En el siglo XVIII se postulan tres visiones del ser humano
(y que conste que lo pongo en minúscula adrede, porque creo que no nos
merecemos una mayúscula): el hombre es un lobo para el hombre; el hombre es un
animal racional; y el mito del buen salvaje —el hombre es bueno por naturaleza,
pero la sociedad lo corrompe). Estas visiones, aparentemente contradictorias,
no lo son tanto.
Empecemos por la primera: decir que el hombre es un lobo
para el hombre nos acerca a la concepción del hombre como animal. Y nada más alejado
de la verdad: aunque no lo parezca, el hombre sigue teniendo instintos tan
fuertes que la razón no puede con ellos. Los que siempre nombran son, por
supuesto, los de supervivencia de la raza —alimentación y reproducción—, pero
hay uno bastante más interesante: el instinto de propiedad. Cojamos el ejemplo
del león: la defensa de su terreno y
de su hembra, la protección de sus crías. Y más aún: la búsqueda de una
posición superior en la manada.
Bien es cierto que la posición superior viene, en el caso
del león, dada por la fuerza: el que más zurra, más arriba está. No hay más que
ver los típicos documentales en los que el león joven se enfrenta al viejo, al
jefe de la manada, y entablan una lucha a muerte por la dirección de la manada.
El ser humano funciona igual: aún no hemos sido capaces de controlar ese
instinto y, por eso, seguimos comportándonos como animales. Somos lobos que
buscamos la mejor posición en esa manada que llamamos sociedad. No podemos
luchar contra ello: como animales, mantenemos el instinto; es inherente a
nosotros. Sin embargo, en nuestro caso, esta posición —que podríamos llamar de
dominio— se consigue por otros medios, y es ahí, precisamente, donde entra lo
de que el hombre es un animal racional.
Dicen que la pluma es más fuerte que la espada, que el
diálogo mejor que la violencia. La palabra es lo que nos diferencia, realmente,
del resto de los animales: por ella, y sólo por ella, podemos comunicar los
productos de esa facultad racional. Pero eso no quiere decir que, por el hecho
de funcionar racionalmente, dejemos de ser animales: desgraciadamente, la mayor
utilidad que la razón tiene en la manada es su uso para alcanzar las posiciones
de dominio que exige el instinto animal. Negar esto en el país de la picaresca
es de colleja: desde la novela del siglo XVII hasta la realidad de hoy en día,
vemos día tras día cómo los que llegan arriba lo hacen gracias a la astucia y
al engaño, dos cualidades directamente derivadas de la capacidad racional. Frente
a la fuerza bruta animal, el hombre ha postulado leyes: reglas artificiales
expresadas con palabras, impuestas por los sujetos en posición dominante para
justificar y salvaguardar esa posición frente a la manada: el león viejo
defiende su poder. Frente a la fuerza bruta animal, el hombre planea y convence:
la capacidad racional sirve para buscar planes de acción que, excluyendo la
violencia — y quedando así legitimados—, permitan aprovechar o sortear esas
leyes para subir su posición: el león joven reta al viejo, y lo hace analizando
las reglas del juego, los pros y los contras, y volviéndolo en contra de éste.
Sin embargo, hay un pequeño problema: somos lobos, no
leones. Personalmente, estoy en contra de la imagen negativa del lobo, pero eso
no cambia la connotación que, tradicionalmente, hemos adjudicado a este animal:
traidor, agresivo, peligroso; el lobo, supuestamente, solitario, se preocupa
tan sólo de sí mismo, sin importarle los demás. La gracia es que ésta es una
visión errónea, como sabrán todos los que hayan visto documentales sobre lobos —o,
en su defecto, El libro de la selva
de Disney—: el lobo, como el león, vive en manada, y sus acciones obedecen a un
instinto irracional que, en ningún caso, incluye el ataque a los de su propia
manada: los animales tan sólo defienden lo que es suyo por cuestiones de
supervivencia; es matar o morir. El hombre, sin embargo, es peor: el hombre ataca
a los de su propia manada y lo hace, precisamente, porque ésta es tan
complicada, y las posiciones dominantes están tan aseguradas, que para llegar a
ellas es necesaria primero una agresividad para con los competidores que supera
con muchas creces la de los animales. El problema no es la lucha del león viejo
y el joven; el problema son la múltiples luchas entre los leones jóvenes por
llegar a enfrentarse al viejo.
Es ahí donde entra el mito del buen salvaje: el hombre es
corrompido por la sociedad. La complejidad de la manada es tal que, para
sobrevivir y prosperar en ella, hemos de ser mucho más crueles que en una
simple manada animal, de apenas, cuánto, ¿veinte sujetos? Nuestra manada tiene
miles, millones de individuos, y es por ello que la razón sutituyó a la fuerza como
forma de ataque: la fuerza sólo afecta en un cuerpo a cuerpo, a corta
distancia; la razón puede acabar con un sistema completo simplemente por
ponerlo en duda. Frente a la destrucción física, el poder de convencimiento
verbal: la pluma es más fuerte que la espada.
Ahora bien: al del buen salvaje se le olvidó un pequeño
detalle y es que, en la naturaleza, también existe ese mismo afán de
superioridad que el hombre tiene y que se lleva hasta el extremo en la vida
social. Recordemos que, en todo momento, hablamos de instintos: otra cosa es
que, puesto que la manada animal es más sencilla, la forma en que los instintos
se satisfagan sea diferente. Pero en ningún caso este instinto se anula: el
hombre sigue siendo lobo, sigue siendo animal, y no puede luchar contra su
propia naturaleza. La razón, gran diferencia con el resto de animales y
desarrollada fundamentalmente en el marco cultural y social, no es sino la
forma de supervivencia en una manada que, precisamente por esta capacidad
diferenciadora, tiene un funcionamiento particular. Y esto pone de manifiesto,
nada más y nada menos, que el instinto más básico de todo animal: el de
supervivencia.
Animal racional parece, por tanto, la mejor definición para
el género humano: animal porque obedecemos a los mismos deseos y necesidades
que el resto de animales; racional porque ese rasgo distintivo es el que se
basa el funcionamiento de nuestra manada. Los comportamientos son los mismos,
pero la forma de realización cambia. La pregunta, entonces, es hasta qué punto,
en esa naturaleza que combina lo instintivo y lo intelectual, podemos
autodenominarnos como racionales: si la razón, en la mayor parte de los casos,
es utilizado para satisfacer un deseo irracional, ¿cuál de las dos caras domina
y dirige nuestras acciones? ¿Nos guiamos realmente por esa capacidad racional o
sólo la ponemos al servicio de los instintos irracionales? ¿Es la razón capaz
de controlar los instintos, o sólo los encubre y justifica ante la manada?
¿Somos quizá más animales de lo que nos gustaría creer y utilizamos esa razón
para autoconvencernos de una falsa superioridad?
Puesta en duda esta capacidad, cuyo simple cuestionamiento
ya nos establece como racionales, un último detalle: hasta el momento, hemos
hablado de instintos como la supervivencia o la búsqueda de la posición dominante
en la manada. Realmente, la gran diferencia con los animales no reside en
nuestra capacidad de control de los instintos, sino en algo mucho más grave: el
hombre no mata por supervivencia, sino por placer. En el caos social, en la
magnitud de la manada, el hombre ha perdido de vista el objetivo con el que
ataca a los otros individuos: la dominancia no se busca ya por necesidad, por
jerarquía instintiva para la supervivencia dentro de la manada; la dominancia
se busca como fin en sí mismo, como placer añadido. La transformación más
visible que la razón ha provocado en nosotros es la construcción de una manada
que, al sobrepasar el plano físico, al cuestionarse el mundo y al establecerlo
como oposición frente al yo pensante, cae en el caos de la fragmentación, de la
falta de jerarquía: el individuo, sujeto cogitans,
no es ya parte de la manada, puesto que ésta desaparece como grupo,
convirtiéndose en mosaico de elementos inconexos. Luego, si no hay manada como
tal, no hay sentido de la propiedad grupal: el hombre no mata por defender la
manada o las crías, mata porque sí; y mata a los semejantes no porque amenacen
la manada, sino porque, al no existir ésta, no los reconoce como semejantes. El
hombre es un lobo para el hombre, pero no un lobo real: es el lobo que él ha
construido; el lobo solitario, independiente, agresivo; el lobo de los cuentos. Animal racional,
es precisamente la razón lo que lo animaliza, pues con ella se destruyen los
instintos más básicos de la naturaleza: matar por supervivencia, nada más. Instinto sublimado por la razón, pero aún latente, empeorado por la manada —o precisamente por su ausencia—, el ser humano no es animal, pues su arma es la razón; pero tampoco es hombre, pues es predador cruel de los suyos. Quizá, y sólo quizá, esta contradicción debería plantear una nueva definición del hombre que incluyera ambas facetas: animal i-racional.
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