Digamos que un libro es como una pecera tropical: uno puede
vivir en Noruega, muerto de frío, andando como un pato para no resbalarse con
el hielo y sufriendo en cada inspiración la puñalada de Artico que entra por la
nariz, pero no puede exigir que en la pecera tropical pase lo mismo. En la
pecera tropical la vida es diferente; es una vida bajo del mar: para empezar,
hace una temperatura caribeña estupenda y todo es de colores brillantes, no
blanco y blanco y un poco de negro. Además, los habitantes de la pecera no pelean
con el terreno al andar ni se mueven exclusivamente en horizontal porque la
gran mayoría nadan —menos los cangrejos, que sí andan, pero como lo hacen hacia
atrás, tampoco nos podemos comparar con ellos— , y pueden hacerlo a diferentes
profundidades, según les venga en gana. Por último, todos lo sabemos, los peces
no respiran por la nariz, sino por detrás de las orejas.
Podríamos seguir horas y horas estableciendo diferencias
entre la vida submarina y la terrestre pero, a la postre, esto sólo nos
llevaría a retrasar una conclusión lógica que todo el mundo conoce: hablamos de
dos mundos que no se pueden medir por el mismo rasero. Un terrestre no puede
—no debería, al menos— valorar la vida de un acuático en función de la suya
propia, porque en cada uno de los mundos la dinámica sigue leyes propias y
exclusivas. De la misma manera, un ser real —llamémosle persona, aunque haya
mucho personaje por ahí suelto— no debería juzgar a un ser ficcional basándose
en si éste puede o no puede hacer algo según el mundo real, puesto que no
pertenece a él, sino a un mundo de ficción con leyes propias que, a lo mejor,
sí permiten respirar por las orejas o moverse verticalmente.
Esto, que ahora parece tan lógico, no lo era tanto hace unos
cuatro siglos: bien es cierto que, desde el principio de los tiempos, hemos
visto en los libros personajes y mundos que difieren del nuestro, plagados de
magia y de seres fantásticos que el lector sabía que no iba a encontrar fuera
de esos relatos o de otros similares. Sin embargo, había un pequeño matiz al
respecto: en el principio de los tiempos, estos seres no respondían a un afán
literario lúdico, sino, más bien, mítico; es decir, religioso. Igual que
nosotros los cristianos tenemos a un Fulano que vuelve de entre los muertos —¿Cómo
era aquello? ¿Un zombie judío cósmico que puede hacerte vivir eternamente si
cometes antropofagia simbólica con él? Creo que era así.—; los antiguos tenían
dioses que lanzaban hechizos y creaban y héroes bastardos que se enfrentaban a
los seres malrolleros creados con magia a base de juntar trozos de animales
reales en plan Frankenstein. Para que nos entendamos: la diferencia entre,
pongamos, Poseidón y Ulises, y Saruman y Aragorn no está en el carácter
fantástico de los personajes y sus mundos, sino en cómo la cultura que los ha
creado los toma como cuentos religiosos —en los que hay que creer— o como
ficciones para entretenerse un rato. Porque, claro, a ver quién es el guapo que
duda de los dioses y se arriesga a que le manden un rayo vengativo que le abra
la cabeza.
La magia y la fantasía, por tanto, pertenecían a los dioses:
existía de verdad y estaban recogidas en libros sagrados que narraban las
historias de esos dioses —como la Biblia, más o menos—. Sin embargo, esos
libros, que legitimaban la fantasía como verdadera, no eran ficción. Ficción
era lo escrito por los hombres y que, como tal, debía reflejar el mundo de los
hombres: y aquí es donde aparece Aristóteles con su mimesis y la lía parda
hasta el siglo XVIII.
Hemos de decir, en defensa de Aristóteles, que el que la lía
no es él, sino los ceporros cristianos que lo malinterpretaron: el problema de
las religiones monoteístas es que, al igual que imponen un sólo dios —lo de
busque, escoja y compare no les va mucho—, con las ideas ocurre un poco igual,
y al que no esté de acuerdo, a la hoguera. Total, que cogen al pobre
Aristóteles por banda, con su idea de la imitación del mundo y de que lo mejor
en un libro es lo verosímil, lo creíble —aunque sea imposible, si es creíble
nos vale—, y lo plantan como credo literario: el que se salga de ahí, a los
tiburones. Y claro, todo es cuestión de supervivencia: como en todos los
regímenes totalitarios, la gente agacha la cabeza y obedece como borregos por
miedo a la represalia que, en este caso, eran las malas críticas y el fracaso
editorial del libro en cuestión que se saliese por la tangente.
Salirse por la tangente, en esos momentos —más o menos a partir del XVI, que fue cuando se descubrió a Aristóteles— era meter en la literatura lúdica la misma magia y seres fantásticos que, en tiempos de Aristóteles, se legitimaban religiosamente. Claro, si llegan los amigos cristianos y se ventilan a todo el Olimpo, ya no hay cabida para este tipo de mundos en el ámbito de lo escrito —recuérdese: el texto sagrado es fantástico; el ficcional, realista—, ergo hay que tomarse la dichosa mimesis al pie de la letra y desterrar cualquier producto de la imaginación —los Frankenstein; o los pegasos, que diría Hume—. Pero tú dile eso a un romántico, que los colegas son revolucionarios per sé: después de cuatro siglos de castración imaginativa, ¿a quién le extraña una Revolución Francesa literaria? ¡Abajo el tirano! ¡Abajo la mimesis! ¡Abajo el realismo! ¡Viva la República Independiente de la Imaginación!
Bueno, realmente, no fue una Revolución Francesa, sino
alemana: los franceses en ese momento eran los malos, los que habían manipulado
lindamente al pobre Aristóteles y lo habían enarbolado como bandera. Y claro,
el resto de Europa estaba que trinaba; especialmente los ingleses: ¿a qué,
estos estirados empelucados y empolvados —empeñados en llevar tacones, con lo
incómodos que eran— iban a imponer la moda? ¿A qué estos ceporros que negaban
los placeres de la carne y del vino iban a imponernos que la única verdad es la
de las ideas? ¡Malditos católicos idealistas! Eso, por lo menos, pensaba Hume,
quien defendía que no, que si la realidad es lo que nos rodea, sólo se puede
percibir por los sentidos, y que, por tanto, cualquier cosa que no salga de los
sentidos es mentira podrida, películas que nos inventamos basándonos en eso que
perciben nuestros sentidos; es decir, que cualquier cosa que pensemos es
ficción, porque como no viene de nuestros sentidos —que de qué va ser mentira
lo de sexo, drogas y rock’n roll—, sino de nuestra mente, y como ésta es
calenturienta por definición, cualquier producto suyo son cuentos chinos que
nos sacamos de la manga.
Realmente, no es Hume quien cambia la visión de la
literatura, sino Kant: el alemán lima asperezas y, aplicándolo a lo escrito,
decide que es verdad, que si es producto de la mente —y por tanto, ficción—, ¿a qué viene lo de la mimesis imperativa? Aquí,
cada uno que piense lo que le dé la gana, y que escriba lo que piense: si se
parece a la realidad, bien; si no, ¿por qué juzgar la pecera tropical según las
leyes vitales de Noruega? ¡Vaya una forma de cometer pececidio! Total, que el
resto de alemanes se apuntaron a la defensa de los peces tropicales y a la
libertad de imaginación en la literatura: ¡si yo quiero meter un pegaso, lo
meto, oiga! ¡Y si me da por hadas y brujas y Once upon a time, también! ¡He dicho!
Obviamente, podrán comprender que para todo creador es mucho
más satisfactorio escribir lo que él quiere y no lo que le imponen los demás —y
menos los franceses empolvados—. Así que, desde entonces, sus peces fueron
libres de respirar con las orejas y de moverse en vertical, sin miedo a ser
condenados al horno por mal comportamiento desde el punto de vista de los
terrestres. Happy ending para Nemo:
la magia y la fantasía no necesitan ya legitimarse gracias a la religión, sino
que ellas mismas, el placer estético que provocan son suficientes. La ficción
literaria es libre para presentar todo aquello que quiera presentar, todos los
Frankensteins que se les puedan ocurrir a los autores. ¿Su justificación? Si todo
producto de la mente es ficción —pálida sombra del hecho real aprehendido por
los sentidos pero incognoscible en sí mismo—, y la literatura es uno de los
productos de la mente, ¿qué necesidad de intentar imitar una realidad que
realmente no podemos ni siquiera conocer? La literatura es imaginativa por definición
y, por tanto, libre de cualquier atadura con la realidad.
Esta libertad de la pecera llevaría, en el siglo XX a
plantear la ficción literaria como un mundo posible. A ver cómo explicar esto: el
hecho de que un autor noruego pueda tener una pecera tropical en su casa no
obliga a que todas las peceras sean iguales; un autor puede decorar,
simplemente, con algas; otro puede montarse una pecera de esas horteras, con un
barco hundido y una sirena tetona fosforita; otro puede decidir que, en lugar
de peces, mete un lagarto, o una tarántula; y así. Es decir: la pecera, en sí
misma, no es sino el contenedor de un mundo diferente de lo que hay fuera de
ella, pero el recipiente, como tal, no impone el contenido, que puede
multiplicarse al infinito según la imaginación del autor noruego que vaya a
montarlo—hemos dicho una pecera tropical, pero puede ser un terrario desértico,
un acuario con una charca amazónica, o cualquier ecosistema impropio de Noruega—.
La libertad del autor consiste en la elección del contenido de su libro, pero,
aun así, necesita un mínimo de coherencia interna: igual que no puedes meter un
escorpión egipcio en una acuario para ranas brasileñas —más que nada porque se
ahoga—, el autor no debería meter un coche en la Edad Media, porque los
personajes se te vuelven locos o la espichan del susto. Otra cosa es que
hablemos de Los Picapiedra y que la
pecera que nos vendan sea la de la vida normal de los años 60 con vestuario y
escenografía troglodita. De hecho, eso es una de las claves para que el
invitado del autor noruego entienda algo de lo que pasa en su pecera: todo
mundo posible necesita un anclaje con el mundo real, algo que el lector
reconozca —desde problemáticas humanas existenciales hasta modos de vida— aunque
sea el detalle más nimio. (En este caso, yo me quedaría con la aspiradora y el
cine de coches ese tan genial con el que termina la intro.)
En cualquier caso, la pecera tropical —el mundo posible— se
caracteriza por no obedecer obligatoriamente a las leyes que rigen la vida de
Noruega: el autor se la monta como a él le da la gana y mete en ella lo que
quiere. Es un mundo completamente autónomo, que sigue sus propias reglas, y
que, como producto de la imaginación, no tiene por qué parecerse a la realidad.
Es más: si el diseñador de peceras decide que quiere montarse una charca de
agua salada y meter ranas brasileñas y peces tropicales, puede hacerlo, siempre
y cuando encuentre la combinación adecuada para que no se le mueran ni unos ni
otros. La pecera, en tanto producto de su imaginación, no tiene más que seguir
la regla de la supervivencia del ecosistema: para lo demás, imaginación a piacére.
Decíamos más arriba —creo que al principio— que los libros
son como peceras tropicales. También pueden ser otras muchas cosas, pero eso no
quita que la pecera sea una buena imagen: el lector es como el visitante del acuario,
que observa el interior de un cacharro de cristal en el que alguien ha creado
todo un mundo totalmente aíslado, completamente diferente de aquel en el que vive el visitante
del acuario. Hoy en día, quizá hayamos perdido de vista la maravilla de
contemplar un mundo subacuático, o tropical, o desértico, porque lo vemos
constantemente en otros medios como la televisión, las noticias e internet, o
incluso porque podemos viajar a esos sitios y verlos in situ, pero pensemos en los primeros acuarios; pensemos en las
primeras personas que pudieron admirar, en vivo y en directo, esos seres raros
y fantásticos, tan diferentes al ser humano, tan diferentes al clima noruego; pensemos
en el axolotl de Cortázar. Si los
acuarios nos acercan mundos reales pero, tan diferentes al nuestro, que
adquieren tintes de magia y fantasía, ¿qué no podrá la imaginación, con sus Frankensteins
y sus pegasos, con sus Poseidones y Aragorns? ¿Qué no podrá la reina de los mundos posibles, la creación en sí misma? ¿Tenemos, acaso, derecho a constreñirla, a reglarla, a empobrecerla
obligándola a que refleje un mundo exactamente igual que el nuestro? Eso es convertir
la pecera en ventana y, teniendo ventanas en casa, ¿quién va a disfrutar diseñando un acuario en el que vea la casa de enfrente? ¿Quién visita un acuario para
ver lo mismo que ve desde su habitación? No queremos ventanas: queremos peceras
tropicales en Noruega. ¡Viva la República Independiente de la Imaginación! ¡He
dicho!
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