martes, 10 de enero de 2012

Dos maneras de contar el mismo cuento


Había una vez un rey que se quería casar. Eligió, como futura esposa, a una princesa de un país lejano, pero como no podía abandonar la corte y su deber de rey, envió a su hijo a buscarla y traerla al palacio. Desgraciadamente, en el camino, el hijo y la princesa, de la misma edad, se enamoraron. Al llegar a la corte, ambos intentaron disimular, pues el deber de vasallo y el de prometida hacían del suyo un amor imposible. Sin embargo, éste es el sentimiento más fuerte que hay, y pronto volvieron a verse. Las citas se repitieron, y el príncipe y la princesa fueron descubiertos por el rey. Entonces…


Entonces, tenemos aquí un conflicto visto en mil cuentos diferentes, un triángulo amoroso en el que se basa nada más y nada menos que toda la tradición del amor cortés: el amor de un caballero por una dama superior a él y casada con aquel al que se le debe lealtad, quien, al descubrirle, pide la cabeza de dicho caballero. Quiero centrarme, sin embargo, en dos ejemplos diametralmente opuestos: el primero, Tristán e Isolda; el segundo, El castigo sin venganza.

La gran diferencia entre estos textos, amén de los filtros mágicos y demás detalles mítico-caballerescos de los que carece nuestro Lope, no es sino, precisamente, cómo esta historia cambia en función del género literario al que pertenece. Cierto es que en el Tristán —hablo siempre del de Béroul— el final no es exactamente el mismo, pero lo que nos interesa no es el desenlace, sino el desarrollo de la acción. En cualquier caso, hay una cosa clara: el hecho de que éste sea un relato épico da mucho más juego que en el teatro.

Hablamos aquí de aquello que llaman inmediatez escénica, esto es: una obra de teatro no puede durar más de, digamos, unas tres o cuatro horas, y en ese tiempo el conflicto tiene que presentarse, desarrollarse y resolverse. Esas tres horas obligan a que la acción sea más simple, es decir, a que los episodios sean relativamente limitados. Casi podríamos decir que toda la historia se resume en un único episodio: el rey descubre los amores de su esposa y su hijo —ilícitos, incestuosos, traidores— y se busca las castañas para quitarse el problema de enmedio con el mayor disimulo posible. Al final lo consigue y se acabó el cuento.

En Béroul, sin embargo, no tenemos esta limitación. Es una narración sin límite temporal, ya que la lectura —oral o escrita, a gusto del consumidor— se puede interrumpir y retomar; se puede hacer una selección de episodios, se puede desordenar, etc. De esta manera, el autor puede incluir todos los episodios que le dé la real gana, que es precisamente lo que hace: los amores del barco, las citas en el bosque, el episodio a lo Romeo y Julieta en la habitación de ella, la pillada de la espada y la sortija, el juicio del puente, la huída de Tristán, su matrimonio con la otra Isolda, la depresión de la Isolda de verdad, el regreso de Tristán y su muerte. La lista es larga y la lectura, eterna: el género —la forma diferida de transmisión del cuento— lo permite. Casi podríamos decir que lo exige: una obra de teatro necesita de esa rapidez, de esa inmediatez dada por la elipsis y la concentración; un relato épico o novelesco se caracteriza por entretenerse en los detalles, por desarrollar la acción de diferentes maneras y en múltiples episodios: es extensa.

Hablábamos antes de dos finales diferentes: en El castigo sin venganza el rey descubre en seguida los amores de su hijo y su mujer y, acto seguido, idea un plan para matar al primero; en Tristán e Isolda, son dos las veces que Marc pilla a su sobrino en situaciones comprometidas con la reina, y dos las que se toman medidas para solucionarlo. Este retraso culmina en la muerte de Tristán, que no es a manos de su tío, sino en una batalla al regresar a la corte. Es decir: en el poema, el protagonista no muere, digamos, de forma provocada, sino de manera natural, cuando el conflicto ya está más que presentado, más que repasado. La aventura se agota y, como siglos más tarde haría nuestro Cervantes, no es hasta ese momento que el protagonista desaparece del mapa, dando así fín la epopeya. Pero, para ello, necesitamos antes este largo desarrollo, esa multiplicidad de episodios —más tarde, de capítulos— que sólo un texto pensado para leer puede darnos: ningún autor de textos dramáticos va a tenernos cuatro días seguidos sentados en la butaca, pero un autor de novela, o de relato épico, sí puede hacerlo. En eso consiste la diferencia: la historia puede empezar igual, puede presentar el mismo conflicto, pero tanto en cuanto la forma de contarla cambia, el desarrollo también y, en este caso, el final no iba a ser menos. Quizá por eso me gusta más el teatro: claro, conciso y directo; sin digresiones, sin vueltas y más vueltas. Vamos al grano.


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