
amigo de repente tira por la prosa poética y nos marca divinamente el sonido
seco y monótono, sugerencia de muerte y podredumbre del que habla. ¡Quién lo
hubiera dicho del Garbancero, oye!
Porque claro, será el Garbancero, pero en Roma haz lo que
los romanos: si nos da por un cuento de miedo, no se puede escribir igual que en
uno cansino de los típicos suyos. Y es que dicen por ahí que el género del
terror tiene una forma propia, una retórica particular basada en la sugestión en
el lector de una sensación de incertidumbre y tensión, de un je-ne-sais-quoi malrollero que a su vez,
precisamente por el mal rollo, te engancha. Según el grande entre los grandes,
el señor Poe, la mejor forma de crear esa sensación es a través del espacio,
gracias a la construcción visual de un escenario amenazador que provoque en el mismísimo
protagonista el desasosiego pertinente, que será con el que el lector se
identifique. Claro que esa amenaza puede ser real —monstruos, asesinos, etc.— o
pueden ser rayadas mentales de un personaje “excesivamente sensible al entorno”,
que es lo que a Poe le molaba.
Por otro lado, esa sensación también se crea por hacer que
el personaje se sienta pequeñito frente a una amenaza incomprensible o
incontrolable. Es lo que algunos llaman lo sublime, que básicamente se resume
en que el ser humano se cree el rey del mambo del mundo, controlándolo y
racionalizándolo todo, pero en el momento en el que se encuentra con algo que
escapa a su concepción del mundo, algo que le resulta incomprensible, se caga
de miedo: la noche, la muerte, lo sobrenatural, lo divino…; todo aquello que no
ilumine la razón se convierte en amenaza y el hombre se siente como un pobre
animalito, pequeño e indefenso ante ella. Pero ¡ay, amigo!, todos sabemos que
la curiosidad mató al gato, eso incomprensible provoca a la vez un asombro que,
de nuevo, engancha. Bueno, engancha al lector, que como está tranquilamente en
su casa, a una distancia prudencial del peligro, y como es un morboso, pues
disfruta viendo al pobre personaje pasarlas canutas: si el lector estuviera
realmente en el lugar del personaje, otro gallo nos cantaría.
Pero vayamos al grano: ¿cómo y por qué servidora ha
conseguido reconciliarse con el Garbancero después de toda una vida? No tienen
más que leer la cita: la oscuridad envolviendo al lector con los apelativos en
primera persona del plural; el ritmo de los martillazos en la frase corta y
seca; la pequeñez del ser humano ante la muerte, reflejada en la fria y
objetiva construcción del ataúd, en la preparación de toda la parafernalia mortuoria.
El Garbancero sabe lo que se hace: sonido e imagen a través de la palabra; la
construcción de la sensación en paralelo a la del «mueble fatal», y ese mal rollo
que hace sentir el pensar que sí, que a todos nos caerá esa breva tarde o
temprano. Asusta, ¿eh? Mucho más que cualquier melodrama tostón de los suyos. Y
si encima, el día que toque explicarlo, el cielo está cayendo sobre nuestras
cabezas y se va la luz, la clase nos queda niquelada.
Ahora bien, esto es como todo: el Garbancero habría tenido unos
problemas del copón con la SGAE. Plagio es poco para lo que él hace. Porque,
¿no les suenan de nada esas apelaciones a la imaginación del lector, esas
digresiones tipo what if (it was you)?
¿Y esas referencias musicales concretas? ¿Y ese desvelamiento del proceso de
creación de la sensación en la propia escritura? Porque a servidora le suenan
un montón. Y le suenan a alemán, a segundo Romanticismo. Entre eso y otro
parrafito por ahí —«Cuentan que para atormentar a un criminal a quien no se
quiso arrancar la vida, se le encerró en una celda, a donde no llegaba la voz
de ningún ser viviente; cuidaron de que ningún rumor externo llegase a sus
oídos y en el techo de la celda colocaron un reló cuyo péndulo marcaba con
horrorosa monotonía los segundos y prolongaba un sonido seco, penetrante,
acompasado siempre, por espacio de horas, días, meses y años. Ese criminal se
volvió loco.»—, una se plantea muy seriamente los pleitos en los que el pobre
Garbancero se podría haber metido. Claro que es el Garbancero, y hay que
perdonárselo y pasar estos detalle por alto: no nos queda otra si no queremos
auto-torturarnos con tostones interminables. ¿Que no es su estilo? No, claro,
ése es el quid de la question: buscamos un Garbancero light. Pero Garbancero al fin y al cabo:
¿me dirán ustedes que de aquí no se sacan los rasgos fundamentales de su estilo
personal? ¿Me dirán que una vez bien trabajado el alumno no va a ser capaz de
reconocerlo en cualquier otro texto? ¿Me dirán que no es más ameno trabajar con
un textito tan majo mejor que con una lista de nombres, títulos y fechas; de
características generales en abstracto? ¿Me dirán que no se cazan más moscas
con miel que con vinagre, que no es más divertido un cuento de miedo que un
melodrama de personajes atontados? Total, si el cocido nos lo vamos a tener que
comer igual, ¿porqué atormentarnos? Y si los salvajes hormonados no ponen de su
parte, es cosa suya: aquí la jefa se lo piensa pasar como una enana haciendo
bien los deberes. Literalmente, se lo piensa pasar de miedo.