Había una vez un rey que se quería casar. Eligió, como
futura esposa, a una princesa de un país lejano, pero como no podía abandonar
la corte y su deber de rey, envió a su hijo a buscarla y traerla al palacio. Desgraciadamente,
en el camino, el hijo y la princesa, de la misma edad, se enamoraron. Al llegar
a la corte, ambos intentaron disimular, pues el deber de vasallo y el de
prometida hacían del suyo un amor imposible. Sin embargo, éste es el
sentimiento más fuerte que hay, y pronto volvieron a verse. Las citas se
repitieron, y el príncipe y la princesa fueron descubiertos por el rey. Entonces…
Entonces, tenemos aquí un conflicto visto en mil cuentos diferentes,
un triángulo amoroso en el que se basa nada más y nada menos que toda la
tradición del amor cortés: el amor de un caballero por una dama superior a él y
casada con aquel al que se le debe lealtad, quien, al descubrirle, pide la
cabeza de dicho caballero. Quiero centrarme, sin embargo, en dos ejemplos
diametralmente opuestos: el primero, Tristán
e Isolda; el segundo, El castigo sin
venganza.
La gran diferencia entre estos textos, amén de los filtros
mágicos y demás detalles mítico-caballerescos de los que carece nuestro Lope,
no es sino, precisamente, cómo esta historia cambia en función del género
literario al que pertenece. Cierto es que en el Tristán —hablo siempre del de Béroul— el final no es exactamente el
mismo, pero lo que nos interesa no es el desenlace, sino el desarrollo de la
acción. En cualquier caso, hay una cosa clara: el hecho de que éste sea un
relato épico da mucho más juego que en el teatro.
Hablamos aquí de aquello que llaman inmediatez escénica,
esto es: una obra de teatro no puede durar más de, digamos, unas tres o cuatro
horas, y en ese tiempo el conflicto tiene que presentarse, desarrollarse y
resolverse. Esas tres horas obligan a que la acción sea más simple, es decir, a
que los episodios sean relativamente limitados. Casi podríamos decir que toda
la historia se resume en un único episodio: el rey descubre los amores de su
esposa y su hijo —ilícitos, incestuosos, traidores— y se busca las castañas
para quitarse el problema de enmedio con el mayor disimulo posible. Al final lo
consigue y se acabó el cuento.
En Béroul, sin embargo, no tenemos esta limitación. Es una
narración sin límite temporal, ya que la lectura —oral o escrita, a gusto del
consumidor— se puede interrumpir y retomar; se puede hacer una selección de
episodios, se puede desordenar, etc. De esta manera, el autor puede incluir
todos los episodios que le dé la real gana, que es precisamente lo que hace:
los amores del barco, las citas en el bosque, el episodio a lo Romeo y Julieta
en la habitación de ella, la pillada de la espada y la sortija, el juicio del
puente, la huída de Tristán, su matrimonio con la otra Isolda, la depresión de
la Isolda de verdad, el regreso de Tristán y su muerte. La lista es larga y la
lectura, eterna: el género —la forma diferida de transmisión del cuento— lo
permite. Casi podríamos decir que lo exige: una obra de teatro necesita de esa
rapidez, de esa inmediatez dada por la elipsis y la concentración; un relato
épico o novelesco se caracteriza por entretenerse en los detalles, por desarrollar
la acción de diferentes maneras y en múltiples episodios: es extensa.
Hablábamos antes de dos finales diferentes: en El castigo sin venganza el rey descubre
en seguida los amores de su hijo y su mujer y, acto seguido, idea un plan para
matar al primero; en Tristán e Isolda,
son dos las veces que Marc pilla a su sobrino en situaciones comprometidas con
la reina, y dos las que se toman medidas para solucionarlo. Este retraso
culmina en la muerte de Tristán, que no es a manos de su tío, sino en una
batalla al regresar a la corte. Es decir: en el poema, el protagonista no
muere, digamos, de forma provocada, sino de manera natural, cuando el conflicto
ya está más que presentado, más que repasado. La aventura se agota y, como
siglos más tarde haría nuestro Cervantes, no es hasta ese momento que el
protagonista desaparece del mapa, dando así fín la epopeya. Pero, para ello,
necesitamos antes este largo desarrollo, esa multiplicidad de episodios —más
tarde, de capítulos— que sólo un texto pensado para leer puede darnos: ningún
autor de textos dramáticos va a tenernos cuatro días seguidos sentados en la
butaca, pero un autor de novela, o de relato épico, sí puede hacerlo. En eso
consiste la diferencia: la historia puede empezar igual, puede presentar el
mismo conflicto, pero tanto en cuanto la forma de contarla cambia, el
desarrollo también y, en este caso, el final no iba a ser menos. Quizá por eso
me gusta más el teatro: claro, conciso y directo; sin digresiones, sin vueltas
y más vueltas. Vamos al grano.
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